Poema parisino

En el alba gris de Montmartre, tu sombra aún me muerde,

caminas como un juramento roto por las calles húmedas.

Yo sigo tu estela: absenta y desesperación,

París respira hondo, como si supiera nuestro secreto.

  

Nos miran los puentes con su arrogancia de piedra,

¿recuerdas, Louis, cuando las campanas nos mentían?

Tus manos eran hogueras que ardían incluso en la lluvia,

las mías, cárceles que no sabían soltarte.

 

Me amabas con fauces, no con labios;

yo te respondía con ruinas, no con besos.

Leíamos a Verlaine sin comprender la herida,

éramos dos pájaros ciegos chocando contra la misma luz.

 

En las buhardillas, la noche tenía uñas;

tú las afilabas sobre mi pecho.

Jurabas eternidades entre humo y blasfemias,

yo te creía: la fe es un veneno dulce.

 

En el Sena arrojamos cartas, nombres y promesas.

Flotaron como cadáveres de un futuro imposible.

 

“Sin ti no soy nada”, dijiste, con risa de cuchillo.

“Contigo tampoco”, pensé, pero no hablé.

 

Hoy París despierta sin tu aliento insoportable,

y sin embargo, en cada farol advierto tu sombra rota.

La ciudad es un espejo que aún pronuncia tu nombre,

y yo, necio poeta, sigo escribiéndote para dejar de verte.

 

Pero vuelves, como un presagio maldito en cada esquina,

cruzas mis pasos con tu sonrisa frágil y cruel.

El viento trae tu voz: un eco que nunca aprendí a callar…

mi pecho tiembla, como si esperara tu golpe final.

  

Aun así, París insiste en ofrecernos otro amanecer,

y yo temo que, si lo tomo, te encuentre de nuevo en él.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS