La tormenta sobre A Coruña

La tormenta sobre A Coruña

La lluvia golpeaba los tejados con fuerza, y el viento, cargado de sal y furia, arrancaba a la ciudad de su sueño vespertino. En la plaza de María Pita, desierta bajo el manto de oscuridad, tres figuras se enfrentaban, sus sombras proyectadas sobre las piedras gastadas, como espectros de otros tiempos.

El primero, un hombre de rostro pálido y ojos penetrantes, con el cabello mojado pegado a la frente, apretaba un cigarro entre sus dedos temblorosos. «Esto es un maldito error», murmuró. «Si me hubieras escuchado, todo esto no habría sucedido. Pero siempre tienes que ser el dueño de todo, ¿verdad, Manuel?»

Manuel, de pie frente a él, con la mirada fija en la torre de Hércules, soltó una risa seca. «Error, dices… No te equivoques, Emilio. Este es el destino de todos los que se atreven a desafiar lo que no deben. Y tú, siempre el cobarde, no lo entiendes.»

«¡Cobarde!» Emilio dio un paso al frente, levantando el puño. «Lo que temes, Manuel, no es el destino, sino lo que has desatado. Lo que has invocado. Lo que… lo que ahora viene por nosotros.»

El tercero, una mujer de ojos intensamente oscuros, se apartó de la pared del antiguo convento de San Francisco. Con la voz grave, casi como un susurro, intervino: «Tanto que hablan, y no se dan cuenta de lo que está frente a ustedes. No hay escapatoria. Ni en el mar, ni en la niebla.»

«¿Y tú qué sabes, Lúa?», replicó Emilio, su rostro contraído de rabia. «Siempre has estado en las sombras, jugando a las adivinaciones y al misticismo. Si es cierto lo que dices, ¿por qué no actúas ya? ¿Por qué nos has traído hasta aquí, si no tienes una maldita respuesta?»

Lúa no se inmutó. «Porque este es el lugar donde todo comenzó. Aquí, en estas piedras viejas que conocen los secretos del mar, la tormenta se desatará. El mal se alimenta de la oscuridad que vosotros mismos habéis sembrado. Yo solo soy la espectadora, el eco de lo que los hombres han construido.»

Manuel dejó escapar un suspiro pesado, como si todo su cuerpo estuviera harto de la vida. «¿Y qué quieres que hagamos? ¿Arrodillarnos ante el mal? ¿Pedir perdón por algo que nunca hemos podido entender?»

«Nos queda el mar», dijo Emilio, con la mirada fija en las olas embravecidas que golpeaban las rocas cercanas, iluminadas solo por la tenue luz de un faro lejano. «Nos queda el mar… y tal vez la última oportunidad de salvarnos.»

Lúa soltó una carcajada amarga. «El mar no salvará a nadie. En esas aguas oscuras y turbulentas ya nada vive. El mismo mar que ha engullido barcos, vidas, sueños. Los vientos de la costa no son meros susurros, son voces. Y esas voces ya nos han condenado.»

De repente, un crujido seco recorrió el aire, como si las mismas piedras de la ciudad se estuvieran desgarrando. La torre de Hércules, con su silueta inconfundible, comenzó a brillar con una luz fría, sobrenatural. La niebla se espesó, envolviendo a los tres en su abrazo helado, y desde el fondo del mar, un rugido profundo resonó, como si el océano mismo despertara de un sueño ancestral.

Emilio miró a Manuel y a Lúa, sus ojos llenos de terror y odio. «¿Esto es lo que querías? ¿Esto es lo que nos has traído? ¡Destrúyelo, Lúa! ¡Destruye el faro, destruye el mal!»

«Destruirlo», dijo Lúa con calma, sin pestañear. «¿Y qué ganáis destruyéndolo? ¿Más sangre? ¿Más odio? ¿Sabéis lo que viene? Lo que nos ha traído hasta aquí no es solo la ira de un hombre, ni la de un dios, ni siquiera la de un monstruo. Lo que ha llegado… es el final.»

El viento arrancó con fuerza, levantando la niebla hasta cubrir sus rostros. El cielo, oscuro y colérico, parecía abrirse sobre ellos como la boca de una bestia. El mar rugía con la furia de mil tormentas, y desde las sombras, una figura se alzó en el horizonte, emergiendo de las aguas negras, con la lentitud de una pesadilla viviente.

«Ya está aquí», dijo Lúa, como si todo estuviera sellado desde el principio.

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