
La edad es relativa, he visto gente joven poseer los hábitos de un anciano y la complejidad de su simpleza, también a viejos con la energía de diez hombres, alegres, ludicos y revoltosos, como si fuesen estrellas fugaces desintegrandose en la atmósfera de la muerte. He conocido niños gruñones y rencorosos, como si toda una vida de suplícios los hubiera carcomido.
Por otra parte existen aquellos esteparios, los que respirando ansiamos el fin. Despojados de la vehemencia avasallante de la jovialidad, y contemplando el yo como una substancia divisible.
Pero encontrándome ya en un momento en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yaciendo al borde de la locura y dado que tampoco estoy bajo un sueño, a pesar entonces de mi incipiente demencia aceptaría éste instante como inabarcable por mi entendimiento.
Resulta difícil finalmente creer que toda una vida pueda transcurrir dentro de un pequeño y deteriorado cuarto, fuera de éstas albarradas de pensamiento, un rincón en la vertiginosodad tan seguro como solo una prisión puede serlo, lo único que me espera es la inexistencia. Una diminuta ventana me conecta con un exterior irresoluto, cuyo aparente silencio es interrumpido tan solo por ruidos metálicos y cosas que se rompen irreparablemente, y las aves que cantan diversamente más todas profetizan mi soledad.
Aunque cierre las cortinas, se cierne aquel caos, colándose con unos cuantos rayos de luz, engullendo las paredes descascaradas, embaulando paradójicamente la rebeldía de las ausencias.
Tal vez una apreciación más serena, un intelecto más lógico y menos exitable que el mío, quizás observaría éstos acontecimientos como meros hechos naturales y superfluos, pero soy la suma de múltiples tragedias, y lapsos de lucidez que se aferran a mi como rocas marinas inamovibles.
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