Herir no siempre nace de la maldad: muchas veces es el eco de una herida que todavía sangra. Cuando no atendemos lo que nos rompió —el rechazo, la vergüenza, el abandono, la traición, el abuso, la humillación— esa energía no resuelta se filtra en el presente: reaccionamos a la defensiva, desconfiamos antes de escuchar, levantamos paredes donde hacen falta puentes. Así, sin querer, repetimos con otros lo que un día nos hicieron a nosotros.
Sanar empieza por mirar de frente. Nombrar la herida nos devuelve poder: “Esto me dolió, aquí me siento insuficiente, aquí me da miedo confiar”. El siguiente paso es permitirnos sentir, sin justificar ni dramatizar. Sentir para integrar, no para quedarnos a vivir en el dolor. Luego, pedir ayuda: terapia, mentoría, comunidad y fe; sanar en compañía desactiva la soledad que distorsiona. También necesitamos límites: decir “no” a lo que hiere y “sí” a lo que construye. Y practicar hábitos que reeducan el corazón: honestidad emocional, pausas antes de responder, conversaciones incómodas con respeto, perdón como decisión (no amnesia), y responsabilidad por el impacto de nuestras acciones.
Sanar no borra el pasado; lo redime. Deja de ser una jaula para convertirse en una maestra. Cuando cuidamos nuestras cicatrices, dejamos de usar a los demás como vendajes. Elegimos amar sin miedo, corregir sin humillar, disentir sin destruir. La plenitud emocional no es perfección: es coherencia entre lo que sentimos, pensamos y hacemos. Ese es el verdadero impacto: convertir el “heridos, herimos” en “sanados, sanamos”.
Versículo: “Él sana a los quebrantados de corazón y venda sus heridas.” (Salmo 147:3)
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