Hay golpes que no avisan: decisiones difíciles, pérdidas, traiciones, silencios. Abren heridas profundas y uno siente que camina con el corazón entre gasas. Ahí es donde hace falta entrar al “quirófano espiritual”: un espacio valiente donde dejamos de negar el dolor, lo nombramos y decidimos cicatrizar. No es misticismo; es responsabilidad emocional con propósito. Y sí: con Dios como ese suturador experto que guía el pulso cuando tiembla la mano.
El procedimiento inicia con una verdad: no podemos quedarnos en la camilla esperando que todo sane solo. La infección de la culpa, la vergüenza y la autoexcusa se combate con limpieza honesta: reconocer lo que pasó, lo que hicimos, lo que permitimos. Luego viene la hemostasia: poner límites claros para que la herida deje de abrirse. Después, los puntos finos: hábitos simples que sostienen—dormir bien, pedir ayuda, terapia, conversación sincera, trabajo con foco, oración breve que alinee el alma. Finalmente, el vendaje: rutinas y gente que protegen lo que estamos reconstruyendo.
No hay marcha atrás. Retroceder es volver a abrir la herida. Salir del hoyo duele, sí, pero quedarse cuesta la vida entera. El carácter se fortalece cuando damos el primer paso aunque el miedo hable. Pon a Dios delante como faro y camina con disciplina: menos drama, más decisión; menos “mañana”, más “hoy”. Una cicatriz bien cerrada no es vergüenza: es diploma de una buena batalla.
Cuando vuelvas a mirar el pasado, hazlo solo para medir lo que has crecido. El quirófano espiritual no es un cuarto oscuro: es una sala con luz. Entras roto, sales íntegro. Entras en silencio, sales con propósito. La vida te necesita de pie.
Porque yo restauraré tu salud y te sanaré de tus heridas, dice el Señor.” — Jeremías 30:17
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