El sonido de los vehículos que trotan por la calle mezclado con los murmullos de los insectos nocturnos me convocó a despertar de la modorna. Caminé hacía la ventana sacudiendo los pies, arrastrando los pasos como lo haría alguien que está aprendiendo a andar. La piel resentía del frío y los ojos miraban una leve luz que se dibujaba en el horizonte.

Caminé como aquel nómada que se pierde en el desierto y va en contra del viento. Caminé esperando encontrar la tan afamada paz, la luz, el sentido de las cosas y el sentido de uno mismo, pero solo encontré una helada brisa corrupta acompañada de ruido.

Ruido tumultoso de metal crujiendo por los vértices mal trazados de la vida, envueltos en ansiedades, esas mismas ansiedades que me llevaron a la modorna. Recuerdo que domado por el cansancio del día me sumergí en una especie de letargo. Dejé caer mis párpados con el peso de las desdichas y por ese lapso de tiempo la mente ya no fue más una odisea, la carne ya no fue cárcel y el ruido ya no fue tortura. El sueño abrazó al cansancio y ya no fui más parte del circo, dejé de ser lo que era para ser nada.

Uns vez asaltado de esa comodidad de la modorna, arrastrado a la fuerza a esta prisión mental, a esta cárcel de vértices, ruidos, efímeros colores y falsa conformidad. Así es natural sentirse herido, sentir que el cuerpo ha sufrido un atentado al ser traído a la fuerza a este espacio casi subreal.

Carcomido por este pensamiento, descansé mi ansiedad en la lectura. Cuando abrí el libro, una especie de terror recorrió mi espalda hasta la nuca, unas lágrimas casi involuntarias rodaron de mis ojos y recordé porque seguía aquí.

Abandoné el libro, calcé mis zapatos, abrí la puerta y lo dejé pasar, quién sabe cuánto tiempo me esperaba. Él como siempre, sonrió, se colocó los ojos y volvimos al camino que da a Carcosa.

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