El sistema de salud colombiano, lejos de ser un mecanismo de protección, se ha convertido en una carrera de obstáculos donde el paciente paga más por entrar que por curarse. Las cuotas moderadoras, que deberían ser un filtro razonable para el uso adecuado del servicio, hoy superan el costo de los medicamentos y, en muchos casos, del mismo procedimiento. Es una paradoja cruel: pagar por esperar, pagar por no recibir, pagar por sobrevivir.
Las citas médicas, especialmente con especialistas, se asignan con tal lentitud que el cuerpo, sabio y desesperado, termina sanando por otros medios: remedios caseros, médicos particulares, o simplemente resignación. Cuando por fin llega el turno, el paciente ya no necesita diagnóstico, sino disculpas. Y si logra llegar a una sala de espera, se enfrenta a otro riesgo: las infecciones nosocomiales, adquiridas no por el padecimiento original, sino por el hacinamiento, la falta de ventilación y el abandono institucional.
A este drama se suma el peso de los sistemas de pensiones privadas, que lejos de proteger al trabajador, castigan al pequeño empresario. Las demandas por aportes, los cobros retroactivos, los trámites interminables y las tasas de interés moratorio hacen que muchos emprendedores prefieran no contratar, no crecer, no arriesgar. La ambición legítima de generar empleo se desvanece ante la amenaza jurídica y financiera. El mensaje es claro: en este sistema, cuidar enferma y emplear empobrece.
Lo que debería ser un pacto social de cuidado y dignidad, se ha convertido en un laberinto de cuotas, esperas y sanciones. Y mientras tanto, el ciudadano —paciente, trabajador, empresario— se cura como puede, trabaja como puede, y sueña con un país donde enfermar no sea una condena, ni emplear un castigo.
En Colombia, el sistema de salud parece haber olvidado su propósito esencial: cuidar. Lo que debería ser un derecho fundamental se ha convertido en una experiencia frustrante, costosa y, en muchos casos, humillante. Cada día, el acceso a la salud se vuelve más difícil, más lento y más caro. Las cuotas moderadoras, que en teoría buscan racionalizar el uso del servicio, hoy superan el valor de los medicamentos y de las consultas mismas. Es decir, el ciudadano paga más por el permiso de enfermarse que por el tratamiento que podría recibir.
La asignación de citas médicas es otro síntoma del colapso. Para una consulta general, el tiempo de espera puede ser de semanas; para una cita con especialista, de meses. Cuando el paciente finalmente es atendido, ya ha sanado por otros medios —remedios caseros, médicos particulares, o simplemente por resignación. El sistema no cura: posterga, dilata, y muchas veces abandona.
Y si el paciente logra llegar a una sala de espera, se enfrenta a otro riesgo: las infecciones nosocomiales, adquiridas no por el padecimiento original, sino por el hacinamiento, la falta de ventilación, la precariedad de los espacios. En lugar de ser un lugar de alivio, el centro médico se convierte en un foco de nuevas enfermedades. El solo hecho de esperar puede enfermar.
A esta crisis se suma el peso de los sistemas de pensiones privadas, que lejos de proteger al trabajador, castigan al pequeño empresario. Las demandas por aportes, los cobros retroactivos, los trámites interminables y las tasas de interés moratorio hacen que muchos emprendedores prefieran no contratar, no crecer, no arriesgar. La ambición legítima de generar empleo se desvanece ante la amenaza jurídica y financiera. El mensaje es claro: en este sistema, cuidar enferma y emplear empobrece.
El Código General del Proceso, que debería garantizar equilibrio y justicia, se convierte en un instrumento de presión cuando se aplica sin contexto ni verificación real de los vínculos laborales. Las demandas por aportes pensionales de trabajadores que ya no están vinculados, como se evidencia en múltiples casos, muestran una desconexión entre la norma y la realidad. El empresario, en lugar de ser un aliado del desarrollo, es tratado como un infractor por defecto.
En este escenario, el ciudadano —paciente, trabajador, empresario— se cura como puede, trabaja como puede, y sueña con un país donde enfermar no sea una condena, ni emplear un castigo. La salud y el trabajo deberían ser pilares de dignidad, no laberintos de cuotas, esperas y sanciones.
Es urgente repensar el sistema. No desde la burocracia, sino desde la experiencia humana. Porque cuando el cuidado se convierte en un privilegio, la enfermedad deja de ser biológica y se vuelve estructural.
Enfermarse se ha convertido en una experiencia que combina frustración, gasto excesivo y abandono institucional. Las cuotas moderadoras, que deberían ser un mecanismo de regulación razonable, hoy superan el costo de los medicamentos y de las consultas mismas. El paciente paga más por el derecho a esperar que por el tratamiento que necesita. Y cuando finalmente logra una cita, muchas veces ya ha sanado por otros medios —remedios caseros, médicos particulares o simplemente resignación.
La lentitud en la asignación de citas, especialmente con especialistas, es tan grave que el sistema parece diseñado para postergar la atención hasta que el cuerpo se rinda o se cure solo. Las salas de espera, lejos de ser espacios de alivio, se convierten en focos de infecciones nosocomiales, donde el hacinamiento y la falta de condiciones mínimas de higiene agravan el estado de salud de quienes acuden buscando ayuda.
Pero esta crisis no es reciente. Desde la época colonial, la atención médica en Colombia estuvo en manos de órdenes religiosas, sin un sistema público estructurado. En el siglo XX, se crearon instituciones como la Caja Nacional de Previsión Social (1915) y el Instituto Colombiano de Seguros Sociales (1946), que intentaron brindar cobertura a empleados públicos y trabajadores del sector privado. Sin embargo, el modelo fue fragmentado, ineficiente y excluyente.
En 1993, con la Ley 100, se instauró el modelo de salud y pensiones basado en la competencia entre entidades privadas. Se prometió eficiencia, cobertura universal y calidad. Lo que se obtuvo fue un sistema donde el ciudadano se convirtió en cliente, y la salud en mercancía. Las EPS priorizan el ahorro sobre el cuidado, y los fondos privados de pensiones se enfocan más en recaudar que en proteger.
El Sistema Nacional de Salud (SNS) creado en 1970, que buscaba atención médica pública para todos, fracasó por falta de financiación y voluntad política. Desde entonces, cada reforma ha sido un parche sobre una estructura que no responde a las necesidades reales de la población.
A esto se suma el peso de los sistemas de pensiones privadas, que lejos de proteger al trabajador, castigan al pequeño empresario. Las demandas por aportes, los cobros retroactivos, los trámites interminables y las tasas de interés moratorio hacen que muchos emprendedores prefieran no contratar, no crecer, no arriesgar. La ambición legítima de generar empleo se desvanece ante la amenaza jurídica y financiera.
El Código General del Proceso, que debería garantizar equilibrio y justicia, se convierte en un instrumento de presión cuando se aplica sin verificación real de los vínculos laborales. El empresario, en lugar de ser un aliado del desarrollo, es tratado como infractor por defecto.
En este escenario, el ciudadano —paciente, trabajador, empresario— se cura como puede, trabaja como puede, y sueña con un país donde enfermar no sea una condena, ni emplear un castigo. La salud y el trabajo deberían ser pilares de dignidad, no laberintos de cuotas, esperas y sanciones.
Hoy, por ejemplo, solicité una cita médica por una lesión en la rodilla. El sistema me ofrecía una espera de semanas, una cuota moderadora elevada, y la incertidumbre de si habría atención efectiva. Al final, opté por pagar una consulta particular y comprar los medicamentos prescritos, lo cual me salió más barato —en tiempo, en dinero y en dignidad— que seguir el camino institucional. ¿Cómo puede ser que el sistema público, diseñado para proteger, termine siendo más costoso y lento que el privado?
La lentitud en la asignación de citas, especialmente con especialistas, es tan grave que el sistema parece diseñado para postergar la atención hasta que el cuerpo se rinda o se cure solo. Las salas de espera, lejos de ser espacios de alivio, se convierten en focos de infecciones nosocomiales, donde el hacinamiento y la falta de condiciones mínimas de higiene agravan el estado de salud de quienes acuden buscando ayuda.
Pero esta crisis no es reciente. Desde la época colonial, la atención médica en Colombia estuvo en manos de órdenes religiosas, sin un sistema público estructurado. En el siglo XX, se crearon instituciones como la Caja Nacional de Previsión Social (1915) y el Instituto Colombiano de Seguros Sociales (1946), que intentaron brindar cobertura a empleados públicos y trabajadores del sector privado. Sin embargo, el modelo fue fragmentado, ineficiente y excluyente.
En este escenario, el ciudadano —paciente, trabajador, empresario— se cura como puede, trabaja como puede, y sueña con un país donde enfermar no sea una condena, ni emplear un castigo. La salud y el trabajo deberían ser pilares de dignidad, no laberintos de cuotas, esperas y sanciones.
Es urgente repensar el sistema. No desde la burocracia, sino desde la experiencia humana. Porque cuando el cuidado se convierte en un privilegio, la enfermedad deja de ser biológica y se vuelve estructural.
Lo que vivimos hoy no es una crisis pasajera, sino el resultado acumulado de decisiones políticas, reformas mal orientadas y una desconexión profunda entre las instituciones y la vida real de las personas. El sistema de salud y pensiones en Colombia ha dejado de ser un escudo para convertirse en un muro. Un muro que separa al ciudadano de su derecho a ser cuidado, al trabajador de su futuro, y al pequeño empresario de su vocación de generar empleo. Urge una transformación estructural que no se limite a ajustes técnicos, sino que parta de una pregunta esencial: ¿para quién está hecho este sistema? Porque si no es para sanar, proteger y dignificar, entonces no es un sistema: es una trampa. Y los pueblos no sanan en trampas, sanan en justicia.
 
         El laberinto del ccuidado: cuando enfermarse cuesta más que sanar
                                    El laberinto del ccuidado: cuando enfermarse cuesta más que sanar                                
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