Las cenizas del marido llevaban años dentro de aquel cofre de madera que les habían regalado por su boda y que colocó en la repisa del salón el día que volvió del crematorio con los polvos del esposo muerto entre los dedos.
Apenas añoraba a aquel nombre blando que se movía por la casa como una sombra asustada y que nunca había sido capaz de hilar tres frases seguidas o de soltarse en una carcajada grande y sonora. Así que para la viuda Marité, las cenizas eran casi lo mismo que aquel marido insulso y desgarbado.
De cuando en cuando la hermana del difunto visitaba a la viuda y se lamentaba de la muerte del hermano, se lamentaba de la falta de algún sobrino y se lamentaba de que aquel infeliz no hubiese dejado alguna herencia a la hermana.
Una de aquellas aburridas tardes de visita, la viuda Marité cocinó una tarta de nata y chocolate, una tarta hecha con mimo que decidió aderezar con las cenizas que guardaba en el cofre y que esparció amorosamente entre el denso chocolate para moldear la masa que horneó con primor.
Esa tarde, y entre las continuos lamentos de su quejumbrosa cuñada, la viuda Marité le sirvió una generosa ración del pastel tan delicadamente elaborado con los restos del hermano y sonrió aliviada de haberles dado tan buen fin.
OPINIONES Y COMENTARIOS