Relato para los que corren

No hay puerto para quien confunde.
El viento con la ruta,
ni reloj para quien cree
que el tiempo se doblega
como un sirviente dócil.

He visto a los hombres correr sin tregua,
alzando en la frente un orgullo cansado,
como si la vida fuera un botín
que alguien estuviera a punto de arrebatarles.

Pero la vida no se da por asalto.
La vida —esa vieja guardiana de puerto—
se sienta, fuma, espera,
y sólo entrega sus frutos
al que sabe escuchar las algas
cuando rozan el casco de la noche.

Ay, los que corren…
Acaban con las manos llenas de viento,
el pecho hirviendo de un ardor que no se apaga,
y los ojos cansados de perseguir
el espejismo del agora.

Nada más trágico que llegar temprano
a un lugar que aún no existe.

Dicen que Julián tenía prisa desde niño. No caminaba: avanzaba. Su madre solía decir que en los bolsillos traía un reloj que nadie más veía, uno que le latía en la sangre como campana de partida.

A los veinte ya había cambiado de oficios, de ciudades, de amistades, cada vez que alguien intentaba retenerlo.
—con un café, con un abrazo, con una mujer—
Él sonreía con una inquietud triste.
Y decía:

—Tengo que llegar antes de que anochezca.

Pero nadie sabía a dónde, Una tarde, cansado, se sentó en la estación de un pueblo sin nombre. El sol se hundía detrás de los tejados con una lentitud casi cruel, por primera vez, no había tren anunciado,
no había voces, no había destino. sólo él, y el silencio.

Julián esperó, como siempre, esperó a que algo empezara, a que el mundo, finalmente, lo llamara por su nombre, pero nada ocurrió, nada salvo el viento meciendo la hierba reseca como si supiera un secreto antiguo.

Entonces, por primera vez, Julián entendió que toda su prisa había sido un largo rodeo para no sentarse a escuchar lo que la vida siempre habla bajito:

Que nadie llega antes, ni después, sólo se llega cuando se puede amar el instante que ya está se levantó, volvió a casa. No porque hubiera renunciado, sino porque al fin había llegado.

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