DESANDANDO ANDENES
No podría decir el tiempo que había transcurrido desde que el tren se puso en marcha. Quizás diez minutos, una hora, tres horas tal vez. Estaba tan concentrado mirando a esa mujer que tenía dos asientos delante de mi, que perdí la noción de todo lo que me rodeaba.
Billete, billete por favor. Si, claro, claro, el billete. Disculpe, estaba distraído.
No se si por casualidad o con alguna intención, coincidieron nuestras miradas. Me hizo un gesto de aprobación y con un dedo señaló la puerta. Salí hacia el vagón donde se encontraba el bar y me senté en una mesa esperando ilusionado que apareciera. Tardó bastante, pero al fin estaba allí, entrando, buscándome con esos ojos verdes como esmeraldas. Pero no se inmutó con mi amago de saludo, se sentó en otra mesa, ignorándome por completo, mirando la noche por la ventana. Al rato, se acomodó a su lado un señor impecablemente vestido, tenía como manos dos garfios de acero que utilizaba con gran maestría. Luego apareció un enano calvo con joroba que hablaba a gritos y parecía tener muy mal humor. Y para completar la mesa, surgió de la otra punta del vagón una mujer mayor, llevaba un vestido ajustado, botas blancas hasta las rodillas, chaleco de lentejuelas y una serpiente viva enroscada en su cuello. Tenía gafas sin cristales y una cicatriz en la mejilla izquierda. Por un momento creí encontrarme en un circo y mire a mi alrededor para comprobar las reacciones de los demás viajeros. Solo había tres personas mas, un cura negro y pelirrojo que intentaba sacarle notas a un violín sin cuerdas, un ciego con prismáticos que paseaba un par de tortugas atadas a unas cuerdas de varios colores y una enfermera sosteniendo un sifón vacío en la mano izquierda y en la derecha una brújula tan grande como una sandia. Ya no me sentía en el circo, ni en el vagón bar, ni en el tren. Era todo tan extraño, tan fuera de lo normal, que noté como se me aceleraba la respiración. Ahora todos me miraban, me señalaban y se reían. Todos, menos esa mujer que seguía observando la noche por la ventana.
Reconozco que comencé a sentir algo de miedo, pero la maldita curiosidad me impedía mover y continuaba allí sentado. Mi cuerpo quería huir lo mas lejos posible de ese sitio tan siniestro y morboso, pero mi cerebro y mi alma se negaban rotundamente. Se levantaron todos de golpe y comenzaron a bailar al son del violín mudo. El ciego miraba por sus prismáticos y jugaba con una de las tortugas como si se tratara de un yo-yo. La enfermera se abrazaba al enano y apoyaba el sifón en su calva reluciente. El señor bien vestido buscaba con sus garfios las nalgas de la mujer mayor que saltaba a la comba utilizando a la pobre serpiente como cuerda. La enfermera pedía al cura que tocara mas alto. El calvo ahora pegaba patadas a las tortugas y empujaba al ciego para hacerlo caer y así poder quitarle sus prismáticos. La mujer mayor pegaba gritos de dolor porque la serpiente la había picado. La enfermera tonteaba con los garfios de acero y había roto el sifón al golpear a la serpiente. Y ella allí, tan quieta, como si con ella no fuera nada. Y yo sin atreverme, sin escupir de una vez el maldito miedo. El ambiente iba creciendo para peor. El calvo con joroba se había comido las tortugas y quería la brújula de la enfermera que ahora arañaba a la mujer mayor por intentar seducir al señor de los garfios que había aplastado en un salto el violín sin cuerdas del cura negro y pelirrojo que lloraba amenazando con tirarse del tren en marcha. Conseguí ponerme de pie y dirigirme hacia ella. Cuando llegué a su lado tuve la sensación de encontrarme en un lugar donde yo había ido a parar por equivocación. Desde la ventanilla vi, justo enfrente, el tren que yo debía haber cogido. Estaba clarísimo, tren Madrid-Lisboa vagón 12 coche-cama. Pero entonces, ¿en que tren estaba yo? ¿que hacía allí arriba? Todas las horas que creí transcurridas con el tren en movimiento no habían pasado, ni por supuesto, tampoco el tren había partido. ¿Que tren era este? ¿quién era toda esa gente? ¿quién era entonces, esa mujer callada? ¿quién era yo en medio de esta jauría humana? Tiré de su brazo con todas mis fuerzas y la atraje hacia mí. Le grité que debíamos bajar de allí rápidamente, pero ella seguía igual, como dormida. Volví a tirar de ella, cuando noté a mis espaldas los garfios del señor bien vestido. Luego fueron acercándose lentamente la enfermera furiosa, el enano calvo con claros síntomas de intoxicación, el cura negro que me hacía responsable del accidente del violín, la mujer mayor indignada porque su chaleco perdía lentejuelas y por último, el ciego que se había colocado en sus ojos dos bolas de cristal azul y encendía cerillas arrojándolas encendidas por todas partes. Creí desesperarme, pero tenía que intentarlo por última vez. De un empujón me quite de encima a la mujer mayor, también a la enfermera que cayó sobre la serpiente medio atontada aún por el golpe del sifón y al enano de calva reluciente que intentaba como un desesperado morderme la rodilla derecha. De un puñetazo tumbé al cura que arrastró consigo al señor bien vestido que al caer, enganchó sus garfios en el chaleco de lentejuelas de la mujer mayor terminando de sacarla de sus casillas. Atravesamos el corto pasillo y salimos de aquél vagón buscando un lugar mas tranquilo, pero fuimos a dar con el revisor que agitaba una enorme campana de cristal y nos pedía a gritos los billetes. Traté de tranquilizarme y buscar mi billete. No lo encontraba. Buscaba en todos los bolsillos, pero no había forma. Recordé entonces que ya me lo había pedido antes y así se lo intenté explicar. Él aseguraba que no, que era invisible y que yo era a la primera persona que se lo pedía. No tuve mas remedio que aplicarle un soberano puntapié en el tobillo que hizo que nos dejara un hueco por donde pasar y llegar hasta la puerta, bajando de un salto, olvidándonos de que para algo sirven las escalerillas. Estaba sudando, temblaba, y cuando quería decir alguna palabra, tartamudeaba. Todo parecía una pesadilla pero yo lo vivía como la realidad mas absoluta. De repente, ella habló, dijo suavemente: los locos, no dejen solos a los locos. Se armó un gran revuelo. Llegó la policía, los bomberos, unas cuantas ambulancias. Los curiosos eran cada vez mas. El vagón de los locos había comenzado a incendiarse. Fueron bajando uno por uno, menos el cura negro y pelirrojo que moriría al intentar recuperar su violín mudo. La mujer mayor no cesaba de firmar autógrafos imaginarios, al enano calvo lo tuvieron que ingresar urgentemente puesto que su cuerpo presentaba enormes manchas de diversos colores, la enfermera iba enseñándole al ciego la brújula y el señor bien vestido pedía a gritos que le engrasaran sus garfios de acero.
Dos días después, hechas todas las aclaraciones en la jefatura de policía, pude tomar al fin el tren hacia Lisboa. Nunca supe el nombre de aquella mujer. Dieron las siete y diez, sonó el silbato y el tren, ahora si, se puso en marcha. Decidí ir al vagón bar a tomar un café, y poco a poco, desde mi mesa, miraba como entraba la gente. Una monja coja muy maquillada que arrastraba una radio, un gitano tuerto vestido con falda escocesa y una camisa rosa con un loro de trapo colgado en su hombro izquierdo, una vendedora de flores con rosas negras y amapolas blancas de papel, un viejo descalzo con un frac lleno de rotos y una chistera de madera azul. Un par de chinos con patines de hielo empujando una cabra naranja que hablaba francés. Y al final del vagón, una mujer hermosa, callada y sentada mirando la noche por la ventana. Quise detener el tren, pero nadie me quiso hacer caso. Entonces yo también comencé a mirar la noche por mi ventana.
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