Capítulo 2: Escena final

Capítulo 2: Escena final

Nhabi Iturbide

07/11/2025

La torre se elevaba ante mí como una columna que sostenía el cielo mismo, sus paredes de piedra rugosa y antigua se perdían en las alturas donde la vista ya no podía seguir. Desde mi posición, las escaleras circulares formaban una espiral infinita que serpenteaba hacia lo desconocido. En la base, las paredes, aunque viejas y desgastadas por incontables siglos, no mostraban señal alguna de puerta o ventana. Solo quedaba una opción: subir.

Empecé a ascender por las escaleras de piedra, cada peldaño gastado por el tiempo y el paso de innumerables almas que habían caminado antes que yo. No sabía por qué, pero en lo más profundo de mi ser intuía que era lo que debía hacer. A pesar de no conocer nada de aquel lugar etéreo, un sentimiento de paz absoluta me envolvía como un manto celestial. Ni un ápice de preocupación cruzaba mi mente, solo la certeza inquebrantable de que tenía que continuar ascendiendo.

Con una tranquilidad que parecía fluir desde lo más profundo de mi alma, continué el ascenso interminable. Pasé junto a unas ventanas sin cristal que se abrían al vacío, y por curiosidad me asomé al exterior. Unos nubarrones oscuros y tormentosos lo cubrían todo, formando un mar de negrura y electricidad del que no podía distinguir nada desde el alfeizar. El aire que entraba era frío y gélido, helándome la piel con su contacto. «Mejor no asomarse demasiado», pensé mientras me apartaba y continuaba mi camino con renovada determinación hacia la cima de aquel lugar que parecía existir fuera del tiempo.

Tras lo que pareció una eternidad, dando vueltas y más vueltas en una espiral de nunca acabar, mis piernas empezaron a flaquear y mi respiración se volvió jadeante. Una Emaecilda exhausta y agotada por fin divisó un final en la interminable ascensión. Las escaleras terminaban frente a un portón de bronce que se alzaba imponente ante mí. Era inmenso, y en su superficie, entre los resplandores ocres que despedía al reflejar la tenue luz del entorno, podía distinguir grabados de antiguas batallas e historias que me resultaban vagamente familiares. Allí estaba la batalla contra Andrades, la llegada de Addan Feera a las costas de Novaterra, el nacimiento de Ginandros la Primera y la Alianza de los Mil Reinos con el sello de Pandora. Cada escena parecía contener ecos de leyendas que alguna vez había escuchado.

Mientras admiraba las épicas escenas reproducidas sobre la superficie brillante del portón, este comenzó a abrirse sin que nadie lo tocara, revelando el paso a una larga sala que se extendía ante mí en forma de pasillo. Al fondo, un arco permitía el paso a una luz intensa y celestial. «El cielo», pensé, tocándome el costado instintivamente donde recordaba el dolor de la herida mortal. «Espero que mis hermanas estén bien». Con un esfuerzo sobrehumano, avancé por el pasillo hacia la luz con determinación renovada, pese al agotamiento que me consumía tras el largo ascenso.

A medida que avanzaba, mis ojos se adaptaron a la luminosidad y comencé a distinguir los laterales de la sala. A ambos costados se alzaban con majestuosidad enormes esculturas de mármol que me quitaron el aliento. Reconocí algunas de ellas al instante – eran estatuas de los héroes de las historias que mi madre Saturno nos contaba a mí y a mis hermanas cuando éramos pequeñas. Un sentimiento de pena y melancolía me invadió al continuar adelante, observando atentamente cada una de las figuras que representaban personajes de todas las razas y orígenes. Allí estaban las semi-humanas, Bregant Puño de Plata y Silf Espada Lunar; las Aru como Addan Feera; incluso demonios como Bradock el Protector, y en su regazo, Nonoam, el Escudo Inquebrantable que solo se mostraba a aquellos cuyo corazón se guiaba por el amor y el deseo de justicia.

Recordé cómo escuchaba con profunda admiración aquellas historias de quienes habían transcendido las diferencias entre razas para recorrer el camino de los héroes. «Seré la espada que disipa la tormenta, el escudo que protege los corazones», sonreí cuando se me vino a la mente el juramento que normalmente los protagonistas de esas historias rezaban a los dioses que bendecían su camino. No podía pedir un final mejor, rodeada de aquellos a quienes una vez había admirado, de aquellos de los cuales quise formar parte alguna vez.

Al llegar al borde del arco, me giré por última vez hacia las estatuas, y el recuerdo de la cara inocente y pura de Shimano escuchando aquellos relatos me golpeó con fuerza abrumadora. Su sonrisa cálida como el amanecer, sus ojos negros profundos mirándome con ternura infinita. Recordé también cuando jugábamos a que juntas nos convertíamos en heroínas como las de aquellas epopeyas… Las lágrimas comenzaron a fluir libremente por mis mejillas. «Lo siento, pequeña, tendrás que ser una heroína por las dos. Te observaré eternamente desde los cielos». Con una angustia que me desgarraba el alma y un esfuerzo increíble, me adentré en la luz, aceptando mi destino con el corazón hecho pedazos.

La luz lo inundó todo por lo que pareció una eternidad, para luego disminuir de repente. Me encontraba en otra sala, esta vez circular, envuelta en unos arcos abiertos que daban al exterior. Al fondo de la sala, entre destellos de lo que parecían rayos que caían en el exterior, distinguí una figura que me resultaba vagamente familiar. Sin embargo, debido a la luz blanca que se filtraba por el arco que la figura tenía detrás, no alcanzaba a ver su rostro con claridad.

Me disponía a acercarme a la figura cuando algo grande se posó desde el exterior en el alfeizar del arco luminoso. Un águila enorme me observaba con intensidad, un ave tan blanca como la nieve y a la vez tan negra como el azabache. La reconocí al instante – era Vyrmea, la diosa del vínculo y protectora del reino de Írhun.

Intenté bajar la cabeza para efectuar una reverencia, pero me encontré paralizada. Aquellos ojos amarillos y profundos me tenían atada, me observaban con una intensidad que me desnudaba el alma, alcanzando lo más profundo de mi ser, atravesándome como si estuviera formada por el más frágil de los cristales. A la sombra del animal, la figura desconocida parecía sonreír satisfecha, como si presenciara el cumplimiento de un designio largamente esperado.

El ave abrió de pronto las alas con majestuosidad, y una bocanada de viento invadió todo mi ser. Mi cabeza empezó a darme vueltas, todo se volvió confuso y agobiante. Imágenes comenzaron a bombardear mi mente con violencia despiadada: una sala oscura y húmeda, dos hombres de aspecto brutal, una mujer mayor con ojos fríos como el hielo, y luego un dolor indescriptible en el brazo, una agonía insoportable que me hacía gritar en silencio.

En medio de este infierno de recuerdos prestados, el águila pareció graznar a lo lejos. El agudo graznido empezó a subir de volumen e intensidad, poco a poco hasta inundarlo todo a mi alrededor, incluida yo misma. Una voz resonó en mi conciencia, clara e imperiosa: «Despierta».

En medio de una extraña convulsión que sacudió todo mi ser, Emaecilda abrió los ojos

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