He estado teniendo malos días.

El cuerpo me pesa, el pecho se me hunde,

y entre fiebre y silencios,

su nombre vuelve a mí como un pulso que no cesa.

Extraño la forma en que nos cuidábamos.

El té que ella preparaba sin preguntar,

sus manos midiendo mi temperatura en la frente,

la calma con que decía: descansá, yo me encargo.

Ahora el silencio cuida poco.

Me cubro con las mismas frazadas,

pero no abrigan igual.

Y en la cama donde antes cabíamos las dos,

ahora me sobra todo el lado izquierdo.

Intenté borrarla hoy,

sus fotos, su risa guardada en el teléfono.

Pero el dedo tembló,

no pude.

Borrarla sería aceptar que se fue de verdad,

y todavía no me atrevo a pronunciarlo en pasado.

Pasé por su casa, caminando despacio,

como si mis pasos pudieran convocarla.

No salió.

No había nadie,

solo el reflejo de mi propia espera.

Siento celos de su mundo,

de las personas que ahora la rodean,

de quien escuche su voz sin saber

que ese sonido fue mi casa.

Siento rabia también,

porque ella no escribe,

solo responde,

como si yo fuera una visita que no se atreve a echar.

Y sin embargo, la amo.

Aunque me duela, aunque no deba.

La amo desde el silencio,

desde esta enfermedad sin remedio

que no se cura con pastillas,

sino con tiempo,

y con un poco de olvido,

cuando el olvido se digne a llegar.

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