Al salir los rayos del sol por mi ventana, abro mis ojos y me quedo mirando al infinito cielo azul que se mezcla en mi ventanilla. Cinco minutos hasta que recuerdo: estoy despierta, estoy viva. El sol últimamente sale radiante; otras veces se oculta, pero siempre sale. Y es curioso que entre más lluvia, tormenta, nevada o granizada, al otro día el sol sale cada vez con más fuerza, con más pasión.
El cielo azul sale a su lado despavorido después de una larga jornada y siempre luce tan aliñado. Mis escenas favoritas se dan cuando las nubes forman figuras y, después de una larga lluvia, un arcoíris sale de la penumbra con los colores más vivos, más radiantes, más únicos que pueda ver.
Desde mi ventana me asomo y, en aquellos minutos que son para el arcoíris, veo cómo poco a poco se desvanece su interior. Primero pierde su brillo, su color, aquello que lo hace él, aquello que lo hace especial.
No puedo hacer nada más que mirarlo. No puedo inclusive atreverme a decir algo. Es solo un curso natural, es solo que normalmente pasa a corto plazo.
De niña siempre recordé la historia de aquel duendecillo que en Irlanda actúa como un puente entre el cielo y la tierra. El duende siempre aparece cuando un arcoíris se hace y esconde una olla con oro al final de donde se vea uno.
La leyenda dice que si lo encuentras le puedes pedir dos cosas: o el oro, o un deseo. Sin embargo, este duendecillo es muy astuto, pues sabe que el arcoíris no dura nada y corre entre las malezas escondiéndose de aquellos que desean riquezas.
Cada vez que veo un arcoíris me acuerdo de cómo pensaba: quizás si volara, podría atrapar a ese duende; quizás si pudiera dar saltos altos lo alcanzaría a ver. Y mientras pensaba en todo eso, el arcoíris se desvanecía, dejándome en constancia lo difícil que sería. Así, como el duende es la fugacidad de la vida, tenemos aquellos momentos especiales que no podemos detener ni aunque viajemos al pasado, pero, tal como yo lo hice, los podemos contemplar.
Por eso ahora, a través de mi ventana, al ver el azul intenso del sol todas las mañanas, recuerdo el ahínco con el cual me dice: solo vives hoy, mañana, pero vive un día a la vez.
En las noches, antes de dormir, mirando el cielo colmenar, pienso y digo que el sol hace un buen trabajo siendo el telón para que la luna, cada que pueda, nos sorprenda. No solo hace un buen trabajo de día, sino de noche sigue trabajando para que abajo, en la tierra, digamos: ¡Qué bonita está la luna! Se siente tan irreal.
Por eso, en mi cama, aunque cierre mis ojos y me olvide de mi existencia, al abrirlos y mirar al cielo tengo una buena razón para pensar: quiero perseguir el cielo.
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