Para qué te traje

I. La Academia

Raúl «Ú Fenómeno – Ú Animal» Mendoza estudiaba la cara del pibe como si fuera un mapa de los templarios. El chico tenía apenas trece años y una papada precoz que le colgaba sobre el cuello de la remera de Argentina. Raúl inclinó la cabeza, entrecerró los ojos y emitió un sonido gutural que podría interpretarse como aprobación o como asco.

—Vos sos central, eh —sentenció—. Cara de cinco. Tu mandíbula. Esa frente. Sos un búnker andante, pibe.

El Pulpo Osvaldo, su asistente, se acercó con un cuaderno raído en el que anotaba mediciones y comentarios de dudosa cientificidad. Llevaba anteojos de lectura colgados del cuello y una remera del Ñuls con manchas de grasa.

—¿Cómo te llaman en el barrio? —preguntó El Pulpo mientras sacaba una cinta métrica.

—Brian —dijo el pibe, confundido.

—No, boludo. Tu apodo. ¿Tenés apodo?

El chico negó con la cabeza. Raúl chasqueó la lengua con desprecio.

—Desde hoy sos “El Mariscal” Cortés. Qué te parece. Vos te plantás en el área y no te mueve ni un terremoto.

—Soy Penissi de apellido —aclaró el pibe, mas confundido.

El Pulpo anotó: «Brian ‘El Mariscal’ Cortés. Defensor central. Distancia interciliar: 62mm. Mandíbula prognática. Tipo fisionómico: Búnker».

La Academia de Fútbol Barrial «Para qué te traje» ocupaba un pedazo de tierra apisonada entre dos edificios de departamentos en un barrio del sur de Rosario, cerca de Parque Casado. Los arcos eran de caño oxidado y las líneas de cal estaban más lavadas que medias de colegio. En las paredes colgaban carteles hechos a mano con marcador grueso: «ES POR TU CARA PIBE», «NO HAY DELANTERO FEO», «EL APODO ES TU DESTINO», “TU CARA ES COMPLICADA, PERO SIRVE”.

Al otro lado de la calle, a quince metros de distancia, funcionaba la academia rival de Chucky Hernández, quien había pintado en su pared: «ACÁ NO DISCRIMINAMOS». Pero los vecinos sabían que Chucky de vez en cuando elegía por la cara cuando vio que algunos padres preferían el método de Raúl.

Don Beto, el kioskero, cobraba las cuotas desde su negocio. Había, al menos, dos tarifas. Los pibes de cara «base» —más bien feos, con rasgos duros, mandíbulas pronunciadas, indefiniciones faciales— pagaban mil quinientos pesos mensuales. Los de cara «promedio» o “normal” pagaban dos mil.

—Es un sistema justo —explicaba Raúl a quien quisiera escuchar—. El descuidado de cara sufre desde que nace. Tiene que bancar las puteadas en la calle, las miradas. Pero en la cancha, ese pesar, ese dolor se transforma en poder. Es un valor táctico. El feo es estratégico. El feo te gana partidos.

Marta escuchaba desde la vereda. Su hijo Facundo acababa de ser clasificado como «cara en desarrollo con tendencia a mediocampista box-to-box». Ella había sentido alivio al saber que no era de los no favorecidos de cara, pero también una extraña decepción al confirmar que su hijo no tenía nada especial en el fútbol, ni en la vida.

II. Llega el observador

El sábado por la mañana, El Pulpo entró corriendo al entrenamiento con una noticia que hizo que Raúl se tragara el cigarrillo que estaba fumando.

—Viene un scout. De Newell’s. La semana que viene.

Raúl tosió, se sacó un bizcochito “9 de oro” de entre sus dientes y lo tiró al piso. Newell’s Old Boys. “Oioyoyoyoi Oioyoyoyoi…”. Llegaba la oportunidad de demostrar que su método no era un delirio barrial sino atisbos de ciencia y experiencia.

—¿Quién viene? —preguntó Raúl.

—Un tal Rojas. Marcelo Rojas. Fue volante en los noventa. Ahora está en las inferiores.

Esa tarde, Raúl convocó a una reunión, a lo menos, ordinaria. Los padres se juntaron en semicírculo alrededor de la línea del área. Raúl, de pie junto en el punto de penal, habló con liderazgo.

—Señores y señoras. Llega el momento de validar y demostrar lo que acá venimos haciendo desde hace años. Un representante del prestigioso Newell’s viene a observar. Y vamos a mostrar que acá hay un método, una forma, un estilo.

Un padre levantó la mano.

—Profe, disculpe, pero mi hijo llora todas las noches porque lo hiciste jugar de cinco porque le dicen «Patrulla«. Dice que nunca jugó en esa posición. Y yo soy Tarico de apellido.

Raúl lo miró con infinito desdén.

—Ta-rico…, ¿Y? El Patrulla es un apodo y certificación. Vigilan. No pueden jugar de nueve porque el nueve es egoísta, no le importan los demás. El Patrulla patrulla. Yo le dije que si no le teníamos que cambiar el apodo, pero es muy “patrulla”, patrulla Gimenez.

Una madre intervino.

—Profe, mi hijo me dice que no puedo arreglarle los dientes, es una locura.

— Graciela, una locura es tocarle la cara a tu hijo, es única esa cara, los dientes son inolvidables.

Marta intervino, con voz temblorosa pero firme.

—Raúl, ¿no te parece que esto es… no sé… medio cruel? La mayoría son niños.

Raúl la miró con esos ojos que ella, inexplicablemente, encontraba atractivos en su delirio.

—Cruel es mentirles, Marta. Cruel es decirles que todos pueden ser Messi. Yo les digo la verdad. La cancha es despiadada y cruel. Y la verdad también.

III. La ceremonia

El miércoles llegaron tres pibes nuevos. Raúl organizó la ceremonia de registro en el centro de la cancha. El Pulpo había preparado un álbum de fotos de futbolistas históricos y una lista de apodos clásicos.

El primero era un pibe corpulento, de ojos saltones y orejas despegadas.

—Este tiene cara de Bati —dijo Raúl—. Batistuta. Mirá esa mirada de psicópata. Este es nueve.

—¿Cómo te llaman? —preguntó El Pulpo.

—Matías.

—Desde hoy sos «La chancha«. Los nueve tienen que tener apodos de peso, fuertes. Bati era Batigol. Vos sos La Chancha.

El segundo pibe era rellenito pero alto, de cachetes inflados y sonrisa boba.

—Este es arquero —sentenció Raúl sin siquiera pensarlo—. Cara de jugar con las manos. Ahí entra toda la personalidad necesaria para atajar penales.

—Yo juego de wing, profe —dijo el pibe.

Raúl soltó una carcajada seca que sonó como un ladrido.

—¿Wing? ¿Vos? Con esa cara y ese cuerpo, me vas a decir que corrés por la banda toda la tarde?. No, campeón. Vos vas al arco. El “pomelo” Mateo quería ser abogado, pero no, no se puede, natura manda, natura manda. Te llamás «El Mono«. Y te vas al arco.

De pronto se hizo un silencio, como una tensión en el ambiente. El Pulpo traía a un pibe diferente. Marta, la mamá, que observaba desde afuera, sintió un escalofrío.

El pibe tenía una cara que desafiaba las matemáticas. No era feo, era preocupante. Era un rostro que interpelaba, inquietante, casi ofensivo. Orejas tardías, ojos a distinto nivel, mentón en proceso, dientes cansados y el cuello largo, muy largo.

—¿Cómo te llamás? —preguntó Raúl, con un tono de asombro.

—Cristian.

Raúl caminó alrededor del chico como si fuera una escultura en un museo de arte contemporáneo.

—Este pibe —dijo finalmente— es un desafío táctico. Si lo ponemos en el mediocampo la gente lo va a putear toda la tarde. La cancha es cruel, se lo van a comer vivo.

El Pulpo tomaba notas frenéticamente.

—Profe, esto no tiene precedentes. Se acuerda de la película “La suma de todos los miedos”, la cara de este pibe es el set.

Raúl asintió.

—Tenemos que cambiar el esquema. Vamos a armar línea de cuatro, nos olvidamos de la línea de tres. Lo metemos de central por derecha, y no sale nunca a cerrar a los costados. Así lo protegemos, a este pibe no lo podemos exponer. El 5 se retrasa un poco y entre todos los tapan un poco.

Y, después, lo usamos como arma secreta. Cuando el rival menos lo espere, sale conduciendo. Va a confundir a todos, es tan feo que en el VAR te lo censuran.

—¿Cómo lo llamamos? —preguntó el Pulpo.

Raúl pensó. Luego sonrió.

Carucha. Cristian «Carucha» Pereyra. Porque con esa cara, hermano, no hay vuelta que darle.

IV. La guerra de pruebas

Chucky Hernández no tardó en contraatacar. Al día siguiente, colgó en su pared un cartel gigante que decía: «RAÚL ‘EL MENTIROSO’ MENDOZA NUNCA JUGÓ EN PRIMERA. FUE SUPLENTE EN LA RESERVA DE TIRO SUIZO».

Raúl respondió con un afiche donde aparecía una foto borrosa de un tipo que podría ser él o podría ser cualquiera, con la leyenda: «RAÚL MENDOZA, CONSULTOR TÁCTICO EN EUROPA, 1998».

Don Beto, desde su kiosco, observaba el espectáculo con resignación.

—Raúl jugó tres partidos en la cuarta de Central y lo echaron por cagarle la novia al técnico —le confió a Marta mientras le cobraba la cuota de Facundo.

—¿Y por qué nadie le dice nada? —preguntó Marta.

Don Beto se encogió de hombros.

—Porque aunque esté loco, algo de razón tiene. Yo vi jugar al Mago Gambetta, al Caño Ibagaza, al Trinche Carlovich. Y te juro, te juro que todos tenían cara de jugador. ¿Usted le vio la cara al “diablo” Monserrat?, se disputaba un Cambaceres – Deportivo Flandria, con lluvia, en su cara. Raúl exagera, pero algo hay de cierto.

V. El horror del scout

Marcelo Rojas llegó un martes a las cuatro de la tarde. Era un tipo serio, de campera de Newell’s y carpeta bajo el brazo. Raúl lo recibió con pompa exagerada, como si estuviera recibiendo al Papa.

—Marcelo, bienvenido. Hoy vas a presenciar algo diferente, el fútbol nuestro, el más puro.

Rojas sonrió con cortesía profesional. Esa sonrisa se borró en los siguientes cuarenta minutos.

Raúl comenzó presentando su «sistema de clasificación aplicada al fútbol». Sacó un afiche con fotos de jugadores históricos organizados por posición, todos con flechas señalando rasgos faciales.

—Acá tenés al Tanque Gómez. Mirá esa mandíbula. Es idéntica a la del Patón Guzmán. Éste juega de cinco. No es una cuestión de técnica solamente. Es una cuestión de destino facial.

Rojas parpadeó.

—Discúlpame, Raúl. ¿Estás diciendo que ponés a los chicos en posiciones según… ¿Cómo son de cara?

—En cierto sentido, si. Escuchame, el apodo, es clave también. Un pibe no puede jugar de delantero si tiene apodo de volante. Imagínate a «El Patrulla» de nueve o “La gata” de central. Es antinatural. Como ponerle ruedas a un barco.

El Pulpo intervino con entusiasmo.

—Tengo estudios estadísticos. El ochenta y siete por ciento de los laterales argentinos tienen gesto adusto. El setenta y dos por ciento de los arqueros tienen cejas gruesas. No es casualidad. Es así.

Rojas miró a El Pulpo con admiración y un gesto de aprobación.

—Eso es… eso es discriminación pura. Están lastimando psicológicamente a estos chicos.

Raúl lo miró con cierta lástima.

—Marcelo, el fútbol ya es discriminación. No podés jugar sin piernas, digamos. Acá solo somos honestos. ¿O me vas a decir que vos, cuando ves un pibe por primera vez, no pensás «este tiene pinta de tal cosa»? Nosotros igual, y lo teorizamos.

Rojas cerró la carpeta.

—Esto es una locura. No puedo avalar esto.

Se fue sin despedirse. Raúl lo vio irse desde el medio de la cancha, con los brazos cruzados.

—No la ve, no está listo quizás —dijo.

VI. El colapso del sistema

El viernes, tres días antes del campeonato barrial, todo se desmoronó. El Patrulla, obligado a jugar de cinco, falló en cada jugada del entrenamiento. Se equivocaba en los pases, llegaba tarde a las marcas, lloraba cuando Raúl le gritaba “poné pierna firme!”.

Los padres armaron una reunión de emergencia en la vereda.

—Basta, Raúl. Mi hijo está destrozado anímicamente. Le decís feo, difícil de cara, rebuscado de cara, delante de todos, Raúl. Lo obligás a jugar en una posición que odia. Esto es derechamente maltrato.

Raúl intentó defenderse, pero por primera vez en años, sintió algo de culpa, dudó de su psicología.

Marta se acercó cuando los demás se fueron.

—Raúl, yo sé que vos creés en esto. Y te admiro por eso. Pero a veces uno tiene que elegir entre tener razón y no hacer daño.

Raúl la miró. Esa mujer lo descolocaba. Lo hacía dudar. Y dudar era peligroso.

—¿Vos pensás que estoy loco? —preguntó.

Marta sonrió con tristeza.

—Pienso que estás obsesionado. Y que a veces la obsesión se parece a la genialidad. Pero también se parece a la locura.

A los pocos días, el rumor se regó como pólvora por el barrio: Marcelo Rojas, el scout que había presenciado todo, no pudo quedarse callado. Conmocionado por lo que vio, había levantado una denuncia formal por discriminación y maltrato infantil.

VII. La definición del campeonato

El domingo, el día del campeonato, Raúl llegó a la cancha con una formación que había cambiado siete veces en las últimas veinticuatro horas. El Tanque estaba de central. El Patrulla volvía a ser volante, pero ofensivo, aunque Raúl sentía que era una traición a sus principios. Carucha estaba de central derecho, escondido, como un as bajo la manga.

El rival era el club del barrio vecino, dirigido por un técnico joven, todos comentaban que era una promesa. A los veinte minutos, iban perdiendo dos a cero.

Los padres gritaban desde la tribuna. Alguien tiró una lata de cerveza que rebotó cerca del banco de suplentes.

Raúl miraba el partido como Robert E. Lee ante Appomattox, parecía que todo había terminado, sólo quedaba la dignidad de aceptar el fin con calma. Todo su sistema estaba colapsando. Su teoría se desmoronaba frente a un once rival de pibes que simplemente jugaban al fútbol y les estaban pegando un baile.

Entonces lo vio, una epifanía divina.

VIII. La visión

Fue en el minuto treinta y dos del segundo tiempo. El Patrulla recuperó una pelota en el mediocampo y la tocó para El Misil Acosta. El Misil intentó un pase largo que salió desviado. La pelota fue hacia la banda derecha, donde Carucha la controló con el pecho.

Raúl se levantó del banco.

Carucha levantó la cabeza y Raúl, en ese instante, con la luz del sol pegándole en la cara del pibe de costado, vio otra cara. Una cara que había visto mil veces en videos viejos, en fotos descoloridas. Una cara angulosa, con esa misma mezcla de fealdad y viento.

Caio Enría —susurró.

Caio Enría. Delantero en los noventa. Goleador. Rápido. Letal. El hijo de la corriente de aire, el dueño de una cara que nadie olvidará.

Raúl gritó desde el banco.

—¡Carucha! ¡Arriba! ¡Andá para adelante por la izquierda! ¡Ahora!

Carucha lo miró, confundido.

—¡Sos delantero, boludo! ¡Andá!

El Pulpo, a su lado, anotaba frenéticamente.

—¿Qué hacés, profe? Carucha es central.

—No —dijo Raúl, con los ojos brillantes—. Carucha hoy es win. Es Enría. Yo lo vi. Lo vi en su cara. Tranquilo.

Carucha, obediente, subió por la banda. En la siguiente jugada, El Patrulla filtró un pase entre líneas. Carucha controló, hizo una finta que dejó sentado al defensor rival y definió con un zurdazo al ángulo.

El público enmudeció.

Raúl gritó como un poseso.

—¡CAIO ENRÍA! ¡TE DIJE! ¡LA CARA FUSIFORME!

A los cinco minutos, en un córner, Carucha cabeceó entre dos defensores y puso el dos a dos. Su cara, tan fea que asustaba, ahora parecía llamativa en su brutalidad deportiva.

En el último minuto, El Misil recuperó en campo rival y tocó para Carucha. El nuevo win no lo pensó. Gambeteó al cinco, al cuatro, al tres, y cuando el arquero salió, definió con un toque suave que entró besando el palo.

Tres a dos. Victoria.

Los pibes corrieron a abrazar a Carucha. Los padres, desde la tribuna, no sabían si festejar o seguir enojados. Don Beto, desde el kiosco, levantó una cerveza en dirección a la cancha.

Marcelo Rojas, que había vuelto por curiosidad y observaba desde lejos, se quedó mirando con una mezcla de horror y fascinación.

Marta se acercó a Raúl. Él tenía lágrimas en los ojos.

—Lo vi, Marta. Era Caio Enría, lo vi en la cara del pibe. Vi el gol antes de que pasara.

Ella lo abrazó, sin saber bien a quién estaba abrazando.

—Capaz tengas razón —dijo—. O capaz el pibe simplemente es bueno.

Raúl no contestó. Estaba mirando a Carucha, que festejaba con sus compañeros. Ese pibe de estética diferente, que obligó a jugar con línea de cuatro para protegerlo, acababa de hacer tres goles. Y Raúl sabía, en lo profundo de su delirio, que no era casualidad.

El lunes, llegó un pibe nuevo. Tenía once años y cara de nada en particular, agraciado de cara se podría decir.

Raúl lo miró durante cinco minutos en silencio.

—¿Cómo te llaman?

—Gonzalo.

Raúl sonrió.

—Desde hoy sos «El Pibe». Y vas a jugar poco, vamos a ir viendo. Pero vamos a trabajar las redes, necesito difusión, para los reels estás perfecto, pibe.

El Pulpo abrió el cuaderno y empezó a anotar.

La Academia Fútbol Barrial «Para qué te traje» seguía funcionando. Los padres seguían pagando cuotas diferentes según la apariencia de sus hijos. Chucky Hernández, del otro lado de la calle, ahora tenía un cartel que decía: «TAMBIÉN CONSIDERAMOS FISONOMÍA (pero con respeto)».

Don Beto vendía caramelos y cobraba cuotas, sabiendo que la verdad, en el fútbol como en la vida, era menos importante que la convicción y perseguir un objetivo.

Y Raúl, cada noche, antes de dormir, miraba el video del gol de Carucha en su celular. Lo miraba una y otra vez, a veces veía al Caio y otras a Carucha, y sentía orgullo.

Marta, a menudo, se quedaba a tomar mate después de los entrenamientos. Y Raúl, entre sorbo y sorbo, le hablaba de apodos típicos del futbolero, de apodos tácticamente necesarios, de la geometría oculta en los rostros.

Ella lo escuchaba. No porque creyera. Sino porque en ese delirio había algo hermoso, un hombre apasionado. Una fe inquebrantable en que el mundo tenía un orden secreto que él apreciaba.

Y tal vez, solo tal vez, tuviera razón.

O tal vez no.

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