LA CONSOLADORA — Gardenia Verchiel ©

Gardenia Verchiel — Derechos Reservados ©

«En San Mateo del Viento, la muerte no es un final. Es una moneda de dos caras: una llora, otra consuela. Y a veces, cuando la luna se esconde, las dos se besan en la oscuridad… y de ese beso nacen nuevas canciones. Canciones que solo los valientes escuchan, y los cobardes repiten como oraciones.»


La primera vez ocurrió en una choza al borde del desierto. Un hombre escupía sangre en un balde mientras suplicaba:

—¡Mátame!

La abuela Guadalupe colocó la obsidiana sobre su pecho y murmuró:
—No es matar… es devolverlo a la tierra antes de que el diablo se burle de su dolor.

Refugio, temblando, sostuvo las velas mientras el hombre dejaba de respirar. Esa noche soñó que las sombras la perseguían, susurrando:

—¿Cuándo será tu turno, Consoladora?

Capítulo 1. La carta bajo la almohada

El viento arrastraba hojas de cempasúchil por las calles de tierra de San Mateo del Viento. Las casas de adobe, con techos de teja carcomida, se inclinaban como ancianas bajo la luna llena. En las puertas, las ofrendas brillaban con veladoras temblorosas, fotos descoloridas de difuntos, calaveritas de azúcar con nombres escritos en glaseado rojo y platos de mole que atraían a los zopilotes.

Pero esa noche el pueblo no celebraba. Se respiraba miedo.

Doña Refugio vivía al borde del barranco, donde el silbido del viento se confundía con los lamentos del río. Su casa era baja, con paredes agrietadas y una cruz de hierro oxidado clavada en la puerta. Dentro, el aire olía a tierra húmeda, hierbas amargas y cera derretida. En un rincón, un altar custodiaba decenas de veladoras negras frente a una imagen de la Santa Muerte coronada con flores marchitas. Sobre la mesa de pino descansaba un mazo de cartas de lotería desgastadas, atadas con un listón rojo. La carta de la Muerte nunca estaba entre ellas.

Refugio, a sus setenta años, era una mujer de huesos angulosos y piel curtida como cuero viejo. Sus ojos, hundidos y cenizos, parecían haber visto demasiados secretos. Llevaba el cabello canoso recogido en un chongo apretado y vestía siempre un vestido negro de mangas largas, incluso bajo el sol inclemente. Nunca se había casado.

—El amor es un lujo para quienes no cargan la muerte en el delantal —le dijo una vez a su sobrina, la única familia que le quedaba. Pero la sobrina se había marchado a la Ciudad de México hacía años, escapando de los susurros que seguían a Refugio como moscas a la carne podrida.

La noche que recibió la carta tenía siete años. Dormía en un petate junto a su abuela Guadalupe, mujer de rostro surcado por arrugas profundas como cicatrices. Al despertar, sintió algo frío bajo la almohada: la carta de la Muerte, del juego de la lotería, con el esqueleto danzante pintado en tintes desvaídos. Una cruz de copal quemado marcaba la esquina inferior.

—Abuela… —susurró, temblando—. Alguien puso esto aquí.

Guadalupe encendió una vela. Su sombra se proyectó en la pared como un pájaro gigante.

—Nadie lo puso, mi niña. La carta te eligió. Es tu destino. No es maldición… es misericordia.

—¿Voy a matar gente? —la voz de Refugio se quebró.

—Matar es lo que hacen los cobardes. Tú… vas a liberar.

Entonces Guadalupe le mostró su propia carta, guardada en un relicario de plata. El papel estaba manchado de algo oscuro que Refugio no quiso reconocer.

Un golpe en la puerta la sacó del recuerdo. Afuera, la familia Mendoza esperaba. La madre, una mujer de manos callosas y ojos rojos, sostenía una bolsa de tela con huevos y billetes arrugados. Detrás de ella, su hija adolescente, Luz, mordía una uña hasta sangrar.

—Doña… —la mujer habló con voz quebrada—. Mi padre ya no puede ni beber agua. La gangrena le está comiendo la pierna y… y grita cosas que no deben repetirse.

Refugio asintió. No necesitaba explicaciones. Tomó su rebozo negro, tejido con lana de borrego y bordado con símbolos que solo ella entendía, y lo envolvió alrededor de un objeto pesado: la mano de obsidiana, tallada en forma de garra y heredada de Guadalupe.

—¿Es pecado lo que hace, doña? —preguntó Luz con lágrimas brillando en los ojos—. El padre Tomás dice que solo Dios decide cuándo morimos.

Refugio se detuvo en la puerta. El viento levantó su vestido, revelando por un instante cicatrices en sus tobillos, marcas de dientes antiguos, como si algo la hubiera arrastrado de niña.

—El pecado, niña —dijo sin volverse—, es dejar que el dolor le gane terreno al alma.

Caminó hacia la casa de Rosalío bajo un cielo cargado de nubes que ocultaban la luna. En la calle principal pasó frente a la tienda de Don Juan, donde un televisor parpadeaba con un anuncio extraño:

Red Bliss: cambia tu dolor por un deseo. Descárgalo ya.

Un grupo de jóvenes reía en la puerta. Uno de ellos, con camiseta de futbol y el logo de Red Bliss tatuado en el cuello, mostraba un teléfono nuevo.

—Subí una foto de la tumba de mi abuela y ¡pum! Me llegó esto. ¿Qué tal?

Refugio apretó la obsidiana bajo el rebozo. Tonterías de jóvenes hambrientos de tragedia, pensó. Pero algo en el brillo del teléfono la hizo estremecerse.

Al cruzar el puente de madera sobre el río, el aire se volvió helado. Los perros que la seguían comenzaron a aullar, retorciéndose como si les clavaran agujas. Entre los sauces, una figura blanca se deslizó.

La Llorona no lloraba. Reía.

Su vestido, empapado y cubierto de lodo, arrastraba algas del río. Su risa era hueca, como un eco de campanas rotas, y los aullidos de los perros parecían responderle.

—Si vienes por mí —gruñó Refugio, ocultando el temblor de sus manos—, tendrás que hacer fila.

La figura alzó un brazo esquelético. En su mano brillaba una carta de lotería: la Muerte. Refugio cerró los ojos. Cuando los abrió, solo quedaba el rumor del río y un olor a podredumbre dulzona.

La casa de Rosalío estaba al final del sendero, con las ventanas tapiadas. Al entrar, el hedor a carne gangrenada la envolvió. Sobre la mesa, junto a una botella de mezcal, alguien había dejado un tablero de lotería. La carta de la Muerte estaba boca arriba, manchada con una gota de sangre seca.

—Ya era hora… —dijo Rosalío desde la cama. Su pierna cubierta de vendas supuraba pus, y sus ojos amarillentos seguían cada movimiento de Refugio—. Hasta tú te tardaste, Consoladora.

Ella no respondió. Sacó la mano de obsidiana y comenzó a cantar en voz baja una canción de cuna que su abuela le enseñó. El viento gemía contra las paredes, pero entre los lamentos se coló un sonido imposible: el jingle de Red Bliss, proveniente de un radio roto.

Capítulo 2. El ritual de la obsidiana

La casa de Rosalío crujía como un ataúd viejo. Las vigas, carcomidas por termitas, se combaban bajo el peso de los años. En las paredes, los retratos de difuntos —abuelos, tíos, un bebé en brazos de una madre difusa— vigilaban con ojos borrosos. Rosalío yacía en un catre de metal, la pierna gangrenada envuelta en trapos que supuraban un líquido verdoso. El olor era insoportable, dulzón como fruta podrida al sol.

Refugio entró sin hacer ruido, pero él la sintió. —¿Viniste a consolarme… o a vengarte? —tosió, mostrando dientes manchados de sangre. —¿Recuerdas cuando bailamos El Son de la Negra el día de la Virgen? —su voz era un hilo, pero su mano atrapó la de Refugio con fuerza sorprendente para un moribundo—. Llevabas ese vestido rojo que te prestó Esperanza… y cuando giraste, me mirabas como si yo fuera el mismo diablo.

Un nudo cerró la garganta de Refugio. El vestido, rojo como la grana, lo había devuelto con una mancha de sangre que nunca pudo explicar. Era su secreto… y el de Rosalío.

Aquella noche, tras el baile, Rosalío la empujó contra la pared de la iglesia.

—Eres más fría que la luna —le susurró, borracho de mezcal.

Refugio le arañó la cara, dejando tres marcas que aún conservaba. Pero ella tampoco salió limpia de aquel encuentro.

—Esperanza nos vio —continuó Rosalío, con sonrisa amarga—. Por eso la consolaste tan rápido cuando el cáncer la atrapó, ¿verdad? —tosió, escupiendo un coágulo negro—. Te dije que no fue mi culpa lo del perro… Sé que nunca me perdonaste.

Días después, el xoloitzcuintle negro de Refugio apareció colgado del puente. Rosalío, ebrio, se culpó a sí mismo —Solo era un maldito animal…

Ella no lloró. Esa noche cantó La Llorona frente a su casa, abrazando el cuerpo marchito del perro.

Ahora, frente al catre, Refugio desplegó su rebozo como si fuera un manto ritual. La obsidiana brilló bajo la luz temblorosa de las velas.

—No soy yo quien guarda rencores, Rosalío —dijo, acercándose—. Es la tierra, y ella tiene memoria larga.

Apoyó la piedra en su sien. Rosalío temblaba, viendo fragmentos de su vida arder en visiones rotas.

—No maté a Esperanza —susurró Refugio—. Solo le mostré la puerta.

Diez años atrás, en esa misma habitación, Esperanza había muerto de cáncer. Refugio, más joven pero igual de hierática, había cantado La Llorona mientras la obsidiana presionaba contra su frente. Rosalío juró ver el alma de su esposa elevarse como humo de copal.

Él intentó reír, pero solo emitió un quejido. Afuera, el viento golpeaba la ventana. De la tienda cercana llegaba un eco metálico: —¡Cambia tu dolor por poder!…

El minero escupió sangre espesa en el suelo. —¡Mátame, maldita sea! —rugió, arrojando el crucifijo contra la pared. Refugio acercó la obsidiana. Rosalío se arqueó, convulsionando. Un chorro negro brotó de su boca. Desde el pasillo, una muchacha de trenzas finas irrumpió gritando:

—¡Asesina! ¡El diablo te va a quemar!

En ese momento, un recuerdo atravesó su pensamiento. La noche en que Rosalío abuso de ella, regresó a su casa y se encerró en el baño, tomó unas tijeras oxidadas y se cortó el cabello hasta dejar mechones como serpientes muertas en el suelo.

—Nunca tendré hijos —juró a su reflejo sangrante. Y cumplió.

—Canta La Valentina… como en el cerro —suplicó Rosalío, aferrado a la sábana sucia.

Ella cerró los ojos y su voz áspera llenó la habitación:

—Si han de matarme mañana… que me maten de una vez…

La obsidiana tocó la sien izquierda de Rosalío quien arqueó la espalda. Una sombra se desprendió de su cuerpo y las velas se apagaron de golpe.

—Gracias… —susurró una voz en la oscuridad.

Murió con una lágrima seca en la mejilla. Refugio, al retirar la piedra, descubrió su propia palma herida. Visiones la asaltaron: Esperanza con el vestido rojo, el xolo colgado del puente, la mancha de sangre en la falda. Al salir, tropezó con Luz, la nieta escondida tras la puerta, la adolescente apretaba contra el pecho la carta de la Muerte y clavaba sus uñas pintadas de un color rojo descarado.

—No fui yo —balbuceó—. El mazo de la abuela está intacto en su casa. Pero… apareció en mi almohada después de descargar Red Bliss.

Refugio le tomó el mentón, obligándola a mirarla. En sus pupilas vio una cueva con el logo de la aplicación tallado en piedra, sombras susurrando nombres, y un hombre atado a un altar con la carta de la Muerte en el pecho.

—Me dijeron que sanaría al abuelo —Luz sollozó—. Solo pedían mi nombre completo.

Refugio palideció. En San Mateo todos sabían: entregar el nombre era entregar el alma.

—¡Llévesela! ¡No quiero morir como él! —gritó Luz, arrojando la carta al suelo antes de huir a la noche. Refugio la recogió. Al tocarla, una descarga la atravesó. Nuevas visiones: Luz con los ojos negros recitando un idioma extraño, una fila de sombras entrando a la cueva, la Llorona vestida de rojo en el río. Esa noche, mientras quemaba hierbas amargas en su altar, la cicatriz de su tobillo comenzó a moverse, como un gusano bajo la piel, al verse en el espejo, su reflejo sonrió con los dientes afilados de un nahual.

Capítulo 3. La niña que jugó con Red Bliss

La casa de Refugio olía a tierra mojada y desesperación. Las veladoras negras del altar titilaban, iluminando los símbolos rojos que Alma, de dieciséis años, tenía grabados en la piel. Doña Sofía, su madre, se retorcía las manos frente a la puerta, el rebozo manchado de lodo y lágrimas.

—¡Hasta los perros le ladran, doña! —gritó, señalando a la muchacha tendida en la estera. Alma tenía los ojos blancos, opacos como huevos podridos—. Anoche habló en lengua de muertos…

Refugio se inclinó. Los símbolos no eran simples marcas: brillaban, como si bajo la piel de la joven corriera lava. El olor a azufre le quemó las fosas nasales.

—¿Qué le pidió a la app? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.

Meses atrás, otra muchacha había tocado su puerta. Se llamaba Teresa, de cabello azabache. Mostraba en los brazos las mismas marcas.

—Cambié un recuerdo de mi infancia por dinero —confesó—. Ahora… no puedo recordar el rostro de mi madre.

Murió una semana después. En su bolsillo hallaron un papel con el logo de Red Bliss y una frase en letras negras: Gracias por tu cooperación.

—Red Bliss le prometió curar su asma —dijo Doña Sofía, sacando un espejo roto de su bolso—. A cambio, le pidió que escribiera su nombre completo aquí… con su propia sangre. Refugio tomó el espejo. En el reflejo, por un instante, el rostro de Alma fue reemplazado por una calavera con el logo de la aplicación grabado en la frente.

—Esto no es posesión —murmuró, colocando la obsidiana sobre el pecho de la joven—. Es un trueque… y Alma ya pagó.

La muchacha se incorporó de golpe. Sus ojos ahora se habían vuelto negros, pozos de chapopote.
Tlazohcamati, Consoladora —dijo en un náhuatl perfecto. La piel le sangraba por los símbolos incandescentes—. Red Bliss tiene una deuda contigo… ¿recuerdas al nahual que te marcó? El aire se espesó. Refugio retrocedió, pero Alma la atrapó del brazo con fuerza sobrehumana.

—Te dieron la carta, pero no te dijeron que tu nombre ya estaba pactado. ¿Crees que salvas almas? —rugió con voz de hombre adulto—. Eres la cerradura, no la llave.

Refugio recordó. A los doce años, fue arrastrada al río por una bestia con ojos de jaguar y colmillos de víbora. El nahual con sus garras le cortó parte del tobillo y susurró:

—Tu sangre ahora es mía. Su abuela la rescató, pero la cicatriz nunca sanó bien y a veces sangraba.

—¡Suelta a mi hija, maldito demonio! —gritó Doña Sofía, lanzando un cántaro de agua bendita. El líquido estalló sobre Alma, y la habitación se llenó de un alarido. Las sombras de la habitación se retorcieron y tomaron una forma ya conocida por Refugio.

—No puedes ganar, Refugio —susurró, antes de desvanecerse—. Cada alma que “consuelas” nos alimenta. Refugio encendió copal, rodeó a la muchacha con flores de cempasúchil y colocó la carta de la Muerte sobre su corazón.

—Mictlantecuhtli, señor del inframundo —cantó en náhuatl—. Te devuelvo esta alma… rompe el trueque. La chica se convulsionó. Los símbolos rojos estallaron en llamas azules y de su boca emergió un enjambre de moscas que trazaron en el aire las palabras: Gracias por tu cooperación. La joven colapsó. Murió con el teléfono en la mano. La pantalla mostraba un mensaje dirigido a Refugio:

Hola, Refugio. Tu nombre completo: Refugio Guadalupe Velasco Díaz. ¿Quieres liberarte? Ofrécenos algo…

Doña Sofía, enloquecida, corrió hacia el río con el cadáver de su hija. Refugio no la siguió. Se quedó mirando el espejo roto. Allí no vio solo las cicatrices del nahual en su tobillo… sino también una sombra con su propio rostro, sonriendo con dientes de obsidiana.

Capítulo 4. La danza de las dos muertes

La choza donde vivía Alma olía a incienso quemado y desesperanza. Refugio colocó flores de cempasúchil alrededor del cuerpo de la joven; sus pétalos brillaban como brasas bajo la luz de la luna llena. En el altar, la carta de la Muerte de la lotería temblaba, como si el esqueleto dibujado intentara escapar del papel.

—No fue posesión —murmuró Refugio, encendiendo el copal—. Es un secuestro del alma.

Años atrás, la abuela Guadalupe le había advertido mientras recolectaban hierbas en el cerro:

—Los que juegan a ser dioses cavan pozos sin fondo, niña. Su codicia rompe el equilibrio… y el equilibrio roto se cobra en sangre.

Esa misma noche hallaron a un hombre colgado de un mezquite. Lo buscaban en los pueblos vecinos por robar las reliquias y alcancías de los altares de la Virgen de la Soledad y de San Marcial, patronos de las comunidades.

La chica muerta, se incorporó de golpe, sus ojos eran cuencas vacías que destilaban sangre espesa. Los símbolos tatuados en su piel se retorcieron hasta formar un mensaje: El Mictlán te espera, Refugio.

—Red Bliss ya tiene tu nombre —rugió con voz de mil susurros, mientras el viento apagaba las velas— Refugio apretó la carta contra el pecho de la joven, la obsidiana en su rebozo ardía como si el nahual la estuviera mordiendo otra vez.

—Mi consuelo —dijo, clavando la mirada en esas pupilas vacías— es saber que el dolor no ganará mientras yo respire. Las flores de cempasúchil ardieron solas, el humo se intensificó mostrando sombras en las paredes que se alzaron como serpientes, susurrando oraciones en una lengua muerta. La carta de la Muerte se fundió con la piel de Alma, dejando una cicatriz en forma de esqueleto danzante.

—¡No puedes salvarla! —gritó el cuerpo de la chica entre convulsiones, golpeando el suelo con fuerza sobrehumana—. ¡Es nuestra ahora!

Un estruendo sacudió la choza. Después, el silencio. Alma yacía muerta. Nadie pudo entender porque apareció en su mano derecha un celular, que apretaba con rigor mortis después de aquella espantosa escena. La pantalla encendida mostraba un mensaje de Red Bliss:

Operación exitosa. Alma Mendoza Turrubiate ha sido transferida al Departamento de Trueques Eternos.

Esa noche, Refugio quemó hierbas amargas en una fogata junto al río que susurraba secretos bajo la luna llena. Se arrodilló en la orilla; saco otra carta de la Muerte que ardía entre sus manos como una brasa maldita. El agua helada le mordía los huesos, pero el frío más cruel nacía en su interior: la duda.

—¿Qué hago, madre de los ahogados? —susurró al vacío, sabiendo que ella escuchaba—. Me enseñaron a consolar, no a luchar contra dioses.

El llanto llegó primero, después un gemido partió el aire como navaja. La niebla tomó forma: un vestido blanco podrido, cabello negro enredado de algas, manos como raíces de sauce. La Llorona emergió del agua. No lloraba, reía.

—Tú y yo somos espejos rotos, Refugio —dijo con voz de niña y anciana a la vez—. Tú consuelas a los que el río reclama… yo ahogo a los que el río me roba. ¿Quién es más cruel?

Refugio no retrocedió. Las cicatrices de su tobillo palpitaban, recordándole la noche en que el nahual la arrastró a ese mismo río.

—Necesito saber si esos mensajes tienen razón —levantó la carta brillante—. ¿Mi nombre ya estaba pactado antes de nacer?

La Llorona avanzó; gotas de agua negra caían de su vestido y quemaban la tierra como ácido.

—Tu abuela te dio la carta, pero fue el río quien te eligió —sus dedos esqueléticos rozaron la cicatriz del nahual—. Esa marca no es maldición, es contrato. El nahual te mordió porque eras débil; ahora que eres fuerte, ¿por qué no lo muerdes tú?

El viento arrancó lamentos de los árboles. Refugio miró su reflejo en el agua, por un segundo vio a la chica que fue, con el vestido rojo manchado de sangre.

—¿Y si fallo? —preguntó, sin reconocer su propia voz.

La Llorona se desvaneció en la niebla, dejando una frase flotando sobre el río:

—Las que consolamos nunca fallamos… solo nos sacrificamos.

En la orilla opuesta, una sombra con ojos de jaguar observaba en silencio.

Capítulo 5. La última madre

El aire en San Mateo del Viento olía a cempasúchil marchito y resentimiento. Bajo un cielo plomizo, el pueblo se reunió en el panteón. El cuerpo de Alma descansaba en un ataúd blanco pintado con símbolos rojos que nadie reconocía.

Los niños, descalzos y con máscaras de cartón, coreaban una cantinela que helaba la sangre:

—«La Muerte viene, la Muerte va… la que te salva, te llevará…»

Refugio se mantuvo al margen, su vestido negro fundiéndose con la sombra de un ahuehuete ancestral. Las miradas del pueblo eran cuchillos.

—Falló —susurró una mujer al pasar—. La Consoladora ahora es cómplice.

A los dieciocho años, Refugio se había mirado en el espejo quebrado de su cuarto. Las cicatrices del nahual en su tobillo latían como un segundo corazón.

—¿Alguna vez tendré paz, abuela? —preguntó, temblando.

Guadalupe, envuelta en humo de copal, respondió mientras trenzaba su cabello:

—La paz no es para nosotras, niña… Somos puentes, no destino. Y los puentes solo descansan cuando se derrumban.

Un viejo del pueblo, don Cesáreo, se acercó tambaleante. Su aliento apestaba a mezcal y rabia.

—Dicen que Alma usó esa app del diablo para curarse —escupió, señalando el ataúd—. Pero la muerte no se burla, ¿eh?

Refugio no apartó la vista del río que serpenteaba tras el panteón.

—La muerte no es burla —dijo con calma—. Es justicia silenciosa… y muchas veces, la justicia duele.

Esa noche caminó hasta el río con la carta de la Muerte en la mano. Las aguas brillaban bajo la luna como cuchillos de plata.

—Si no puedo romper el pacto, entonces… te entregaré la carta —susurró, empapándola con una mezcla de agua especial tocada por aquel ente.

Unas llamas azules brotaron y el río cantó mientras el papel se convertía en ceniza. Pero al amanecer, la carta estaba de nuevo en su delantal, intacta.

En la orilla opuesta, una niña con vestido de comunión la observaba. Sus ojos inyectados de rojo brillaban en la penumbra, y un hilo escarlata rodeaba su cuello como collar.

—¿Qué hiciste? —gritó Refugio.

La niña sonrió y huyó entre los sauces, dejando tras de sí un eco difuso… —Entrégate y podremos cruzar…

El río rugía, Refugio entró en el agua, su vestido negro pegado al cuerpo como segunda piel, ahora nuevamente la carta ardía en su mano, no con fuego, sino con un frío que le quemaba las venas. En la orilla, el pueblo la seguía con antorchas, lanzando gritos que el río tragaba:

—¡Bruja! ¡Asesina!

—¡Alma y Rosalío pesan en tu conciencia!

No se volvió. Sabía que la verdadera batalla no era contra ellos, sino contra el río que la había engendrado y ahora la reclamaba.

En su lecho de muerte, Guadalupe le había tomado la mano con fuerza:

—Cuando llegue tu hora, nieta, no llores… El río no perdona a las que temen mojarse.

El agua le llegaba a la cintura cuando la Llorona emergió. Esta vez no era niebla, era carne podrida y ojos de charco estancado.

—¿Viniste a consolarme, hermana? —burbujeó la entidad, escupiendo sanguijuelas—. O… ¿a unirte a mi coro?

Refugio con la poca fuerza que le quedaba, logró alzar la carta que la quemaba de frío. El esqueleto danzante se retorció, transformándose en un nahual de tinta que gruñó contra la Llorona.

—Vine a cerrar el puente —dijo, clavando la carta en su propio pecho—. El que tú y esa cosa abrieron.

La cicatriz en su tobillo estalló, liberando un enjambre de luciérnagas que devoraron las sombras del río. La Llorona gritó hasta desgarrarse, disolviéndose en el lodo. El agua se tiñó de rojo. El pueblo vio cómo el cuerpo de Refugio se desintegraba en miles de flores de cempasúchil, que flotaron río abajo como un entierro sin ataúd.

Epílogo: Tres lunas después

El pueblo de San Mateo del Viento intentó olvidar, pero en las noches de lluvia el río canta con dos voces:

Una, de niña, que susurra canciones de cuna.

Otra, de anciana, que responde con versos de la Llorona.

En la orilla, una figura vestida de negro aparece, sosteniendo una carta brillante. Los que se atreven a mirar juran ver los ojos de Refugio… y escuchar un murmullo en el aire:

—Liberación concedida…

Bajo la luna nueva, Luz —con su vestido manchado de barro y sangre seca— se arrodilló en la orilla. Sus dedos, cubiertos de símbolos rojos idénticos a los de Alma, escarbaron hasta encontrar la mano de obsidiana. La piedra vibró con un resplandor verde venenoso.

—Gracias, madrina —susurró, acariciando la herramienta—. Ahora yo seré la Consoladora. Entre los árboles, una silueta con cabeza de jaguar asintió en silencio. Cerca del puente, la niña del vestido de comunión ya no huía. Sonreía, mostrando un colmillo de obsidiana, y susurraba al viento:

—¿Quieres consuelo? El premio es un deseo… pero el precio es el nombre de alguien que amas.

En San Mateo del Viento, la muerte nunca es final. Es un espejo roto donde los vivos miran sus miedos… y los valientes, su redención. Pero cuidado con el río, porque sus dos caras aún se besan en la oscuridad y a veces, ese beso no calma… da hambre. Cuando Luz guardó la obsidiana en su cuarto y revisó su teléfono, la pantalla mostraba un mensaje inesperado de Red Bliss:

«Bienvenida, nueva usuaria: Luz Velasco Turrubiate. Nivel desbloqueado: Consoladora. Recuerda, tu nombre ya pertenece al río… y al juego.»

Un escalofrío recorrió su espalda. La carta de la Muerte brilló en su mano, y por un instante, creyó ver los ojos de La Llorona, guiñándole desde la oscuridad.

FIN.

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