Drygut Solitario

Drygut Solitario

Khampostel

13/11/2025

# Parte 1

Entre las cumbres de unas altas montañas, la luz del amanecer se filtraba lentamente a través de las nubes, iluminando el extenso valle verde que descendía por sus laderas.

Era el inicio de un nuevo día en aquel valle de densos bosques y prados abiertos, atravesado por un caudaloso río que se precipitaba en múltiples y majestuosas cataratas.

En el centro del curso fluvial, sobre la mayor de aquellas caídas, se alzaba, desafiante, una pequeña isla: hogar de un pueblo pintoresco y densamente poblado.

Más moderno que rural, aquel asentamiento aislado del mundo era una comunidad pacífica y agraria que había vivido siempre en armonía con su entorno.

O al menos, hasta esa mañana.

Menos de una hora después del amanecer, las campanas comenzaron a repicar en todas direcciones, arrancando a los habitantes de su plácido sueño. No eran las campanas habituales que marcaban la jornada: eran un presagio inequívoco, un aviso de peligro.

Al sur de la isla, los granjeros —que despertaban más temprano que nadie— corrían de un lado a otro, gritando con voces desgarradas la terrible sorpresa que habían descubierto.

Un hecho sin precedentes: los depósitos de alimentos, celosamente custodiados para tiempos de escasez, habían sido destrozados y saqueados. Y lo peor era la posible identidad del atacante.

Las huellas de enormes garras y las perforaciones en los silos lo delataban: un monstruo de gran tamaño.

El temor se propagó como fuego, sumiendo al pueblo en el caos. Gritos y lamentos resonaban desde cada rincón, extendiéndose hasta los alrededores.

Incluso las aves locales revoloteaban inquietas sobre los tejados, como si compartieran la ansiedad de los habitantes.

Pero más arriba, en lo alto del firmamento, entre las nubes, otra figura se deslizaba silenciosamente, observando todo desde las alturas.

A primera vista podía confundirse con un águila gigante, dada su envergadura, pero al observarla más de cerca se hacía evidente que no lo era.

La criatura lucía un plumaje negro como la noche, con el cuello y la cabeza desnudos en una piel brillante y roja como un tomate maduro. En su rostro aviar se destacaban ojeras azuladas y cejas exageradas, bajo las cuales colgaba, como un diente podrido, un grueso y algo deformado pico amarillo.

Aquel ser sin encanto, que parecía un improbable cruce entre un pavo y un halcón, era exactamente lo que aparentaba: un pavo-halcón.

Más precisamente, era Drygut, el pavo-halcón, que ahora planeaba despreocupado sobre el pueblo, deleitándose con el alboroto de sus habitantes.

Desde lo alto soltó un cloqueo burlón, cargado de malicia, que resonó en el aire. El desorden en el pueblo era música para sus oídos. Nadie conocía la verdad mejor que él: Drygut sabía perfectamente quién había atacado al pueblo en la oscuridad de la madrugada.

Drygut lo había hecho. Drygut era el culpable.

Con el pecho hinchado de orgullo y el estómago satisfecho con la comida robada, la enorme ave se perdió entre las nubes, alejándose con pereza del caos que había sembrado.

[—]

Los pavo-halcones eran aves oportunistas y rapaces, conocidas por sus largos vuelos migratorios entre el sur y el norte de aquel mundo. Capaces de atravesar océanos, siempre dejaban tras de sí un rastro de desolación similar al de una plaga de langostas. Para los granjeros, eran un desastre natural viviente; para otros, una amenaza monstruosa. Aunque su dieta habitual consistía en vegetales y cereales, no dudaban en cazar presas vivas cuando la ocasión se presentaba.

Drygut no era la excepción. Insatisfecho con el festín de horas antes, volaba ahora a mediana altura sobre el río, en busca de otra presa desprevenida.

Su suerte parecía buena: no tardó en encontrarla.

Difusa entre la niebla, sobre un puente ruinoso, la silueta de una criatura con cuernos se agitaba.

Los pavo-halcones no tenían una vista tan aguda como la de las águilas, y Drygut no era diferente; la bruma le dificultaba distinguir qué clase de ser tenía delante.

Podría tratarse de una venenosa serpiente nariz de aguja, o quizá de una peligrosa cría de hidra. Pero, para Drygut, que fantaseaba con una jugosa rana-toro, el riesgo valía la pena.

Sin pensarlo dos veces, descendió en picada y atrapó entre sus garras a la criatura que se aferraba al puente. Con un corto vuelo la llevó hasta la orilla, la arrojó sobre la arena y se preparó para devorarla.

No obstante, se detuvo en seco al descubrir de qué se trataba.

No era una rana-toro. Era algo inesperado y, a la vez, desagradablemente familiar.

«¡Puf, paf! ¡Gracias al cielo, estoy rescatada! ¡No-ahogada! ¡Digo, salvada!» exclamó la Kirin al caer sobre la arena, escupiendo agua. «¡Un momento! ¿Quién ha sido mi ángel salvador? ¿Mi héroe con plumas?»

La Kirin se volteó y, al cruzar miradas con Drygut, su expresión de alivio se transformó en puro terror.

«¡Ahhh, no, espera, alto! ¡No me comas! ¡Soy fibrosa! ¡Muy fibrosa! ¡No me he bañado en días! ¡Como pescado y cactus! ¡Bueno, no literalmente cactus, pero podría! ¡Te lo juro!»

Drygut no respondió; solo la observaba en silencio.

«¡Por favor, no! ¡Nooo!» siguió suplicando la Kirin entre lágrimas y manotazos desesperados que parecían más una representación teatral que un ruego auténtico.

Aun así, Drygut no se movió.

Tras interminables segundos de actuación dramática combinada con rezos, la Kirin quedó exhausta. Dejó de gritar y adoptó una postura de resignación.

Pero nada ocurrió.

«Ughhh… ¿eh?» murmuró, cerrando los ojos mientras esperaba su final. Al cabo de unos instantes, abrió uno con cautela para espiar a su supuesto verdugo.

Drygut seguía allí, inmóvil. Pero ya no la miraba: tenía la vista perdida en algún punto lejano.

«¿Eh? ¿Eeeeh?» La Kirin parpadeó confundida. «¿No hay mordidas? Quiero decir, ¿picotasos? Es porque no tengo buen sabor… ¡no es necesario que lo compruebes! Solo quiero aclarar que soy muy higiénica, no sucia como dije antes… jejeje. Espera, espera… ¡Un momento!» Sus ojos se abrieron como platos. «¡Esto significa que…! ¡¿Realmente querías salvarme?!» exclamó de pronto la Kirin, sorprendida por su propia conclusión. Su rostro se iluminó con una sonrisa radiante. «¡Wow, wow! ¿¡Es en serio!? ¡No sabía que los de tu tipo hicieran ese tipo de cosas! No es que los esté discriminando por ser malos, pero… ¡esto es increíble! Mis amigos de la tribu no me lo van a creer, nadie me lo va a creer, yo misma no lo creo, sin ofender, claro…»

La Kirin siguió parloteando sin parar, mientras Drygut, indiferente, comenzaba a alejarse, dejándola de escuchar por completo.

De repente, desplegó sus alas y, con un poderoso aleteo, se elevó en el aire.

«¡Espera, amigo, no te vayas! ¡Sé que hablo mucho—mis amigos siempre me lo dicen—pero esta vez necesito ayuda! ¡Oooohhh! ¡Estoy perdida! ¡No conozco esta zona! ¡Amigooo!» gritó la Kirin, persiguiéndolo entre tropezones, agitando las patas en el aire como si eso pudiera detenerlo.

Pero Drygut, dejando atrás a la parlanchina criatura, se desvaneció en la niebla del valle.

[—]

Horas después, en lo alto de una colina rocosa, sentado sobre un nido de ramas podridas, Drygut contemplaba la gris extensión del valle.

No se hallaba bien, y no era por el frío intenso que lo envolvía.

«Pur, pur, pur…» canturreó con tristeza.

El encuentro con aquella extraña criatura semejante a un poni le había arrebatado el poco ánimo que había reunido en la mañana.

Comer en exceso solía bastar para enterrar sus problemas, pero esta vez no surtía efecto.

«Pur, pur, pur…» volvió a gimotear, abatido.

El clima había cambiado radicalmente desde la mañana. Oscuras nubes cubrieron el cielo, y la lluvia pronto comenzó a caer. La cabeza colorada del pavo-halcón se ocultó bajo el plumaje.

Se sentía miserable.

Con solo verlo, cualquiera con suficiente conocimiento de los pavo-halcones habría adivinado la causa: Drygut estaba solo.

Aquellas aves vivían en clanes numerosos y sociables. Había jerarquías y ocasionales disputas violentas, pero en general reinaba la camaradería. Un pavo-halcón solitario era una rareza.

Y Drygut sabía con amargura por qué se encontraba en esa situación.

Semanas atrás, se había separado de su clan por una negligencia propia. Desorientado, terminó envuelto en un peligro del que, por diversos factores, logró escapar gracias a criaturas mucho más pequeñas que él. Aunque consiguió regresar a salvo a su clan tras recuperarse, lo recibieron con hostilidad. Se había corrido el rumor de que había aceptado ayuda de esas criaturas y, peor aún, que se había hecho amigo de ellas.

Para los pavo-halcones, aquella conducta hacia especies consideradas inferiores era inadmisible. Orgullosos y altivos, jamás toleraban la idea de necesitar la ayuda de nadie aparte de los de su propia raza. Drygut trató de convencerlos de que todo era un malentendido, un montón de chismes sin fundamento, pero el líder del clan, el temible Fathungry, estaba ausente. El juicio quedó en manos de otros que no lo apreciaban, y fue implacable.

Su sentencia fue el exilio.

Incapaz de aceptarlo, Drygut armó un escándalo, pero no sirvió de nada. Lo único que obtuvo de aquellos hermanos que aún le guardaban afecto fue una pequeña bolsa de suministros y la misericordiosa oportunidad de marcharse sin las alas rotas.

Con un profundo dolor, abandonó a los suyos, cargando con la inmerecida amenaza de muerte si alguna vez regresaba.

Pero Drygut no creía en esa última promesa. Como el líder no había dictado la sentencia, estaba convencido de que aún podía rebatirla. Sin embargo, ¿cómo demostrar su inocencia? ¿Cómo recuperar su orgullo ante los suyos?

No importaba cuánto lo pensara: no hallaba respuesta.

La lluvia arreció sobre su cuerpo, ocultando las pequeñas lágrimas que rodaban por sus ojos. El pequeño corazón de aquella gran ave estaba herido por la soledad que lo envolvía, y el sentimiento de abandono lo devoraba desde dentro.

«Pur, pur, pur…»

El lamento de Drygut se perdió entre la tormenta, mientras el sueño y el dolor lo arrastraban hacia pensamientos sombríos y recuerdos lejanos del pasado.

[—]

Mucho tiempo atrás. En un recuerdo lejano. En un cielo olvidado…

Él, un joven Drygut, agitaba sus alas con todas sus fuerzas, apenas logrando mantenerse en vuelo.

Delante de él, un gran pavo-halcón volaba sin esfuerzo sobre un firmamento azul y despejado.

«Hijo mío, mira» dijo la profunda voz de su padre.

El joven Drygut levantó la mirada y vio un objeto semejante al sol flotando en el horizonte. Aunque se asemejaba al gran astro que conocía, comprendió de inmediato que no podía ser el mismo, pues aquel verdadero sol brillaba pálido a sus espaldas.

«¿Qué es eso, padre? Parece el sol…» preguntó Drygut, asombrado, observando aquella misteriosa esfera amarilla y blanca.

«Este es el falso sol que los antiguos dioses colocaron para gobernar el mundo…»

«Ho…» respondió Drygut, sin comprender del todo las palabras de su padre.

Padre e hijo continuaron su vuelo. No estaban solos: a su alrededor, más pavo-halcones avanzaban en formación. Todos los clanes se habían reunido para una migración extraordinaria hacia el Gran Norte que solo ocurría una vez cada ciento setenta y cinco lunas.

Un viaje inaudito hacia un destino inaudito.

La gigantesca esfera amarilla crecía en tamaño a medida que se acercaban. Todos los pavo-halcones la alcanzaron y comenzaron a rodearla en círculos. Poco a poco formaron una enorme espiral ascendente, como una escalera negra que los conducía cada vez más alto en el cielo.

Drygut, en medio de aquel vuelo imposible, sentía el oxígeno escapar de sus pulmones.

El aire se volvía más frío. Respirar era dolor. El oxígeno se le escapaba.

«Aguanta» ordenó su padre con firmeza.

Drygut siguió adelante, agotado, apenas viendo cómo dejaban atrás la gran esfera y continuaban elevándose.

El dolor se intensificaba. La vista se le nublaba. Podía oír los chillidos de otros pavo-halcones; borrosamente, alcanzó a distinguir la sombra de jóvenes que caían de la espiral y desaparecían en la luz del inmenso falso sol…

«¡Padre!» chilló Drygut, ya incapaz de ver.

«¡Falta poco, resiste!» ordenó de nuevo su padre.

Drygut agitaba las alas con desesperación, pero ya no sentía que se elevaba. El miedo lo invadía, aunque aún creía que su padre estaba delante, que todavía podía alcanzarlo… hasta que…

Los pensamientos de Drygut se apagaron.

De pronto, lo que antes era blanco y brillante se volvió negro. Se sintió ligero, el dolor desapareció y nuevamente pudo respirar.

Era como volar sin batir las alas, como caer en un abismo y, al mismo tiempo, sentir que todo se precipitaba hacia él, empujado por un viento divino… hasta que despertó.

«Estoy muerto…» se dijo incrédulo, aún desorientado. No se dio cuenta de que ya estaba en tierra, con su padre sentado a su lado.

«No, hijo. Estás vivo…» respondió su padre con orgullo, colocando una de sus grandes alas sobre él.

Drygut quiso contestar, pero no pudo. Toda su atención quedó atrapada en el fascinante entorno que lo rodeaba. Giró la cabeza, contemplando cómo el mundo había adoptado una forma y un color nuevos.

Allí, en uno de los extremos de los cielos, existía otro cielo oculto sobre el recóndito gran norte. Encima del falso sol, una vez por cada equinoccio, se abría una puerta hacia ese lugar olvidado.

Drygut estaba de pie sobre un suelo de infinita blancura, bajo un cielo rojo. A sus lados, en filas solemnes, todos los pavo-halcones adultos permanecían erguidos como devotos feligreses, mirando absortos en una misma dirección. Algunos cloqueaban en rezos, otros extendían las alas al firmamento; todos atentos, todos vigilantes de lo que se aproximaba.

Su padre también miraba en esa dirección.

Intrigado, el joven Drygut levantó la vista e intentó descubrir qué era aquello que los cautivaba.

«Este es el dios de los cielos…» dijo su padre.

Drygut comenzó a temblar ante la nítida presencia que descendía lentamente hacia ellos.

Un inmenso bloque negro se erguía sobre todo, como un cuerpo celeste cuadrado en un cielo rojo. Era un trono de proporciones titánicas, tallado de una sola piedra arrancada de las entrañas de la tierra. Sobrecogedor por su tamaño y forma, lo más impactante era, sin embargo, la presencia que lo ocupaba.

Una criatura aviar jamás vista: completamente blanca, con cuatro extremidades, cuatro alas, dos cabezas, y sobre cada una una corona de fuego. En cada garra sostenía un arma distinta, mágica y letal. Poderosa a los ojos de Drygut, pero también inquietante y siniestra.

Un dios oscuro. Nadie que lo viera podría pensar otra cosa.

«No temas, hijo… no te hará daño» dijo su padre al notar cómo Drygut se escondía bajo su ala.

«¿No?» respondió el joven, con voz temblorosa.

«El dios de los cielos voló de este mundo hace mucho tiempo. Lo que ves es solo un cascarón…»

«¿Cascarón?» repitió Drygut, confundido. Volvió a mirar a la terrible figura en el trono y, al observarla con más atención, lo comprendió.

Aquel cuerpo imponente, cuya sola presencia irradiaba poder, estaba vacío.

Los ojos del ser eran negros, agrietados, huecos. Varias partes de su cuerpo estaban resquebrajadas; algunas parecían faltantes y flotaban a su alrededor como fragmentos desprendidos.

Cadenas doradas aprisionaban sus extremidades, manteniéndolo atado al trono, incapaz de moverse… si llegaba a despertar.

«El dios de los cielos gobernó el firmamento en el pasado. Poderoso como ninguno, dominaba el sol y la luna. Incluso hizo la guerra al tercer cielo. Pero fue derrotado. Las águilas y los dragones antiguos lo encadenaron y lo desterraron. De su imperio en las nubes, solo quedó su trono y su cuerpo vacío.»

Drygut no entendía nada de lo que decía su padre… ¿Dioses? ¿Dragones antiguos? ¿Águilas? Confundido, pero aún más curioso, se apartó de su lado e intentó elevarse para ver mejor al titán muerto.

Pero sus alas no lo alzaron; torpemente tropezó y cayó al suelo.

«Tch…» resopló, molesto. No lo sabía, pero en aquel cielo no existía aire natural.

Ignorante de ello, siguió intentándolo hasta cansarse. Fue entonces, al mirar a los demás, que notó que otros jóvenes también lo intentaban. En especial uno llamado Fathungry, que saltaba rebelde, esforzándose por elevarse delante de los adultos para impresionarlos.

Así transcurrió el tiempo, envuelto en el sagrado silencio que cubría aquel enigmático evento, hasta que el gigantesco trono negro finalmente tocó el suelo blanco y comenzó a hundirse en la nada. Ningún pavo-halcón se atrevió a tocarlo o acercarse; de hecho, nadie podía hacerlo, pues un viento mágico y poderoso lo rodeaba, impidiendo que alguien se aproximara.

«¿A dónde va, padre?» preguntó Drygut, observando cómo desaparecía aquel dios olvidado en el horizonte.

«Va hacia el polo sur. Allí permanecerá hasta el próximo ciclo. Luego volverá aquí. Cuando seas mayor, deberás traer también a tu hijo y mostrarle esto» respondió su padre, volviendo la mirada hacia Drygut.

«Ah, claro… por supuesto, padre» respondió el joven, fingiendo seguridad. A Drygut le incomodaba hablar de esos temas con su padre… Aún era joven, pero pronto tendría que conseguir pareja. No sabía cómo empezar, no era bueno socializando con los otros pavo-halcones y estaba convencido de que ni siquiera sería capaz de charlar con las hembras de su especie.

En medio de un mar de dudas, Drygut dejó que sus pensamientos se perdieran en el horizonte.

Pasó el tiempo y, cuando ya faltaba poco para que el trono negro desapareciera, todos los pavo-halcones comenzaron a estirar sus alas al unísono, preparándose para el vuelo. Drygut entendió de inmediato que el momento de partir se acercaba.

Pero entonces, algo inesperado comenzó a suceder, llamando su atención. Como copos de nieve resplandecientes, del cielo rojo empezaron a caer plumas de un brillo luminoso y blanquecino.

«¡Padre, mira! ¿Qué es esto?» preguntó emocionado Drygut, pero su padre ya se había alejado; ahora se encontraba con otros adultos conversando.

El momento solemne de los pavo-halcones había pasado. Siendo ignorado, Drygut bajó la cabeza y se apartó.

Las plumas de distintos tamaños continuaban cayendo, suaves como una lluvia de verano.

«Debe ser mágico…» pensó el joven, dando saltos para alcanzar las más grandes que descendían del cielo. No sabía nada de magia, pero empezaba a intuirlo. Sin consultar a nadie, comenzó a tomar las plumas más brillantes con su pico y a guardarlas entre sus alas.

«Jajaja, tonto, tonto, eso no sirve», escuchó de pronto a sus espaldas.

Drygut se puso en guardia. Reconoció la voz de inmediato; era inconfundible. Se dio la vuelta y allí estaba otro pavo-halcón, joven como él, pero con una mirada salvaje y una sonrisa que apenas lograba desviar la atención del moco verde que asomaba por su pico.

Era Fathungry.

«No te importa», respondió Drygut, áspero, mientras continuaba recogiendo las plumas.

«Sí me importa. ‘Las plumas divinas’ son solo para el líder del clan. Ese seré yo.»

«¿Ah, sí? Pues aún no lo eres. No lo serás. Draga será el líder», replicó Drygut, aunque en realidad no tenía idea de qué hablaba Fathungry con aquello de ‘las plumas divinas’.

«¿Draga? Jajaja, ¿ese pata coja? ¡Él no es nada! Lo mataré y me comeré su corazón. ¡Todos lo verán!»

«Hazlo entonces, ahí está», respondió Drygut, señalando con una garra hacia el otro lado del grupo, donde un fornido pavo-halcón joven se encontraba rodeado de varios adultos.

«No, ahora no. Ese cobarde siempre anda con sus gallinas. Esperaré a que esté solo…» dijo Fathungry, mirando en esa dirección.

«¿Ah, sí? Pero si está solo, ¿cómo verán que fuiste tú?» se burló Drygut.

«Lo verán. Créeme, todos lo verán… jajaja», rió Fathungry con un cacareo siniestro.

A Drygut no le gustaba Fathungry; su risa lo inquietaba. Además, era un entrometido. Conocía a todos y era muy astuto. Sabía cosas que otros ignoraban y presumía de que incluso los adultos lo consultaban.

«Quizá en el futuro sí se convierta en líder del clan…» le había advertido su padre alguna vez.

«Oye, Fathungry…» comenzó a decir Drygut, dudoso. «Cuando seas líder del clan, ¿qué harás con estas plumas?»

Fathungry lo miró en silencio con aquellos ojos afilados. Justo cuando Drygut iba a preguntarle por qué lo miraba así, estalló en risas.

«¿Qué es tan gracioso?» increpó Drygut, ofendido.

«No sabes nada, eres un tonto. Jajaja. Por un momento pensé que tu padre te había contado algo interesante, pero seguro que no, jajaja.»

«¡Basta!» Drygut empezaba a molestarse. Extendió sus alas y sus plumas se erizaron.

«Ya, ya, no te pongas así. Esas plumas no sirven para nada. Solo existen en este cielo. Cuando salgamos de aquí, desaparecerán.»

«¿En serio?» respondió Drygut, sorprendido y algo decepcionado.

«Siii… Oye… me caes bien, Drygut. Te contaré un secreto. ¿Viste a ese monstruo muerto al que todos adoran?»

«Ehmm… sí. Es por eso que todos vinieron… ¿no?»

«Sí, sí, sí. ¡Estas son sus plumas!» exclamó Fathungry abruptamente, con una sonrisa torcida.

«¡Qué!» Drygut abrió mucho los ojos, mirando las plumas que había recogido.

«Siiiiii. Y si logras prenderle fuego a una de ellas y te echas las cenizas sobre el cuerpo, ¡te convertirás en el ave más poderosa del mundo!» chilló emocionado Fathungry, estirando sus alas y dejando escapar más moco verde de su nariz.

Drygut retrocedió. Era desagradable verlo en ese estado, pero no protestó. Solo anotó en lo profundo de su mente aquellas palabras.

«Espera… ¿Pero cómo? Aquí no parece haber aire…» respondió intrigado, agitando sus alas en aquel ambiente muerto. Quizá no sabía nada de magia, pero sus instintos ya le habían hecho entender que allí no había ni una pizca de oxígeno.

«Ah, sí… ese es el misterio», respondió Fathungry con burla. «Se supone que el gran ancestro de los pavo-halcones lo logró de alguna forma. ¿Secuestró un dragón? Vaya uno a saber… He escuchado muchas historias sobre eso…»

Murmuró Fathungry, deteniéndose como si meditara algo.

Un silencio se levantó entre ambos.

«Yyyyyyyyyyyyhh», un chillido resonó. El líder del clan anunciaba la partida de aquel lugar.

«Es hora de…» comenzó a decir Drygut, pero al voltear, Fathungry ya no estaba. A lo lejos, se alejaba con su característico falso paso cojo.

Su padre lo llamó, y de inmediato se reunió con él.

El dios de los cielos ya había desaparecido bajo la superficie. Allí donde había caído, el suelo blanco comenzaba a resquebrajarse, dejando entrever el mundo verdadero oculto debajo.

Aún maravillado por aquella visión, Drygut observó a su padre, que miraba hacia la distancia con gesto pensativo.

«¿Qué te pareció, hijo?» preguntó de pronto.

«Padre, este viaje ha sido asombroso, pero… ¿por qué debemos hacerlo?»

«Es la tradición. Así ha sido y así será,» respondió él con solemnidad.

«Hooo… ¿Comeremos al volver?»

«Sí. Comeremos mucho,» contestó su padre con una sonrisa más ligera.

Drygut lo contempló en silencio. Su padre era considerado uno de los más sabios entre los pavo-halcones; muchos buscaban su consejo. Y sin embargo, a Drygut le dolía sentirse tan lejos de esa sabiduría. Era un dolor extraño, que siempre se disipaba al compartir la cena con él.

Uno a uno, los pavo-halcones comenzaron a descender hacia el mundo real, abandonando aquel misterioso cielo. Padre e hijo también partieron, entregándose a los fríos vientos del Gran Norte. Esta vez, Drygut se sintió fuerte: pudo soportarlo sin esfuerzo. El descenso resultaba sencillo, casi natural.

Durante el trayecto, no apartó los ojos de su padre. Y entonces lo notó.

En una de sus alas, aferrada pese al viento, había una inconfundible pluma divina.

No había desaparecido.

«¡Padre!» exclamó de pronto.

«¿Qué ocurre?»

«¡Una pluma divina!»

«Ah, eso,» respondió él al notar la pluma en su ala derecha. «Es un signo de buena suerte. Desaparecerá en un momento. ¿No tomaste algunas?»

«Sí, pero… ya no están.» Drygut bajó la mirada a su pecho. Había intentado protegerlas del viento, pero todas habían desaparecido.

«Siempre pasa… aunque no con todas.»

«¿No con todas?» repitió Drygut, desconcertado.

«No. Es complicado. Te lo explicaré en la cena,» dijo su padre con buen humor.

«¡Sí, padre!» respondió Drygut, entusiasmado, ilusionado con el secreto que pronto compartirían.

Así, bajo el brillo dorado de un sol falso y de otro verdadero que ascendía en el horizonte, padre e hijo se desvanecieron entre las nubes resplandecientes del gran norte.

# Parte 2

Hacía mucho frío aquella mañana. Podía sentirlo en lo más profundo de su corazón.

Somnoliento y envuelto en oscuridad, abrió los ojos en medio de las tinieblas. Todo era nebuloso; una fina capa de escarcha cubría sus párpados. Tras sacudir la cabeza y estornudar, el joven Drygut pudo contemplar con mayor claridad el lúgubre entorno que lo rodeaba.

Una pálida luz azulada iluminaba el interior del nido. A su alrededor, entre un desorden de plumas y hojas secas, distinguió a sus hermanos y hermanas durmiendo juntos, acurrucados para mantener el calor corporal. No muy lejos, su madre, visible como una silueta vigilante, también dormía, pero de pie cerca de la entrada del hogar.

Precisamente de esa entrada (una abertura circular en la piedra, tapada por un burdo pedazo de madera mal ajustado) se filtraba el creciente brillo del nuevo día. Desde el sombrío interior del nido, aquella claridad se distinguía como un irregular y hermoso anillo de luz celeste en medio de las sombras.

Pero no solo la luz se colaba por las grietas de la rudimentaria puerta. A intervalos, un aire helado invadía también el interior.

Invasivo y abrasivo, aquel viento gélido mordió la escamosa piel de Drygut, estremeciéndolo y haciéndolo retroceder entre sus plumas. Sin embargo, a pesar de la crudeza del ambiente, no se sentía deprimido. Lo que para otros sería un lugar angustiante, para Drygut «y para cualquier pavo-halcón» era un lujo.

Desafiando a su entorno, su familia y el resto de la colonia habitaban en cuevas excavadas en las paredes de un profundo e inaccesible cañón, un refugio aislado y secreto que los protegía de enemigos y de las feroces ventiscas que azotaban las tierras árticas del Gran Norte.

El joven Drygut, imaginando los páramos blancos y desolados de esas tierras en invierno, cerró los ojos otra vez. El sopor lo envolvía de nuevo y, seguro de que nada interrumpiría su hibernación, se hundió en el cálido plumaje de los familiares que lo rodeaban.

De repente, un sonido… luego otro… y después muchos más, como aplausos, resonaron lejanamente desde el exterior.

Entre sueños, todos en el nido comenzaron a despertar.

Al reconocerlos finalmente, la ansiedad apretó el buche de Drygut, haciéndolo agitarse. Sus hermanos también se movieron inquietos, estirando los cuellos. Su madre, siempre vigilante, sacudió la escarcha de sus plumas y comenzó a retirar los troncos que bloqueaban la entrada, atenta a los ruidos del exterior.

Un estruendo, como el de un peñasco cayendo, retumbó de pronto. Sin perder tiempo, la madre abrió la puerta, dejando entrar brevemente el viento helado al hogar… y también a alguien más.

El nido se llenó de chillidos y aleteos de emoción. Todos reconocieron al recién llegado y lo que traía consigo.

El padre de Drygut, un imponente pavo-halcón de afiladas cejas, aún cubierto de escarcha y con perlas de hielo colgando de sus plumas, sin decir palabra extendió una de sus grandes garras y dejó caer en medio del nido un bulto negro y lustroso en forma de pera.

Drygut y sus hermanos se abalanzaron sobre el extraño cuerpo, ansiosos y hambrientos. Lo picotearon, despedazaron y devoraron ahí mismo. Aunque casi irreconocible por su forma, se trataba de un gran pez Poro, una criatura marina propia de las aguas del Gran Norte, rico en grasas y proteínas. Sería el único alimento que tendrían los jóvenes a mitad del invierno. Era una presa escurridiza que, para fortuna de los polluelos, el padre de Drygut había logrado atrapar.

La gran presa no tardó en desaparecer, consumida rápidamente por los jóvenes. Mientras tanto, en un rincón apartado e íntimo, el padre aprovechaba la oportunidad para compartir alimento con su pareja, regalándole pequeños bocados de otras presas menores.

Así, en un silencio creciente, solo interrumpido por el menguante frenesí de la comida, la familia del pavo-halcón terminó de alimentarse sin problemas.

Pronto, Drygut y los otros jóvenes comenzaron a retozar nuevamente, satisfechos. Aunque no habían comido lo suficiente como para llenarse por completo, los nutrientes ingeridos les provocaban una sensación de sueño y pesadez difícil de soportar.

En medio de este ambiente relajado, un chillido repentino captó la atención de todos.

«¡¿Te marchas de nuevo?!»

«Hay una reunión de líderes en la gran cueva. Es importante» respondió el padre de Drygut a su pareja.

«Ya no formas parte de ellos. ¿Por qué tienes que ir?»

«Debo hacerlo… Ha ocurrido algo grave.»

El semblante de la madre de Drygut se oscureció. Drygut y los demás polluelos giraron la cabeza, curiosos y preocupados. El padre, notando sus miradas, extendió las alas, indicando que lo que iba a decir era para todos.

Tras apoyar la cabeza en su pareja para calmarla, finalmente habló:

«El hijo del líder del clan ha muerto en combate.»

Un silencio sepulcral inundó el lugar.

«¿Draga? ¡¿Cómo?!» exclamó la madre de Drygut, sorprendida. Dentro del nido, los jóvenes chillaron angustiados por la noticia. Todos conocían a Draga: grande, fuerte y temido por su temperamento salvaje. Les resultaba casi imposible imaginar que alguien pudiera enfrentarlo y derrotarlo en el aire.

El padre agitó sus alas una vez más, silenciando los chillidos.

«Fue desafiado y perdió. Así sucedió, delante de todos. Es un hecho bajo el cielo, y no puede ser cambiado.»

El silencio volvió a envolver el nido, esta vez más pesado y angustiante.

«¿Quién lo desafió?» preguntó Drygut, con voz temblorosa desde una esquina, donde hasta entonces había permanecido callado.

Su padre, como si leyera sus temores, pronunció el nombre que no quería oír:

«Fue Fathungry.»

El nombre cayó sobre ellos como una roca, oscureciendo los pensamientos de todos en el nido.

«No vayas» ordenó su pareja, su voz apenas un susurro quebrado por el miedo.

«Debo ir» respondió la cabeza de la familia con firmeza. Sin más palabras, apartó a su pareja con su enorme ala y se dispuso a marcharse.

Antes de abrir la entrada, se detuvo un instante y giró la cabeza para mirar por última vez el nido que dejaba atrás.

Sus ojos claros se posaron en su hijo mayor.

«No olvides tu promesa» dijo, con una gravedad que desprendía fatalidad, como si aquellas palabras fueran la última voluntad de un sabio y viejo pavo-halcón.

Drygut, con el corazón en un puño, intentó hablar, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Su padre, sin esperar respuesta, se volvió y, abriendo la entrada del nido, desplegó sus majestuosas alas. Su silueta se alzó en vuelo, desapareciendo en la cegadora luz blanca del exterior.

Ninguno de los presentes volvería a verlo volar jamás.

[—]

«Padre… padre… ¡padreeeeee!… Aurhhhhhhg.»

Drygut se despertó bruscamente, su sueño roto por una presión abrumadora en el pecho. Con un espasmo, vomitó violentamente; su cuerpo convulsionó durante minutos antes de que los escalofríos y el sudor intenso lo obligaran a calmarse un poco. No estaba bien. Lo sabía.

Podía sentir el calor febril bajo sus plumas, la fiebre extendiéndose como fuego en su interior. Su visión se nublaba, y un mareo paralizante amenazaba con derribarlo. Necesitaba medicina, y la necesitaba de inmediato.

Con el pico todavía manchado de saliva, comenzó a buscar frenéticamente entre las plumas de sus alas, su ansiedad creciendo a la par de su miedo de no encontrar lo que necesitaba. Finalmente, lo halló.

Una larga cinta verde, decorada con pequeños frutos amarillos que parecían limones, se deslizó de su plumaje. Tirando de ella con el pico, Drygut arrancó uno de los frutos y lo engulló de un solo bocado.

Una ola de acidez intensa y una sensación refrescante se esparcieron por su interior. Tras unos minutos de tenso reposo, la fiebre y el mareo comenzaron a ceder. Poco a poco, el control sobre sus sentidos volvió a él.

Con esfuerzo, Drygut se puso de pie, extendió sus alas y las agitó ligeramente, recuperado al menos en apariencia. Pero no había ningún milagro en su mejora.

Con la mirada sombría, dirigió sus ojos al suelo donde yacía la cinta verde. Quedaban solo cinco frutos amarillos.

«Cinco semanas…» pensó desolado, contemplando la poca medicina que le quedaba.

Sus cálculos eran correctos. Aquellos frutos amarillos, similares a limones, no eran más que cápsulas de medicina, esenciales para curar cualquier malestar. Los pavo-halcón, grandes criaturas rapaces, eran propensos a enfermedades debido a su naturaleza poco higiénica y a la exposición constante a parásitos. Para ellos, estas cápsulas eran un antídoto vital, consumido semanalmente como prevención. Sin ellas, la enfermedad o una infección latente acabarían por consumirlos. Los machos adultos, como Drygut, que viajaban constantemente, eran los más dependientes de estas cápsulas; mientras que las hembras solo las necesitaban en la vejez.

Esta milagrosa medicina era uno de los secretos mejor guardados de su especie. Solo el líder del clan y sus allegados podían distribuirla, asegurando así el control sobre los suyos y su bienestar médico.

Con mucho cuidado, Drygut comenzó a enrollar nuevamente la cinta verde, asegurándose de que todas las cápsulas estuvieran intactas y bien resguardadas. Perder una en medio de su exilio significaría una semana menos de vida.

Después de varios minutos acomodando sus plumas y confirmando que la medicina estaba bien oculta, Drygut se sintió más calmado. Comenzó a observar a su alrededor.

Un viento frío llegó desde el norte, despejando la neblina y revelando las escarpadas y boscosas montañas que lo rodeaban.

Reflexionando, Drygut fijó su mirada en el horizonte, en el Gran Norte que se asomaba entre las cumbres nevadas a lo lejos.

«¿Debería volver al Gran Norte?» se preguntó por un instante, pero sacudió la cabeza en negación. No podía hacerlo. Estaba demasiado lejos y no tenía la fuerza para ese viaje. Además, llegar solo, sin el resto del clan, sería una ofensa para su madre y sus hermanas que aún vivían allí. Quizás podría obtener algo de medicina adicional si suplicaba, pero cuando se enteraran de su exilio… ¿a dónde iría?

Tenía que tomar otro camino. No quería involucrar a su familia en sus problemas. Tal vez… si volvía al sur.

El viento cesó gradualmente, y la neblina comenzó a cerrar filas de nuevo a su alrededor. Un olor fétido lo asaltó de pronto. Al mirar el suelo donde se encontraba, notó lo arruinado que estaba su nido, deteriorado por la lluvia y ensuciado con su propio vómito. Sin interés por permanecer allí, decidió marcharse.

Con un poderoso aleteo, la gran ave corrió por la empinada colina hasta elevarse en el cielo, dejando atrás el montón de troncos podridos que había tenido por hogar hasta entonces.

[—]

El vuelo de Drygut durante la tarde había sido monótono y gris. La niebla densa se aferraba al valle, opresiva y desalentadora para un ave como él, acostumbrada a una visión despejada y un horizonte claro.

Sobrevolando el valle, no encontró nada que despertara su interés. El río que seguía en su trayecto bañaba las costas de pequeñas aldeas ribereñas, demasiado rurales y aisladas en comparación con la que había asaltado en la madrugada. La zona boscosa tampoco ofrecía áreas de ganadería o comercio; no había nada digno de ser comido o robado.

Refugiarse en aquellas tierras aisladas empezaba a parecer un gran error. «Tal vez si hubiese viajado más al este, donde hay grandes campos de cultivo, tendría algo mejor…» pensó Drygut, aburrido. Aunque no tenía hambre, gracias a los efectos de la medicina que había tomado antes, la falta de actividad siempre lo ponía ansioso, y esa ansiedad lo llevaba a comer sin necesidad. En su vida anterior, antes del exilio, acatar órdenes sin cuestionar era lo único que hacía en su tiempo libre.

Ahora, en cambio, tenía que pensar en todo, y pensar se estaba volviendo una tarea insoportable.

«Padre…» murmuró Drygut, deprimido, mientras sus pensamientos volvían a la memoria de su viejo padre.

Un pavo-halcón sabio entre los suyos, alguien a quien Drygut, siendo el mayor de sus hijos, nunca llegó a igualar.

«Lleva el fuego de la pluma divina a la próxima generación…» le había hecho prometer su padre. En aquel entonces, Drygut había contestado con entusiasmo, decidido a enorgullecer a su familia.

Una promesa hecha en su juventud que, ahora en la adultez, se sentía como una meta imposible.

«…el fuego de la pluma divina…» pensaba Drygut. Intentaba recordar los sabios consejos de su padre, cuando todo parecía más fácil. Pero ahora, la incapacidad para pensar por sí mismo lo atormentaba. Lo único a lo que podía aferrarse eran esos recuerdos desvanecidos por el tiempo. Tal vez en ellos encontraría la respuesta a las preguntas que tanto lo angustiaban.

Cerrando los ojos y dejándose guiar por el viento, Drygut comenzó a imaginar aquellos días, a visualizar a su padre volando delante de él… hablándole…

«…el fuego que llevamos dentro… una voluntad ardiente como el sol… una llama capaz de quemar el acero de una espada… y sanar cualquier herida que esta cause… es el fuego que haría arder una pluma divina…»

Así le había hablado su padre, pero Drygut nunca lo entendió, y ahora tampoco lo comprendía. ¿Un fuego que quemaba acero y también sanaba? En toda su vida de viajes migratorios, ningún pavo-halcón había visto algo semejante. Se creía que ese fuego pertenecía únicamente a los dragones ancestrales, capaces de transformar lo existente con su aliento.

Drygut nunca conoció a ninguno de esos míticos dragones. Tampoco sabía dónde encontrarlos. Los dragones que ya conocía eran demasiado jóvenes para ser llamados verdaderos dragones ancestrales. Tal vez el ex gran señor de los dragones, Torch, podría catalogarse en esa posición. Pero ¿quién podría confirmárselo?

Frustrado, Drygut abrió los ojos y dejó de pensar. Sabía demasiado poco. Pensar tanto le causaba dolor de cabeza, pero era lo mejor y lo único que podía hacer en ese momento.

Volvió a cerrar los ojos, dispuesto a esforzarse más en recordar, pero entonces algo lo interrumpió. Sintió un cambio en el aire… un cambio inquietante.

Con sus sentidos alerta, Drygut enfocó la mirada en el horizonte, siguiendo el curso del río.

A lo lejos, una larga columna de humo se alzaba hacia el cielo, manchándolo con una tinta marrón y gris.

Desconcertado por aquel humo en una zona tan remota, la curiosidad invadió a Drygut, haciéndole olvidar sus anteriores preocupaciones. Alegre de tener algo más en qué pensar, aleteó con entusiasmo hacia la gran columna de humo en la distancia.

[—]

«Es un gran incendio…» pensó Drygut, con las cejas alzadas y los ojos brillando con el reflejo carmesí de las llamas.

Incluso a la altura en la que se encontraba, podía sentir el calor ascendiendo desde el infierno que se desataba abajo. El bosque ardía incontrolable, y las casas y establos de un gran pueblo ribereño estaban ya envueltos en llamas voraces.

Desde las alturas, Drygut contemplaba a los aldeanos desesperados huyendo por los caminos que salían de la ciudad, algunos a pie, otros en carretas cargadas con sus pocas pertenencias. Mientras tanto, el interior del pueblo era consumido por el fuego, y los que quedaban intentaban inútilmente apagar las llamas con extrañas y grandes máquinas de agua.

Para Drygut, ver aquel caos desde el cielo no era más que pura diversión.

«Clo, clo, clo, clo,» rió con satisfacción, observando los inútiles esfuerzos de los aldeanos por contener el fuego. Las llamas se extendían rápidamente, envolviendo gran parte del bosque. Si no se daban prisa en escapar, pronto se verían cercados por el incendio.

Girando en círculos alrededor de la gran columna de humo, Drygut buscaba algo más de lo que reírse.

«Oii, oiii,» escuchó un zumbido desde abajo. Intrigado, miró hacia el camino y vio cómo varios aldeanos abandonaban sus carretas, corriendo aterrorizados.

«¿Habrán visto el fuego que se acerca?» pensó con lentitud. Pero al notar que algunos se detenían y señalaban hacia el cielo, lo comprendió.

Lo habían visto a él, y probablemente pensaban que era el responsable del incendio. Al menos eso interpretó Drygut de los gritos difusos que llegaban desde abajo.

«Clo, clo, clo, clo,» volvió a reír con burla. No sabía qué pensar de esas criaturas tan pequeñas y torpes, aparte de que eran increíblemente estúpidas. El pavo-halcón no conocían el fuego, es decir, no lo usaban. Lo que sí tenían era una resistencia natural al fuego y al agua, aunque no eran invulnerables: el verdadero peligro era la asfixia en un incendio de tal magnitud. Por eso mismo, Drygut se mantenía distante del humo y de las lenguas de llamas.

Entonces, una oscura idea iluminó su semblante.

«Pero… ¿y si les doy lo que buscan?» pensó con malicia. No estaba seguro de qué tan útil sería adjudicarse el mérito de aquel desastre ardiente, pero quizá serviría como prueba ante los suyos de que no tenía inclinaciones amistosas hacia pequeñas criaturas como aquellos aldeanos.

Sin pensarlo más, trazó un simple plan en su mente y lo llevó a cabo.

Soltando un largo grito ronco, característico de su especie, Drygut se lanzó en picada hacia los aldeanos, quienes de inmediato empezaron a correr despavoridos. En un vuelo rasante, creando un gran viento bajo sus alas, sobrevoló tres veces sobre ellos, que aterrados dejaron todo atrás y se adentraron en la inmensidad del bosque circundante.

Convencido de que su plan había funcionado, Drygut infló el pecho de orgullo mientras reía otra vez. Se sentía envalentonado por lo que había hecho, y pensando que quizá los aldeanos aún lo observaban desde el bosque, decidió dar una muestra más de poder antes de marcharse.

Descendió nuevamente hacia el incendio, esta vez internándose desde el lado más humeante, decidido a sorprender a cualquiera que estuviera del otro lado. Emergería en medio del fuego como un fénix ardiente.

Sería una imagen que, sin duda, ninguno de los aldeanos olvidaría en sus vidas.

Pero ya dentro del incendio, Drygut descubrió el grave error que había cometido.

Volando al ras del suelo y envuelto por el espeso humo, la silueta de una torre emergió repentinamente ante sus ojos. No tuvo tiempo de evadirla. Segundos después, todo se volvió oscuridad.

[—]

Cuando Drygut comenzó a recuperar la conciencia, el mundo parecía fluir en una profunda negrura. Poco a poco, las formas se fueron definiendo y el sonido del agua corriendo a su alrededor llegó a sus oídos.

Y también, una voz.

«¡Wao, eso fue increíble! Sé que lo estoy repitiendo bastante, pero fue increíble, ¡salvaste toda la villa tú solo! ¿Lo estoy repitiendo de nuevo? ¡Pero waooo!»

La voz seguía parloteando mientras Drygut, aturdido, notaba que se encontraba tumbado junto al río. Intentó moverse, pero un dolor punzante lo paralizó por completo. Bajó la mirada y lo que vio crispó hasta la última de sus plumas.

A sus pies, un montón de maderas y metales destrozados estaban esparcidos por el suelo. Todos astillados y deformados, como si hubieran sido golpeados por un mazo gigante. Pero aquello no lo asustó, sino más bien el gran tubo de metal que sobresalía entre las plumas de su pecho, atravesando hasta lo más profundo de su interior.

«Piu, piu, piu…» Drygut comenzó a entrar en pánico al darse cuenta de la terrible situación en la que se encontraba. Momentos antes había chocado contra algo, una gran torre en medio del humo, y ahora…

De repente, la voz que le hablaba se hizo más intensa. Una extraña criatura apareció de debajo de una de sus alas. Parecía un… ¿poni?

«Tranquilízate. Sé que se ve mal, pero puedo arreglarlo. Ya he curado tus otras heridas, y estoy casi segura de que podré con esta. Solo mantén la calma. Escucha mi relajante voz mientras trabajo y…» dijo la criatura parecida a poni mientras colocaba sus cascos sobre el tubo de metal.

De un tirón, lo sacó.

Drygut, sin comprender del todo lo que ocurría, sintió un dolor insoportable que emanaba de su pecho, como si su interior se estuviera vaciando. Un frío intenso se apoderó de sus entrañas y su respiración comenzó a detenerse.

Desfallecido, el cuello de Drygut se dobló y empezó a cerrar los ojos nuevamente, perdiendo el conocimiento.

«…ok, me equivoqué, no se ve mal… se ve horrible. Pero sigo confiada en que puedo ayudarte, amigo. ¡Te lo dice una Kirin que ha tomado clases avanzadas de medicina en su tribu y está lista para afrontar cualquier desafío que se le presente en su viaje por el mundo!

Bien, primero esto…» —la Kirin presionó uno de los hematomas alrededor de la herida, haciendo que Drygut se estremeciera—. «¡Uy, perdón!

Ejem… como te decía, mientras te cuento la historia de mi vida, que estoy segura de que te mantendrá con vivo interés jajaja (mal chiste)… me encargaré de atenderte como es debido… ugh (traga saliva).»

La conciencia de Drygut se desvanecía rápidamente, y apenas podía oír lo último que decía la Kirin.

«…nací en… me llamo Autumn Blaze… rocas…»

Todo se volvió oscuridad.

# Parte 3

«No podemos vivir de promesas…»

[—]

Drygut se volvió lentamente, sintiendo el frío abismo detrás de él. Estaba al borde de un escarpado acantilado, donde las olas de un embravecido océano ártico se lanzaban furiosas contra las rocas, creando un eco ensordecedor que se mezclaba con el rugido del viento helado.

Detrás de él, Fathungry, el nuevo Gran Líder del clan de los pavo-halcones, lo observaba en silencio. Su semblante, serio y distante, contrastaba con su habitual actitud despreocupada de comediante.

«Amigo mío, los vientos están cambiando», dijo Fathungry, su voz apenas un susurro entre el rugido del mar. «Durante demasiado tiempo nos hemos aferrado a las viejas tradiciones… pero es momento de dejarlas atrás.»

Drygut no lo interrumpió; simplemente escuchó.

«Ya se lo dije a los demás, pero quería decírtelo a ti en persona. Este es un momento decisivo para todos los pavo-halcones. Debemos estar unidos, ahora más que nunca. Nos necesitamos.»

La voz melodiosa de Fathungry se perdía a ratos entre los estruendos lejanos de los glaciares chocando.

«La pérdida de tu padre ha sido un golpe duro para todo el clan. Lo lamento profundamente; era uno de los más sabios entre nosotros, y no creo equivocarme al decir que fue el más sabio de las últimas generaciones. Sus alas y su razón lo llevaron a apoyar mi causa, y ahora que se ha ido, me ha dejado una deuda difícil de pagar.»

Drygut permaneció inmóvil, atento a cada palabra. En el rostro del joven líder emergían rasgos afilados, fríos y amenazantes.

El viento se detuvo por un instante, como si también buscara escuchar, aguardando en silencio para permitir que las palabras resonaran en el aire.

«Habrá cambios en nuestro clan, amigo Drygut. Cambios que muchos encontrarán difíciles de aceptar…» Fathungry hizo una pausa; su expresión se endureció. «Sin embargo, te doy mi palabra de que esos cambios no afectarán ni a ti ni a tu familia.»

El corazón de Drygut, que por un momento se había detenido, volvió a latir con fuerza.

«Sigue mi vuelo, amigo mío, y te aseguro que disfrutarás de la misma prosperidad que todos los que me sigan», concluyó Fathungry con una siniestra sonrisa burlona, colocando su ala sobre el hombro de Drygut por un breve instante.

Drygut no respondió; simplemente desvió la mirada hacia el horizonte, donde el cielo y el mar se fundían en una vasta oscuridad salpicada de icebergs.

Poco después, Fathungry se marchó, no sin antes decirle unas últimas palabras…

Solo en el acantilado, enfrentando el gélido viento, Drygut mantuvo los ojos fijos en el vasto océano que se extendía ante él; un océano que se desvanecía lentamente de su vista, al igual que la imagen imaginaria de su padre volando en el horizonte.

Con los párpados pesados por la nieve y el hielo que se mezclaban con sus lágrimas, la última luz se apagó en sus ojos.

[—]

«Hijo mío, mira …»

«No sabes nada, eres un tonto. Jajaja …»

«Es la tradición… así ha sido, así será después …»

«¿Viste a ese monstruo muerto al que todos adoran? … ¡Estas son sus plumas!»

«Desaparecerá en un momento … siempre pasa, pero no todas lo hacen…»

«Amigo mío, los vientos están cambiando …»

«El hijo del líder del clan ha muerto.»

«…Debemos estar unidos, ahora más que nunca. Nos necesitamos…»

«No olvides tu promesa …»

«No podemos vivir de promesas… «

«No olvides tu promesa …»

«…»

[—]

«Una pluma ardiendo entre un cielo azul, blanco y rojo … «

[—]

Drygut entreabrió los ojos, notando sus alrededores bajo un resplandor carmesí que iluminaba sus pupilas: el reflejo de las llamas moribundas de la fogata a pocos metros de él. De reojo distinguió a una kirin acurrucada entre sus plumas, durmiendo plácidamente.

Exhaló con fuerza, soltando un «Suhhh…» cargado de frustración.

Los vientos del destino lo habían arrastrado a una situación difícil de aceptar. Era la segunda vez en su vida que enfrentaba algo tan desagradable en tan poco tiempo, y no podía evitar preguntarse si la mala fortuna lo perseguía.

«Suhhh…» repitió, esta vez con mayor molestia. Intentó cerrar los ojos, obligándose a dormir, pero la inquietud en su mente no lo dejaba.

Despierto, dominado por el mal humor, arrancó algunas de sus plumas y las arrojó al fuego. Las llamas, animadas por el nuevo combustible, crepitaron, esparciendo un poco más de calor a su alrededor.

Nada había salido como esperaba, pensó, encorvando el cuello dentro de su plumaje. Se encontraba en un claro de un denso bosque, cerca de un río. Había estado allí durante cinco días, desde que recuperó la conciencia después de su fallida y temeraria acrobacia sobre el pueblo en llamas. Una maniobra que, sin duda, le habría costado la vida de no haber sido por…

«Remolacha… remolacha… dame… remolacha…» murmuró la kirin a su lado, agitando los cascos en el aire, sumida en un sueño adorable.

El cuello de Drygut se tornó de un rojo aún más intenso mientras el deseo de devorar a esa pequeña y molesta criatura crecía en su interior, alimentado por el orgullo herido de haber sido salvado por la autodenominada «kirin». O tal vez, simplemente, eran signos de que su recuperación estaba casi completa: un espíritu que, en un cuerpo sano, comenzaba a sentir hambre y el anhelo de volar de nuevo.

Sin embargo, logró contener esos impulsos, y la razón no tenía nada que ver con la gratitud.

Una duda persistente lo carcomía por dentro, invadiendo sus pensamientos día y noche desde que despertó. No lograba comprenderlo, por más que lo razonara.

«¿Cómo me curaste?», pensó Drygut, observando a la kirin, que rodaba en el suelo como un gusano en medio de un sueño placentero.

El dolor y el trauma de la herida en su pecho seguían vívidos en su memoria. Recordaba con claridad el frío metal incrustado en su buche, profundo, en un lugar extremadamente delicado. Incluso si, por un milagro, el acero no había dañado ninguno de sus órganos, la herida habría puesto a prueba al más hábil de los cirujanos, dejándolo en estado crítico durante semanas.

Y, sin embargo, su estado actual no encajaba con esa imagen.

Solo habían pasado cinco días, y ya se sentía capaz de volar nuevamente. Había caminado sin problemas el día anterior y comido dos días después de despertar. De la herida no quedaba más que una débil cicatriz oculta entre las plumas chamuscadas de su pecho.

Era más que un milagro… era inquietante. ¿Cómo podía ser? ¿Magia?

Drygut jamás había oído que los ponis tuvieran magia capaz de curar a criaturas como él. Sabía que podían sanar entre ellos y a otros parecidos a su especie, pero no a la suya. Los pavo-halcones eran demasiado grandes y diferentes.

Incluso si los ponis tuvieran esa capacidad, el líder del clan lo sabría, y los habría secuestrado y esclavizado para servirles, como ya habían hecho con otras razas menores que vivían en cautiverio en las granjas secretas del gran norte.

Pero nunca hubo tal interés por parte de sus líderes. Ni un solo rumor de algo así.

O tal vez estaba equivocado. Aquella criatura no paraba de repetir que era una kirin. ¿Los kirin no eran una subespecie de poni? Si así fuera, él no sabía nada sobre los kirin.

«Upprrrrr…» murmuró Drygut, rascándose las plumas de la espalda con gesto pensativo. Pensar tanto lo agotaba. Podía simplemente ignorar el misterio, devorar a la kirin para no dejar testigos del incidente y seguir su camino, retomando su vida.

Pero… ¿era lo correcto? Cuanto más lo pensaba, más sentía que estaría cometiendo un grave error. Parecía tener algo importante entre sus garras, pero no lograba verlo, a pesar de tenerlo justo frente al pico.

Además, esos sueños… recuerdos de su pasado, de su padre… solo incrementaban su aprensión.

«Auuuuu…» soltó Drygut con frustración, sacudiendo la cabeza mientras un profundo crujido resonaba en su buche. El hambre había regresado con fuerza y, a pesar de las dudas que lo asaltaban, sabía que no podía esperar ni un día más en ese estado. Debía buscar alimento propio, y para eso debía continuar su viaje hacia el este. Si no lograba resolver aquel asunto hoy, no le quedaría más opción que dejarlo atrás.

Con esa determinación y un plan simple en mente, Drygut lanzó una mirada feroz a la kirin dormida en su regazo, mientras la mañana comenzaba a abrirse paso entre las nubes del oscuro horizonte.

[—]

«¡Te va a encantar la sopa de siete colores que estoy preparando! Tiene papas azules, zanahorias, frijoles, tomates, coles y calabazas. Y el ingrediente más importante de todos: ¡remolachas! ¡Amo las remolachas!» exclamó Autumn Blaze, agitando su cuchara de madera con entusiasmo mientras removía el contenido del enorme caldero. El delantal negro que llevaba parecía un detalle insignificante frente a la energía que irradiaba.

No muy lejos, Drygut, con su habitual expresión seria, la observaba atentamente desde el lugar donde había pasado toda la noche, midiendo cada uno de sus movimientos mientras la pequeña kirin preparaba el desayuno-almuerzo del día.

«Un buen desayuno es la clave para un buen día. En mi tribu siempre decimos eso y lo cumplimos. ¡Yo, por ejemplo, me levanto muy temprano todos los días, a las seis de la mañana sin falta, para preparar mi comida! Luego doy mi paseo por el pueblo y saludo a todos por el maravilloso nuevo día. ¡Soy la única que lo hace! Bueno, creo que la líder de la tribu se despierta aún más temprano y hace lo mismo, aunque no estoy segura… tendría que preguntarle cuando regrese.»

El monólogo de Autumn Blaze continuaba imparable, tan unidireccional como había sido desde el primer día. Al principio, Drygut había soportado la cháchara debido a su debilitado estado, pero ahora se le estaba volviendo insoportable.

«…en la tribu también tenemos concursos de comida: cenar entre brasas, el ayuno hirviente y, mis favoritas, ¡las comilonas de remolachas!» Autumn Blaze se detuvo un momento para probar la sopa con la cuchara. Su rostro se contrajo en una mueca de desaprobación. «Creo que le falta un poco de sal…»

Esa era la oportunidad que Drygut había estado esperando. Mientras la kirin se alejaba del caldero y le daba la espalda para revisar unos suministros, el pavo-halcón se arrancó una de sus grandes plumas con el pico y apuntó hacia la desprevenida kirin.

Un tiro preciso a la pata izquierda y todo habría terminado. En un movimiento rápido y calculado, Drygut lanzó la pluma como un dardo.

«Haaa… ¡Jumm! ¡Qué torpe! Bolsa equivocada, jajaja», exclamó Autumn Blaze, dando un alegre brinco antes de dirigirse a otra bolsa de suministros. Sin percatarse, la pluma había pasado rozándola y terminado clavada en la bolsa que acababa de revisar.

«Purrrr…» Drygut chasqueó su pico, irritado. Su tiro había fallado… ¿Acaso la kirin lo había esquivado a propósito? Tendría que intentarlo de nuevo.

Con la kirin todavía ocupada revisando otra bolsa, Drygut se preparó nuevamente.

«¡Ah, aquí está la sartén que buscaba!» exclamó Autumn Blaze, agitando el utensilio en el aire con entusiasmo. Pero, en uno de sus movimientos, un sonido metálico resonó en el aire. Al observar la sartén, Autumn descubrió con desilusión que el mango se había doblado. «¡En serio! ¡Ni siquiera te he usado y ya estás rota! ¡Menuda estafa, huh!»

Molesta, la kirin arrojó la sartén hacia un montón de despojos apilados no muy lejos.

«Purrrr…» Drygut chasqueó el pico con más fuerza; el enojo empezaba a asomar en sus ojos. Otro intento fallido, y la frustración burbujeaba en su interior.

«No te preocupes, la comida estará lista en un momento. Solo dame unos segundos para ordenar esto…» dijo la kirin, sin siquiera notar el malestar que comenzaba a emanar del enorme pavo-halcón detrás de ella.

Los segundos de paciencia que le quedaban a Drygut se estaban agotando rápidamente. Se arrancó otra pluma, decidido a no fallar esta vez…

[—]

Quedaban pocos minutos para el mediodía, al igual que pocas plumas flojas en la espalda de Drygut.

«…no entiendo por qué la gente del pueblo no cree que intentabas salvarlos. ¡Yo vi cómo rompiste la torre de agua del centro para apagar el incendio! Además, ahuyentaste a los demás pobladores para que no terminaran atrapados por las llamas. ¡En serio, deberían darte una medalla de héroe!»

Drygut, con el ánimo por los suelos y el espíritu abatido, terminaba el escaso desayuno-almuerzo que le había preparado su incansable cuidadora.

Después de varios intentos fallidos por herir a Autumn Blaze —y así obligarla a revelar el secreto de su milagrosa curación—, Drygut se había dado por vencido. Concluyó que la kirin debía tener algún tipo de magia pasiva que la protegía de los proyectiles. No sería raro: algunas criaturas poseían dones semejantes. Además, no podía imaginar cómo una criatura tan ingenua habría sobrevivido sola en el bosque sin algún tipo de defensa.

«…al menos el alcalde y algunos granjeros me dan comida para ti, aunque podrían haber dado más… Creo que si me acompañas al pueblo mañana, todos verán lo buen tipo que eres.»

«¡CALLA!» habría querido gritar Drygut, pero lo único que salió de su pico fue un quejumbroso: «Auuuu purpur…»

Autumn Blaze, ignorante del idioma de los pavo-halcones, interpretó el sonido a su manera.

«¿Quieres más remolachas? Tengo muchas. Me dieron sacos de ellas. Ahora que lo pienso, creo que es lo único que cultivan los granjeros, eso y calabazas. ¿Te gustan las calabazas? Sería genial saber qué te gusta, para conseguirte mejor comida. Aunque, más genial sería poder comunicarme mejor contigo. Es difícil adivinar lo que piensas, uhmmm…»

Pensativa, comenzó a rebuscar entre sus pertenencias. Drygut, por su parte, apartó la mirada hacia el bosque cercano, escudriñando entre las sombras de los árboles. Distinguió varias figuras: aldeanos armados con palas y tridentes, observándolo desde la distancia.

Esa kirin era demasiado ingenua, pensó Drygut. Los aldeanos no confiaban en ella ni en su versión de los hechos. Probablemente el único motivo por el que no los habían atacado era que no podían confirmar ni desmentir su historia.

O tal vez le temían; tras su recuperación, él era ahora una criatura con la que nadie sabría cómo lidiar.

En cualquier caso, esa era una razón más para marcharse cuanto antes de aquel lugar que se había vuelto un desastre para él.

«¡Ajá, lo encontré!» exclamó entusiasmada Autumn Blaze, sacando un libro de su bolso. «Es mi manual de señas para sordomudos. En la aldea de los kirin, hubo un tiempo en que nadie hablaba, así que muchos aprendieron a comunicarse con señas. Aunque luego, cuando volvimos a hablar, todos se olvidaron de cómo hacerlo… y yo también… bueno, ¡reeaprender nunca está de más!»

Tras hojear el libro un rato, Autumn Blaze empezó a hacer gestos y posturas extrañas con sus extremidades, intentando comunicarse con Drygut.

Para el pavo-halcón, aquello fue la gota que colmó el vaso. Apartando el caldero vacío, se puso de pie, extendió sus enormes alas y lanzó un chillido frustrado.

«¡Ahhh! ¡Espera! Solo quería decir ‘hola’. ¿No te he insultado o algo así, verdad?»

Ante la pregunta de Autumn, Drygut no tuvo más remedio que inclinarse y comenzar a escribir en el suelo con una de sus grandes garras.

Autumn se aproximó, curiosa, y leyó en voz alta:

«¿Te entiendo… es insoportable? ¡Espera…! ¡Sí me entiendes! ¿Y es insoportable no poder hablar conmigo? ¡No lo puedo creer! ¿Por qué no me lo dijiste antes? Ah, espera… no podías… ¡No importa! ¡Esto lo cambia todo!»

Drygut maldijo en su idioma. Lo que había escrito en realidad era: «Te entiendo, eres insoportable.»

Volvió a escribir, borrando lo anterior. Autumn se inclinó otra vez para leer.

«¿Quieres que te… ¿raspe el cuello con un cuchillo?» leyó en voz alta. «¿Tienes comezón en el cuello? ¡Ok, puedo hacer eso!»

«¡Callate y córtate el cuello con un cuchillo!» gritó Drygut en su lengua, pero Autumn solo lo miró con una sonrisa, sin entender una palabra.

Molesto y frustrado, Drygut se dejó caer al suelo, rendido. Ya no le importaba nada más; solo quería digerir su comida y marcharse. No eliminaría a la kirin; ni siquiera quería saber a qué sabía su carne.

Mientras refunfuñaba, Autumn rebuscaba entre sus cosas hasta que, por fin, encontró el cuchillo.

«¡Aquí está! Un cuchillo totalmente nuevo y sin usar. Aunque, pensándolo bien, se siente muy peligroso. Pero tranquilo, amigo, ahora que sí nos entendemos, solo dime qué debo hacer. ¡Ahhh, qué emoción!»

Drygut la observó con una mezcla de desesperación y resignación. A esas alturas ya no tenía idea de qué esperar de la kirin, pero si lograba irse sin perder más plumas, consideraría el día un éxito.

Entonces, en medio de la euforia torpe de Autumn Blaze, el cuchillo resbaló de su casco. Girando en el aire como una regla, la afilada hoja cayó con precisión en la pata derecha de Drygut, clavándose como un tenedor en una tarta.

Autumn abrió los ojos, horrorizada por el accidente, y corrió hacia él para auxiliarlo.

«¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento mucho!» exclamaba, alterada.

Pero Drygut no se sintió atacado. Las escamas de sus patas eran gruesas, y el cuchillo apenas le había hecho un rasguño. Lo que realmente le molestaba era tener a la kirin tan cerca de su plumaje.

«Uprrr…» lanzó un graznido amenazante.

«¡Espera! ¡No te enojes! ¡Lo solucionaré en un momento!»

Con movimientos rápidos, Autumn retiró el cuchillo y, colocando un poco de su saliva en la herida, posó una pata sobre ella.

Justo cuando Drygut iba a atraparla con su pico, se detuvo: un repentino fuego rosa envolvió su pata derecha por un instante.

Al retirarla, la herida había desaparecido.

Drygut, estupefacto, apenas procesaba lo ocurrido.

«¡Sorprendente, ¿verdad?! ¡Qué dirían mis padres si supieran que, además del teatro, también soy buena en medicina! Ah, espera, sí se los dije antes de irme… ¡No creerías lo orgullosos que estaban!» exclamó Autumn, agitando su melena, radiante de felicidad.

Pero para Drygut, una gran pregunta había sido respondida, y sin embargo, otra, mucho más grande, comenzaba a formarse… una cuya respuesta podría resolver el mayor enigma de su especie.

«Por otro lado… ¡mira esto!» dijo Autumn, frunciendo el ceño al levantar el objeto metálico. «¡Este cuchillo tiene un mango horrible, solo es de caña de madera! ¡En serio! Nunca más haré tratos con los perros diamante, lo juro.»

Muy molesta, la kirin se convirtió en fuego por un instante, revelando su forma colérica. En un parpadeo, el pedazo de metal ardió entre las llamas de su casco, derritiéndose y desintegrándose en segundos.

Ya desintegrado el cuchillo, Autumn volvió a ser la misma kirin sonriente de antes.

«¡No más accidentes por aquí! Uh… ¿pasa algo?» preguntó, desconcertada al notar la extraña expresión en el rostro de Drygut. Aunque leer sus gestos era difícil, el brillo en los ojos del pavo-halcón hablaba por sí mismo.

«¿Te sientes mal?» añadió.

Pero Drygut no escuchó aquellas palabras; en su mente resonaban otras…

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«Una pluma ardiendo entre un cielo azul, blanco y rojo… envuelta en el fuego que llevamos dentro; una voluntad ardiente como el sol que entregamos en cada generación, una llama capaz de quemar el acero de una espada y sanar cualquier herida que esta cause en nuestro corazón. Es el fuego que haría arder una pluma divina.»

Así le había revelado el padre de Drygut a su hijo, poco después de la cena, tras su encuentro con el dios de los cielos.

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«No sé si estoy lista para esto… Creo que lo mejor será que me dejes aquí. Pensaba visitar a unos amigos más al oeste, ¿sabes?»

Drygut no prestó atención a las excusas de la kirin a sus pies. Agitó las alas, listo para partir. Había hecho un gran esfuerzo para comunicarse con ella antes, y eso sería todo lo que le concedería para hacer el viaje lo más tolerable posible para ambos.

No tenía tiempo. Debía partir de inmediato.

«¡Uaaahhhh!» chilló el enorme pavo-halcón, agitando sus alas con más fuerza. Autumn Blaze retrocedió nerviosa.

«¡Lo digo en serio! ¡No creo estar hecha para volar! Bueno, sí quería viajar por el mundo, pero pensaba usar mis patas para eso. Me hacen sentir más segura y…»

Drygut había tenido suficiente. De un picotazo atrapó a la kirin, que intentaba escabullirse, e ignorando sus gritos desesperados, corrió por la orilla del río, agitando las alas para captar el aire adecuado.

El camino a lo largo de la orilla se volvía cada vez más ancho y ruidoso. Las aguas eran ahora caudalosas, y el aire estaba cargado de una humedad fresca y neutra.

«¡Haaaaaaa!» gritó Autumn Blaze con más fuerza al ver la enorme cascada hacia la que se dirigían. «¡No quiero ver, por favor, detente!»

Pero Drygut no se detuvo. Corrió más rápido y, de pronto, el suelo desapareció bajo ellos.

Autumn Blaze cerró los ojos mientras el mundo a su alrededor se transformaba en un torbellino invisible. Podía sentir el viento silbante agitando su melena y recorriendo todo su pelaje. Estaba aterrorizada. Continuó gritando, pero después de varios minutos finalmente se quedó en silencio, temerosa, y abrió un ojo para observar su entorno.

El suelo estaba muy lejos, y el río serpenteante se veía como una cinta brillante reflejando la luz del sol.

«Por todos los teatros… ¡estoy volando! ¡Estoy volando!» gritó eufórica, sintiéndose una con el cielo.

Drygut no pudo evitar reírse al ver la expresión de sorpresa en su rostro. Pero pronto una idea más divertida cruzó su mente. En un rápido movimiento, el pavo-halcón soltó a la kirin de su pico.

Toda la alegría de Autumn Blaze se desvaneció en un instante, y el terror volvió a invadirla.

«¡Ahhhhh!» gritó mientras caía, pero antes de que pudiera empezar a rezar a los espíritus de sus ancestros, una sombra gigante apareció sobre ella y la atrapó entre sus garras.

«Ah, ah, ah, ah…» exhalaba, aún agitada por la caída, mientras se encontraba rodeada por los robustos dedos de una de las patas de Drygut.

«Clo, clo, clo, clo,» se burló el pavo-halcón.

«¡No es gracioso! ¡Los amigos no hacen eso!» protestó Autumn Blaze entre lágrimas, pero Drygut solo se rió aún más.

Después de mucho tiempo, Drygut volvió a reír con sinceridad y sin el hambre asfixiante que solía arrastrar. Se sentía verdaderamente libre… vivo. No más joven o más fuerte, pero sí con un propósito real.

Ir con su gente… no, con su familia, y decirles lo que había hallado. Y lo que haría después.

«¡Uaaaa!» chilló, reflejando su determinación con un grito largo y decidido.

La gran ave continuó batiendo sus alas, ascendiendo cada vez más alto en el cielo, superando la altura de todas las nubes.

«Espera… ¿estamos yendo al norte? ¡Guau! Siempre he querido ir allí. Bueno, también he querido ir más al sur. Aunque creo recordar que los kirin tienen una rama familiar en el norte… ¡oh cielos! ¡Voy a conocer a mis parientes! ¡Siiii!» exclamó Autumn Blaze con entusiasmo.

Drygut no respondió al parloteo de la kirin. Aunque sí tenía una dirección en mente: el gran norte.

En medio de una tarde brillante, la sombra de Drygut se desvanecía entre las altas nubes. Volaba cada vez más rápido, rumbo a un destino lejano y desconocido.

Pero este no sería un viaje que haría en solitario. Ahora, acompañado por una insospechada compañera, Drygut pudo sentir, por fin, el débil calor del ardiente espíritu que una vez su padre intentó darle.

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