Como un río sin fin, sin cauce definido

inalcanzable, revuelto, errático,

te alejas, por el bosque, en silencio

con tu maleta de vientos,

con tus manos intangibles,

con el alma en suspenso.

Te veo en lo frío de un cierzo,

en la negrura de un abismo,

en la aspereza del invierno.

Eres ese instante irrepetible

pendiendo de la vorágine del tiempo,

una forma sin  sombra,

siempre pasando, 

siempre volviendo

por la misma calle – tubo

de acero y plata,

con tus palabras olvidadas,

en un absurdo afán

de escuchar tu propio eco.

Te circunda un aire frío y blando;

en él esparces lo turbio de tu mirada:

tormenta, furia, ventarrón, borrasca,

aguijones de lluvia helada.

Enarbolas, en banderola trágica,

tu consabida sonrisa falsa.

Como fatal vaticinio de nuestro ocaso

hay pájaros grises entre las ramas

y, en el cielo, unas hileras de nubes tristes.

Parecen constelaciones de lágrimas.

Un extraño manojo de mariposas blancas,

en súbito soplo vivo, les donan sus alas.

Me busco en tu espejo;

me arrebujo a la sombra de otros días;

en tus ojos rebusco tesoros perdidos,

pero ya no encuentro nada.

Sólo hay desazón

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