Los vientos de Sajalín

Los vientos de Sajalín

El mar rugía con un tono casi humano cuando el barco Erebus II se abrió paso entre los témpanos del norte.
La capitana Elena Heathmoor, heredera de una vieja casa en los páramos ingleses, huía del continente con un solo propósito: encontrar al hombre que había desaparecido en una expedición hacia las islas heladas del Pacífico, Alekséi Ivánovich, un médico ruso exiliado tras escribir sobre la miseria de los condenados en Sajalín.

La bitácora que él había dejado —mitad diario científico, mitad confesión espiritual— hablaba de una tierra donde el frío y la soledad parecían castigos más antiguos que el crimen.
Elena, que había crecido entre tormentas y silencios en los acantilados de Yorkshire, reconocía ese mismo viento: el que no golpea el rostro, sino el alma.

Cuando el Erebus II ancló en Sajalín, el aire olía a hierro y tristeza.
Los presos caminaban en fila, cubiertos de harapos, bajo la mirada indiferente de los carceleros.
Elena se presentó como naturalista inglesa; su misión, oficialmente, era estudiar las aves migratorias del norte.
Pero su mirada se detenía en los ojos de los hombres, buscando uno en particular.

Un anciano médico japonés, el doctor Kameda, le habló en voz baja una noche junto al fuego:
—Si busca a Ivánovich… no encontrará un cuerpo. Encontrará una historia.

Le entregó un trozo de papel, medio quemado, donde apenas se leía:

«Hacia el hielo eterno… donde el corazón deja de latir, pero no de recordar.”

En la choza donde Ivánovich había vivido, Elena encontró una pintura colgada torpemente: un rostro masculino difuso, los ojos tormentosos, la boca tensa.
Era el retrato de Heathmoor, su antiguo amante, aquel que la había maldecido con su orgullo y que murió —decían— al caer del acantilado.
Pero allí, en el rincón más remoto de Rusia, su mirada seguía viva.
Elena sintió que el hielo se quebraba bajo sus pies, no por el frío, sino por los recuerdos.

“¿Es posible que la pasión viaje más lejos que el cuerpo?”, se preguntó.

-.-

El invierno avanzó y con él las historias.
Los marineros del norte hablaban de una masa gigantesca de hielo en forma de rostro humano, una esfinge blanca que emergía del mar polar y atraía a los hombres hacia la locura.
Decían que quienes se acercaban oían voces de los que amaron.

Elena decidió seguir esas voces.

Acompañada por Kameda y dos reclusos liberados, emprendió una travesía hacia el sur polar.
El frío era tan profundo que el aire se volvía vidrio.
Una noche, la bruma se abrió y la vieron: una montaña de hielo, inmóvil y perfecta, como si el tiempo mismo la hubiese cincelado.
En su base, un cuerpo congelado sostenía un cuaderno.

Era Alekséi Ivánovich.

El diario hablaba de redención.
De cómo los hombres de Sajalín habían aprendido a amar el trabajo, incluso en el infierno del exilio.
De cómo la naturaleza, al ser tan cruel, se volvía maestra.
Y al final, una frase:

-.-

«He sentido en el hielo el mismo latido que en el pecho de una mujer amada. Quizás el amor no calienta: conserva.»

Elena cerró el cuaderno.
El rostro de la esfinge se disolvía lentamente bajo el sol pálido del amanecer.
Pensó en Heathmoor, en Ivánovich, en todos los que habían buscado sentido entre el hielo y el fuego del corazón humano.

El barco partió de nuevo hacia el oeste.
En la cubierta, Elena dejó caer una manzana roja al mar helado.
Flotó un instante y luego desapareció bajo el hielo.

(…..)

Los marineros dicen que, algunas noches, se oye una voz femenina recitando nombres al viento, entre los páramos de Inglaterra y las costas de Sajalín.

El eco viaja por los hielos, y las olas responden con un suspiro antiguo:
“El amor no muere; solo cambia de temperatura.”

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