El laberinto de las palomas

El laberinto de las palomas

Hector

07/11/2025

Llegué porque un amigo insistió.

Había una invitación “especial”, un pase sin costo a un gran evento que prometía comida, bebidas, cultura, negocios, fiesta. Los anuncios eran afiches saturados de colores vivos, fotografías pulidas, sonrisas perfectas. Todo brillaba con esa luz que no ilumina, pero encandila. Yo, que no suelo emocionarme con estas cosas, me descubrí pensando: “qué suerte la mía”. 

Hicimos fila. Larga. Aplaudida por la ansiedad de quienes creen estar a punto de entrar a un porvenir. Revisión, pulsera, portón. Detrás, un espacio pequeño: algunos productos, un área mínima de comida, otra de bebidas. Pensé: “será la recepción; luego abrirán la puerta grande”. Pero no había otra puerta. Ese era el todo. La exageración publicitaria se recogía en un cuarto modestísimo, como si alguien hubiese inflado una burbuja y, con un alfiler, nos dejara dentro a respirar su aire. Una empresa ofrecía degustaciones que luego empezó a cobrar. Un grupo de jovencitas bailaba entre la gente mientras una voz sin misterio sostenía un micrófono. Era una fiesta sin fiesta. Y, sin embargo, algo allí vibraba: una corriente invisible que no emanaba de la música ni de la comida, sino de un único punto donde se congregaba la multitud con una devoción silenciosa.

Me acerqué.

Era un juego. Dados físicos —no uno, nueve— lanzados a la mesa. Un tablero que, según los números, regalaba puntos, anulaba casillas negativas, ofrecía tiros gratis, prometía un premio cada vez mayor. La primera tirada era gratis; la segunda, apenas un costo pequeño; luego, la escalada: 10, 450, 900… hasta que, cuando faltaba “una ficha” para alcanzar el premio mayor, el tiro final costaba miles. Y ahí se atascaban. Todos. El premio aumentaba, la emoción también; la probabilidad, no.

Mi amigo, por curiosidad, hizo un par de intentos y se retiró con una risa breve, esa risa de quien ya entendió que aquí no hay azar, sino guion. Yo me quedé mirando. Entonces vi a una madre y a sus dos hijos adultos. Discutían entre susurros, se frotaban las manos, calculaban con el cuerpo. Cada tiro parecía acercarlos a la meta, y cada “casi” los alejaba solo lo suficiente para comprar el siguiente intento. Cuando llegó el momento crítico —el tiro mas caro, la promesa de un premio enorme— la madre me miró, directo, como si pidiera al mundo un gesto que la salvara del empujón final. Moví la cabeza despacio, un “no más” sin palabras. No sé si me escucharon. Al cabo de un rato se detuvieron. Los vi frustrados, pero a salvo: perder menos, a veces, es la única victoria posible.

En ese instante, algo se acomodó en mí. Porque el juego no era un juego: era una maqueta del mundo. Una condensación de la época. La esperanza empaquetada, vendida por cuotas, servida con luces, sonrisas y “casi logros”.

Años atrás, en un laboratorio de Harvard, un psicólogo llamado B. F. Skinner encerró palomas en una caja. Les enseñó a presionar una palanca para recibir comida. Luego alteró la regla: la comida no siempre llegaba; a veces sí, a veces no, sin patrón predecible. Lo que descubrió fue simple y monstruoso: cuando la recompensa es intermitente, el comportamiento se vuelve compulsivo. La paloma presionaba más, con más ganas, con más insistencia, no porque supiera, sino porque quizá, quizá, quizá.

Ese experimento inauguró una gramática del deseo. Salió de la caja y caminó por el siglo: primero las tragamonedas en Las Vegas, con sus luces y campanillas; después los videojuegos, las apps, las redes sociales, el “scroll infinito”, las notificaciones, los “likes” que llegan —o no— como migas de pan para la atención hambrienta. La economía descubrió que no hace falta vender siempre el premio: basta con dosificar la esperanza. El producto real ya no es la cosa que compras, sino la expectativa que te liga al sistema. La paloma no come: espera.

El stand de dados funcionaba con la misma arquitectura. La primera tirada gratis no era un regalo, era una puerta. Los tiros baratos eran el calentamiento de la sangre. Las fichas doradas que “anulaban lo negativo” eran anestesia para que el dolor no interrumpiera la apuesta. El tablero prometía progreso, pero el progreso era un espejismo: una escalera de peldaños móviles. La estadística, disfrazada de fiesta, hacía su trabajo: concentrar la mayoría de resultados en un rango que nunca paga el premio mayor. Cuando faltaba una ficha —como cuando falta un like, un ascenso, una venta, una coincidencia— aparecía la tarifa alta, el último peaje: pagar caro por la posibilidad de redimir todo lo perdido. El negocio no necesita ganadores; necesita devotos.

A los costados del stand había, en realidad, el mismo stand replicado: anuncios exuberantes, promesas de experiencias, degustaciones que cambiaban de nombre para volverse cobro, bailes que remedaban alegría. Todo era “casi”: casi fiesta, casi cultura, casi negocio, casi comunidad. Y, sin embargo, la emoción era real. No por el contenido, sino por el diseño de la expectativa. Así opera hoy gran parte del mundo: vendemos puertas que no llevan a otra sala, sino a la misma sala, con distinto cartel.

Vivimos dentro del mismo laberinto, sólo que con otros decorados.

El sistema económico actual es una versión gigantesca de aquella mesa de dados: cada publicidad es una tirada, cada producto una ficha dorada, cada deuda un tiro más en busca del premio que nunca llega. Nos dicen que si trabajamos un poco más, si compramos lo correcto, si invertimos con fe, si seguimos las reglas del juego, alcanzaremos la promesa final: estabilidad, abundancia, éxito, “libertad financiera”.

Pero el tablero no está diseñado para eso.

La economía global funciona como una máquina de refuerzo intermitente: paga a unos pocos, mantiene al resto expectantes. Premia al consumidor con pequeñas dosis de placer —el nuevo teléfono, el descuento, la notificación del banco— y lo ata al circuito del deseo.

El sistema no necesita justicia ni equilibrio: necesita esperanza constante.

Y así nos domestica.

Hemos confundido la libertad con la posibilidad de elegir dentro de la jaula.

El salario se convierte en la palanca que presionamos, mes tras mes, esperando la recompensa que equilibre el esfuerzo.

La publicidad nos recuerda, con suavidad hipnótica, que siempre falta una ficha, un paso, una compra más para ser felices.

El capitalismo contemporáneo es el King Play perfecto: un aparato que no promete certeza, sino casi.

Casi ricos, casi realizados, casi despiertos.

Y mientras perseguimos ese casi, el mundo entero gira, alimentado por la misma energía que vi en aquella familia: una fe inocente, un cansancio profundo y una esperanza que no descansa.

Nos volvimos palomas de laboratorio en una caja sin paredes visibles, golpeando la palanca de la producción y el consumo, alimentados por recompensas que ya no nutren, pero calman.

Nos dicen que somos libres, pero la libertad es la coreografía del laberinto: un vuelo corto, circular, perfectamente calculado para regresar al mismo punto con la ilusión de movimiento.

Pienso de nuevo en la madre. No me miró como quien busca un experto; me miró como quien quiere salir del hechizo. Y entiendo que eso es la conciencia: ver el tablero desde afuera. Ver los dados —sí—, pero también la mesa, la luz, la voz del anfitrión, la fila de los que esperan, el anuncio que prometió demasiado, el cuarto pequeño que fingió ser un palacio. Ver que la promesa no estaba hecha para cumplirse, sino para sostenerse.

Cuando Skinner abrió su caja, no imaginó que estaba dibujando el mapa del consumo moderno. No sabía que sus palomas serían el modelo de nuestras manos refrescando pantallas, de nuestros cuerpos en filas, de nuestros ojos buscando la próxima chispa. Tal vez el laberinto no es un lugar, sino un ritmo: recompensa, silencio, recompensa, silencio. Un metrónomo que nos hipnotiza. Un “quizá” que gobierna.

¿Cómo se sale? No con moralina ni con resentimiento —eso también es parte del circuito—, sino con una decisión pequeña y radical: dejar de tirar cuando ya entendimos el juego. No siempre podremos retirarnos ilesos; a veces ya invertimos tiempo, dinero, afecto. Pero hay una línea sutil, un segundo exacto en que la mirada despierta y el cuerpo sabe. Es el instante en que alguien —una madre, un amigo, uno mismo— nos pregunta sin palabras si conviene seguir. Y algo dentro mueve la cabeza y dice: “ya no”.

“No más” no es renuncia al deseo; es devolverle su dignidad. Es recordar que la vida no ocurre en la tirada siguiente, sino en el silencio que la rodea. Que la fiesta verdadera no necesita luces ni promesas; que la abundancia no se mide en premios improbables, sino en la extraña plenitud de no estar en deuda con la esperanza.

Salí del lugar con la sensación de haber estado en un espejo. No me indignaba; tampoco me reía. Sentí que había visto, en miniatura, el mecanismo que nos mantiene girando. Y agradecí, en secreto, la mirada de aquella madre: me recordó que todavía podemos reconocernos —palomas y todo—, abrir la jaula invisible y atravesar el pasillo sin promesas. Afuera, la noche era honesta. El aire, común. El mundo, el mismo. Pero yo llevaba en el pecho una certeza discreta: no hay premio mayor que ver el tablero completo.

Ese es mi mapa para salir del laberinto de las palomas: no dejar de desear, pero desear despierto. Y, cuando el presentador suba la voz, cuando el tablero ofrezca el tiro carísimo, cuando el casi nos roce la piel, recordar que la puerta grande no está al fondo del salón. La puerta grande es darse vuelta. Y caminar.

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