Capítulo 2. Los sobres de Tepito

Capítulo 2. Los sobres de Tepito

Gardenia Verchiel

24/10/2025

SINOPSIS: 

En Tepito, un sobre anónimo cambia el destino de todos los que lo tocan.
Entre cámaras, altares y mercados clandestinos, un código oculto comienza a despertar.
Nada parece casual: ni los mensajes cifrados, ni la fe que aún se respira en esas calles.
Este capítulo de Red Bliss abre la puerta a una red que mezcla crimen, redención y tecnología.

***

Tepito: Donde las sombras compran almas

Tepito no es un barrio: es la cicatriz infectada de la Ciudad de México. Sus calles son heridas abiertas donde se venden iPhones robados junto a vírgenes de yeso con ojos de cámaras de vigilancia. Aquí, hasta los milagros tienen código QR. Los puestos no son puestos: son altares donde los narcocorridos suenan a réquiem y los vendedores de frituras susurran conjuros. Cuidado con lo que compras: cada objeto tiene dueño, cada alma tiene precio, y cada sombra… tiene hambre. El aire está cargado, huele a carne, a humo, a oraciones murmuradas con los dientes apretados. Huele a tiempo detenido. Pero, sobre todo, huele a advertencia. Tepito no te recibe: te permite pasar. Y si no sabes por qué estás ahí, mejor no preguntes. Aqui, hasta las sombras cobran derecho de piso.

***

Los turistas digitales venían por el morbo y el mito, se paseaban como si fueran inmunes al barrio, creyendo que una cámara bastaba para protegerlos. Pero Tepito no es un escenario: es una trampa que se cierra lento.

Mientras grababan sus videos coloridos, ignoraban los vacíos entre los puestos, los silencios anormales, los huecos que no estaban ahí el día anterior. Hay esquinas que cambian de lugar, hay puertas que solo se abren de noche, nadie lo dice, pero todos lo saben: hay zonas del barrio que no están hechas para los vivos. Una voz baja, se escuchó, repetida como un eco clandestino:

—Aquí puedes encontrar lo que quieras…

pero algunas cosas te encuentran a ti.

Entonces aparecían, no como vendedores, no como vecinos, no como policías; era más bien un grupo de jóvenes demasiado quietos, demasiado iguales. Repartían volantes publicitarios de Red Bliss. pero lo que ofrecían no estaba en el papel.

Lo que llamaba la atención no eran los volantes, sino los sobres; rectangulares, con una medida de 10×15 centímetros, bordes perfectamente cortados, brillaban con un degradado de rojo carmesí a negro, cuya superficie aterciopelada brillaba con un toque metálico sutil, como si estuviera cubierto de micropartículas de rubí pulverizado, sellados con un adhesivo rojo que parecía latir bajo la luz mortecina. No pesaban casi nada, pero al sostenerlos, algo frío se arrastraba y entraba por la piel, como si una mano invisible recorriera los huesos desde adentro.

Los repartidores no eran como los demás, su altura y delgadez como agujas, uniformados con un rojo escarlata, sin una sola arruga, brillantes incluso bajo la neblina grasienta del alumbrado público. Caminaban en sincronía, como si compartieran una misma mente. Sus rostros —si es que eran rostros— no sudaban, no pestañeaban, no cambiaban, eran lisos, pulidos, como máscaras moldeadas en algún lugar donde el tiempo no pasa. Ninguno de ellos hablaba entre sí, no miraban alrededor, solo se detenían frente a ciertos transeúntes, como si ya supieran a quién buscar.

Desde la esquina opuesta, un joven que calzaba unos tenis Jordan pirata, los observaba, tenía una bolsa con frituras y una soda tibia en la mano; cuando… se le olvidó masticar; algo en su estómago se retorció, al verlos entregar esos sobres.

No era miedo común, sino una vieja alarma primitiva, como si su cuerpo entendiera antes que su mente, que algo andaba mal.

Uno de los repartidores giró lentamente la cabeza, no con curiosidad, sino con reconocimiento. Como si lo hubiera estado esperando, atravesó la calle sin prisa, con pasos suaves, flotantes, cuando estuvo frente al muchacho de los Jordan, alargó el sobre rojo y su sonrisa crujió como un cassette dañado.

—Pa’ que te la rifes, morro —dijo con voz de niño y anciano a la vez, como si alguien hubiera mezclado un corrido con un grito en un pozo—. Pero apúrate… antes de que te rifen a ti.

El joven sorprendido, dejo caer lo que estaba comiendo, miró el sobre, no lo tocó al inicio, pero incluso sin tocarlo, sintió el frío. Ese frío que no viene del viento, sino de adentro, como si algo muy antiguo se hubiera despertado solo con acercarse. Aceptó el sobre con desconfianza, en cuanto sus dedos rozaron la superficie aterciopelada, un hormigueo eléctrico le recorrió el brazo, como si algo invisible trepara por sus nervios, se le erizó la piel, quiso echarse atrás, pero la curiosidad lo ganó. Lo abrió ahí mismo, bajo la luz temblorosa de un poste, como si necesitara saber de inmediato qué demonios le habían dado.

Dentro había una tarjeta negra, con el logo de Red Bliss impreso en un brillo opaco y agresivo, casi aceitoso. En el centro, un código QR.

—¿Nada más? o eso pensó, hasta que notó la carta pegada a la parte trasera, con un pedazo de cinta vieja amarillenta. Era una carta de la lotería mexicana, no una copia moderna, sino una original: el papel gastado, amarillento, manchado en las esquinas. Olía a humedad, a encierro, como si hubiera dormido años dentro de una caja cerrada… o bajo tierra. Era “El Diablito”.

El chico tragó en seco, un escalofrío le cruzó la espalda, algo en la ilustración parecía moverse, apenas una vibración en el rabillo del ojo, una sonrisa que se ensanchaba milimétricamente.

—Un truco de la vista— se dijo. Nada más. Pero no podía dejar de sentir que el diablito lo miraba. No desde el papel, desde adentro, como si supiera algo, que él aún no comprendía.

—¿Qué chingados es esto? —murmuró, con la garganta cerrada y los dedos temblorosos. El repartidor sonrió. Solo con la boca. Los ojos seguían vacíos, de vidrio.

—Suerte, carnal —dijo con una voz hueca, casi robótica—. No todos tienen el privilegio de recibirla.

El estómago del muchacho se contrajo, como si algo pequeño, con uñas y dientes, se enroscara dentro. Tragó saliva, sintiendo que el aire pesaba más, levantó la vista, pero el repartidor ya no estaba.

El callejón se había vuelto más oscuro, más estrecho. El aire olía distinto: a óxido, a tierra mojada, a algo viejo que no debería estar ahí. Los sonidos de la calle se habían desvanecido. Solo quedaban el latido de su corazón y un susurro leve, como si el viento dijera su nombre. Sintió un aliento helado en la nuca. Se volteó. Nada. Nadie.

Solo el sobre, aún en su mano, ahora entreabierto. Latía, suave, rítmico, como un segundo corazón. En las semanas siguientes, nadie volvió a ver al muchacho, especialmente Doña Carmen, su única tía, que todavía deja la luz del patio encendida por si regresa.

Valeria, la madre soltera

Valeria era una madre soltera de casi 30 años, trabajaba en un call center. Su vida era una rutina interminable de llamadas, facturas y noches en vela cuidando a su hijo, Mateo. El cansancio se había instalado en su rostro, marcando líneas finas alrededor de sus ojos, que alguna vez brillaron con energía, pero ahora reflejaban el peso de las responsabilidades. Una sombra perpetua se extendía bajo sus párpados, testigos de las noches sin dormir. Su piel, antes luminosa, lucía ahora pálida y un poco cetrina, como si la luz del sol ya no la tocara. Su cabello castaño, que antes caía en ondas suaves y brillantes, ahora estaba opaco y recogido en una cola baja y descuidada, como si no tuviera tiempo ni fuerzas para arreglarse. Sus manos, ásperas por el trabajo constante, tenían pequeñas marcas y callosidades, pero siempre encontraban la manera de acariciar a Mateo, con una ternura infinita. A pesar de todo, su sonrisa, aunque rara vez aparecía, conservaba un destello de calidez que solo Mateo podía sacar a relucir. Él era su razón de ser, su luz en medio de la oscuridad de la ciudad.

Vivían en un pequeño departamento, de un viejo edificio de la colonia Doctores. Las paredes estaban cubiertas de grietas que parecían cicatrices, testigos mudos de décadas de historias. El sonido de los vecinos discutiendo, los perros ladrando en la calle y el traqueteo de los camiones de basura eran el soundtrack constante de su vida. Pero ese lugar, por modesto que fuera, era su refugio. Era el único espacio donde podía estar con Mateo, lejos del caos y el bullicio de la ciudad.

Mateo, de 8 años, era un niño curioso y lleno de energía. Tenía una imaginación desbordante y pasaba horas dibujando cohetes, planetas y astronautas. Soñaba con viajar al espacio, con explorar mundos lejanos donde todo fuera posible. Valeria hacía lo que podía para darle una vida normal, pero la realidad era dura. El dinero nunca alcanzaba, las facturas se acumulaban como una montaña imposible de escalar y, cada mes era una carrera contra el tiempo, por hacer rendir el cheque hasta el siguiente cobro. A veces, en las noches más silenciosas, Valeria se sentía abrumada por la culpa, de no poder darle a su hijo todo lo que pedía, de no tener más tiempo para jugar con él, de no ser la madre perfecta que él se merecía.

Valeria miró el dibujo de Mateo pegado en el refrigerador: un cohete surcando una galaxia de estrellas hechas con purpurina barata. Mamá, ¿algún día iremos allí? — le había preguntado meses atrás, señalando un planeta que había pintado de rojo sangre. Ella le prometió que sí, aunque sabía que ni siquiera podía pagar una excursión escolar al planetario.

Fue esa misma noche, hace tres meses, cuando todo comenzó. Mateo había sido hospitalizado por una crisis asmática. Las máquinas pitaban alrededor de su cama, y Valeria, con los ojos hinchados de llorar, firmó un préstamo rápido en su teléfono para cubrir el tratamiento. —Solo un adelanto— pensó, ignorando la letra microscópica que decía:

Al aceptar, autoriza el uso de datos biométricos para futuros servicios.

Al salir del hospital, un repartidor con una chaqueta roja demasiado nueva para el barrio le entregó un sobre. Para el niño— dijo, desapareciendo antes de que ella pudiera preguntar. Dentro, había un inhalador sellado, gratis con el logo de Red Bliss y un código QR con una nota: «La salud no debería ser un lujo».

Valeria lo usó sin dudar. Mateo respiró mejor esa noche, y ella juró que el inhalador brilló en la oscuridad.

Red Bliss: Tu vida, mejorada.

Un nuevo comienzo te espera.

—¿Qué será esto? —murmuró para sí misma, mientras sacaba su teléfono.

Sin pensarlo dos veces, Valeria escaneó el código con su teléfono. La app se descargó casi instantáneamente, como si ya estuviera esperándola. La interfaz era minimalista, con un diseño limpio y moderno. En el centro de la pantalla, un logo rojo brillaba con una intensidad que parecía latir, como si tuviera vida propia. Era hipnótico, casi cautivador. Al principio, todo parecía normal. La app le ofrecía descuentos en productos para Mateo: ropa de marca a precios irrisorios, juguetes educativos con un 70% de descuento, incluso medicamentos para el asma a un costo casi simbólico. Valeria sintió un destello de esperanza, como si una mano invisible le hubiera tendido un salvavidas en medio de un mar de deudas y preocupaciones.

—¿Esto es real? —murmuró para sí misma, deslizando el dedo por la pantalla.

Cada categoría estaba llena de opciones tentadoras. En la sección de alimentos, encontró cupones para cenas gratis en restaurantes cercanos y descuentos en supermercados. En la sección de salud, había promociones para consultas médicas gratuitas y tratamientos especializados.

Incluso había una sección de «Ayuda inmediata», donde podía solicitar un préstamo sin intereses. No podía creer lo que veía. Era como si la app hubiera sido diseñada específicamente para ella, para sus necesidades, para su vida. Por primera vez en meses, sintió que el peso sobre sus hombros se aliviaba un poco.

—Mamá, ¿qué es eso? —preguntó Mateo, acercándose curioso.

—Es una app que nos va a ayudar, amor —respondió Valeria, sonriendo— Mira, podemos comprarte esos zapatos que tanto querías y, también hay descuentos en tus medicinas.

Mateo sonrió, y esa sonrisa fue suficiente para que Valeria sintiera que todo valía la pena. Rápidamente, comenzó a explorar las opciones. Seleccionó un par de zapatos deportivos para Mateo, un juego de bloques de construcción y un inhalador nuevo. Al finalizar la compra, la app le mostró un mensaje:

Gracias por confiar en Red Bliss.

Tu pedido será entregado en menos de 17 horas.

—¿En serio? —pensó Valeria, incrédula—. ¿Tan rápido?

Pero lo que realmente la dejó sin palabras fue lo que sucedió al día siguiente. Mientras desayunaban un tazón de avena, sonó una notificación en su teléfono. Era un mensaje de su banco BBVA: había recibido un depósito de $55,000 pesos.

El asunto decía:

***BONO DOBLE*** de bienvenida a Red Bliss.

Valeria casi deja caer el celular.

—¿Qué pasa, mamá? —preguntó Mateo, mirándola con curiosidad.

—Nada, cariño —respondió Valeria, tratando de contener la emoción— Solo… algo bueno.

Ese dinero extra fue un alivio, pagó todas las facturas atrasadas del hospital, compró comida para toda la quincena, ahorro un poco y hasta se permitió el lujo de llevar a Mateo al cine. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió menos estresada, más en control. La app no solo le ofrecía descuentos, sino también oportunidades que nunca había imaginado. Consultas médicas gratuitas para el asma de Mateo, clases extracurriculares en línea, incluso un curso de inglés para ella. Era como si Red Bliss estuviera diseñada para mejorar cada aspecto de su vida.

—Esto es increíble —le dijo a su amiga Sonia por teléfono esa noche— Es como si alguien hubiera escuchado todas mis plegarias.

—Ten cuidado, Valeria —le advirtió Sonia—. Nada en esta vida es gratis.

—Lo sé, pero… ¿y si esta vez es diferente? —respondió Valeria, con un tono de esperanza que no había tenido en años.

Primeras semanas: La ilusión de la mejora.

Durante las primeras semanas, todo parecía perfecto. Los pedidos llegaban a tiempo, los descuentos eran reales, y el dinero extra le permitió a Valeria respirar un poco. Mateo estaba feliz con sus nuevos zapatos y juguetes y, Valeria incluso comenzó a tomar el curso de inglés que tanto había querido. La app se convirtió en una herramienta indispensable en su vida, y la usaba casi a diario. Sin embargo, poco a poco, comenzaron a aparecer pequeñas señales de que algo no estaba bien. Las notificaciones de la app se volvieron más frecuentes y personales, mensajes como:

Tu hijo no es feliz… pero nosotros podemos cambiarlo

O ¿Qué darías por verlo sonreír para siempre?

aparecían en su pantalla en los momentos más inesperados. Valeria intentó ignorarlas, pero eran difíciles de pasar por alto.

—Mamá, ¿qué es eso? —preguntó Mateo una tarde, señalando una notificación en el teléfono de Valeria.

—Nada, cariño —respondió Valeria, apagando rápidamente la pantalla—. Solo un mensaje de la app.

Pero en el fondo, algo le decía que no todo era tan perfecto como parecía.

Fue en la cuarta semana cuando Valeria comenzó a notar cambios en Mateo. Al principio, eran cosas pequeñas: se despertaba en medio de la noche con pesadillas, hablaba en susurros como si temiera que alguien lo escuchara, y pasaba horas sentado en silencio, mirando fijamente la pared como si algo invisible lo hipnotizara.

—Mamá, ¿quién es el hombre rojo? —preguntó Mateo una mañana, mientras desayunaban.

Valeria se quedó helada. La cuchara que sostenía se detuvo a medio camino entre el plato y su boca.

—¿El hombre rojo? —repitió, tratando de mantener la calma—. ¿De qué estás hablando, cariño?

—El que viene en mis sueños —dijo Mateo, como si fuera lo más normal del mundo—Dice que quiere jugar conmigo.

Valeria sintió un escalofrío recorrer su espalda, no supo qué responder, solo alcanzó a sonreír débilmente y le acarició el pelo.

—No te preocupes cariño, son solo sueños.

La espiral descendente.

Pasando pocos meses, la situación había empeorado. Las notificaciones de la app se volvieron más insistentes, más inquietantes, mensajes como:

Él ya no te necesita a ti… nos tiene a nosotros

o ¿Sabes qué les pasa a los niños que no cumplen con nuestras expectativas?

Valeria trató de desinstalar la app, pero el botón de eliminación parecía desvanecerse cada vez que lo intentaba. Mateo, por su parte, ya no era el mismo. Sus dibujos, antes llenos de colores y formas alegres, ahora mostraban figuras humanoides sin rostro, con ojos brillantes y sonrisas demasiado grandes. Sus pesadillas se volvieron más frecuentes, y a veces, Valeria lo encontraba sentado en la cama, murmurando cosas que no podía entender.

—Mamá, el hombre rojo dice que es hora de jugar —dijo Mateo una noche, con una sonrisa que no era la suya.

Valeria sintió que el mundo se le venía encima. Sabía que tenía que hacer algo, pero no sabía qué. La app se había convertido en una parte esencial de su vida, y no estaba segura de querer renunciar a ella. Pero en el fondo, sabía que no tenía otra opción. Esa noche, mientras revisaba su teléfono, una nueva notificación apareció:

Mateo, ya no es tuyo.

Al levantar la vista, vio a Mateo parado en la puerta de su habitación, con una sonrisa que no era la suya. Sus ojos brillaban con un resplandor rojo, y sus palabras resonaron en la habitación.

—Mamá, el hombre rojo dice que es hora de jugar.

Valeria sintió que el suelo se abría bajo sus pies, sabía que había llegado al punto de no retorno, la app ya no era solo una herramienta; era una maldición que había consumido a su hijo y ahora, no sabía cómo salvarlo.

Los repartidores de Red Bliss

Esa misma noche, los rumores comenzaron a esparcirse como un virus, pero no solo por el vecindario. Las redes sociales explotaron con hashtags como:

#RedBlissMisterio, #SobresRojos y #Desaparecidos.

Al principio, eran publicaciones aisladas: un tuit de alguien que decía haber visto a un repartidor con un rostro «demasiado perfecto», un video borroso en TikTok donde una sombra se movía de manera antinatural al entregar un sobre rojo, pero pronto, las historias se multiplicaron.

Un hilo en Reddit se volvió viral:

AXXXM contaba cómo su hermano había recibido un sobre de Red Bliss y, horas después había desaparecido sin dejar rastro. Lo último que dijo fue —Voy a cambiar las cosas, hermana— escribió la usuaria. Los comentarios se llenaron de testimonios similares: personas que habían recibido los sobres, aseguraban haber visto repartidores en lugares imposibles. Incluso, alguien juraba haber grabado a uno de ellos, deslizándose por una pared como si la gravedad no existiera.

En Instagram, las stories se llenaron de videos cortos y perturbadores. Uno mostraba a un repartidor de Red Bliss parado frente a una casa en plena madrugada, completamente inmóvil, con esa sonrisa inquietante que parecía tallada en su rostro. Otro video, subido por un adolescente, capturaba el momento en que un sobre rojo aparecía en su puerta sin que nadie lo hubiera entregado. —¡No hay nadie afuera! —gritaba el chico, mientras la cámara temblaba. El video se compartió miles de veces en cuestión de horas.

Doña Carmen, la vecina de Valeria, no era ajena a todo esto, se acercó a Valeria con el rostro pálido y las manos temblorosas, sosteniendo su celular con un video en reproducción.

—Mira esto mija —dijo, su voz apenas un susurro—. Es mi sobrino, lo publicó anoche, justo antes de desaparecer.

En el video, un joven con mirada desesperada hablaba directamente a la cámara: —No usen Red Bliss, no acepten los sobres. Ellos… ellos te eligen. Te encuentran. No importa dónde te escondas. De fondo, se escuchaba un golpeteo en la puerta, cada vez más fuerte, hasta que la cámara cayo al suelo y sólo grabó unos tenis Jordan, siendo arrastrados.

Valeria intentó calmarla, pero doña Carmen continuó, su voz cada vez más asustada, al borde de la histeria.

—Yo he visto el logo de Red Bliss en todas partes —dijo, mirando a su alrededor como si temiera ser escuchada— En las luces del metro, en los reflejos de los charcos después de la lluvia, incluso en los ojos de la gente cuando pasan frente a mí. ¡Está en todas partes, Valeria! ¡No puedes escapar de ellos!

Valeria sintió un nudo en el estómago, abrió su propia app de Twitter y buscó el hashtag:

#RedBlissMisterio

Los testimonios se acumulaban, usuarios decían haber visto el logo de Red Bliss en lugares imposibles, como en los reflejos de los espejos o en las pantallas de sus dispositivos cuando estos se apagaban. Alguien publicó una foto de un charco en la calle, donde el agua reflejaba el logo de Red Bliss, aunque no había ningún cartel o anuncio cerca. Pero lo más aterrador eran los mensajes directos que algunas personas comenzaron a recibir. Cuentas anónimas con nombres como @RedBlissDestino enviaban mensajes crípticos:

¢Tu turno está cerca

¢El rojo es tu destino

¢No puedes escapar

Algunos usuarios compartían capturas de pantalla de estos mensajes, solo para desaparecer de las redes horas después, sus cuentas borradas como si nunca hubieran existido. Valeria guardó su teléfono, sintiendo que el aire a su alrededor se volvía más pesado. El miedo ya no era solo local; se había convertido en una epidemia digital, un virus que se propagaba más rápido de lo que cualquiera podía comprender. Y lo peor era que, en el fondo, sabía que no podía hacer nada para detenerlo. Porque Red Bliss ya estaba en todas partes. Intrigada y cada vez más alarmada, Valeria decidió investigar. Llegando a su departamento, abrió su laptop y buscó información sobre Red Bliss, pero cada intento fue en vano. Las páginas web relacionadas con la app aparecían en blanco, o mostraban mensajes crípticos que parecían dirigirse directamente a ella:

¢No puedes escapar

¢Ellos ya lo eligieron

¢El rojo es su destino

Frustrada, cerró la laptop y se recostó en su sillón, mirando fijamente la ventana. Afuera, la lluvia comenzó a caer, golpeando los cristales con fuerza. En el reflejo de la ventana, por un breve instante, creyó ver el logo de Red Bliss brillando en la oscuridad.

Al día siguiente, mientras caminaba hacia el trabajo, Valeria notó algo extraño. La gente a su alrededor parecía distante, como si estuvieran bajo algún tipo de hechizo. Algunos llevaban sobres rojos en las manos, y sus rostros mostraban una expresión vacía, casi robótica. Entonces, lo vio, otro repartidor de Red Bliss, idéntico al primero, estaba parado en la esquina de la calle, esta vez, sus ojos se encontraron con los de Valeria, y una sonrisa demasiado amplia se dibujó en su rostro.

—Tu turno está cerca —murmuró, aunque sus labios no se movieron.

La noche del terror

Mateo siguió actuando de manera aún más extraña, una noche, Valeria lo encontró de pie en la cocina, mirando fijamente la pared. La luz de la luna entraba por la ventana, iluminando su rostro pálido y sus ojos vidriosos.

—Mateo, ¿qué haces despierto? —preguntó Valeria, acercándose a él con cuidado.

Mateo no respondió de inmediato. Luego, giró lentamente la cabeza hacia ella y dijo con una voz que no era la suya:

—Quieren que juegue con ellos.

Valeria sintió un escalofrío recorrer su espalda, esa voz no era la de su hijo. Era grave, casi gutural, como si algo más estuviera hablando a través de él.

—¿Quiénes son «ellos», cariño? —preguntó, tratando de mantener la calma.

Mateo solo sonrió, una sonrisa demasiado amplia, demasiado perfecta. Luego, volvió a mirar la pared y murmuró algo que Valeria no pudo entender.

Valeria comenzó a ver sombras en los rincones de su casa, especialmente cerca de Mateo, risas infantiles. Pensó que era Mateo, pero cuando entró a su habitación, lo encontró dormido. Las risas provenían de afuera, en la calle vacía. Al asomarse por la ventana, vio a un grupo de figuras rojas paradas bajo la luz de un farol, no tenían rostro, solo sonrisas demasiado grandes y ojos brillantes que la miraban fijamente.

—Mamá… —susurró Mateo desde su cama, sin despertar—. Ellos quieren que juegue…

Valeria corrió hacia él, pero cuando lo abrazó, notó que su cuerpo estaba frío, como si llevara horas expuesto al viento de la noche.

Esa misma noche, Valeria escuchó ruidos en la habitación de Mateo. Cuando entró, encontró la ventana abierta y a Mateo parado en el borde, mirando hacia afuera con una sonrisa vacía.

—¡Mateo, nooo!… —gritó Valeria, corriendo hacia él.

Pero antes de que pudiera alcanzarlo, Mateo saltó hacia la oscuridad. Valeria corrió hacia la ventana, pero … lo que vio la impactó.

Un repartidor de Red Bliss, sosteniendo a Mateo, de una manera tan difícil de creer, que se talló los ojos y se mordió la lengua, para “despertar”, pero la realidad la superaba. El repartidor la miró y le dijo con una voz fría y mecánica:

—Gracias por confiar en Red Bliss.

Luego, ambos desaparecieron en una furgoneta sin identificación.

Valeria quedó paralizada, incapaz de entender lo que acababa de suceder. En su mesa, encontró otro sobre rojo. Al abrirlo, el mensaje decía:

¿Quieres ver a tu hijo de nuevo?

Descarga la actualización

La app de Red Bliss se actualizó sola en su teléfono, mostrando una nueva interfaz con un mensaje:

Mateo es parte de nuestra familia

Recibió un par de llamadas:

—¿Quieres ver a tu hijo? —decía una.

—Solo tienes que pedirlo —decía otra.

Valeria se sentó en el suelo, llorando. No sabía qué hacer. No sabía a quién acudir. Lo único que sabía era que su hijo estaba en peligro, y que ella haría lo que fuera necesario para salvarlo… Fue entonces cuando notó la ubicación que le mandaba el GPS de la app.

El Pacto en el metro Balderas

El vagón 7, olía a tamarindo y orina fermentada, las luces fluorescentes, zumbaban como moscas en una tumba, parpadearon y, por un segundo, los grafitis de ¡Chinga tu madre, AMLO! se transformaron en códigos binarios rojos.

En un asiento, alguien había rayado: Red Bliss = La Santa Muerte Virtual. Valeria pisó algo blando, un peluche de Chucky reciclado como altar portátil, con un código QR en lugar de corazón.

El repartidor emergió de entre los anuncios de: «¡Pásele, señora!».

Su Tablet era un espejo de obsidiana. Las cláusulas no se leían… se clavaban:

SOLO TÚ O EL NIÑO MUERE

Y SI MUERES, NOS QUEDAMOS CON ÉL

—Firma aquí, mamá —dijo con la voz de Mateo.

Las cláusulas quemaban su retina:

Cesión de derechos biométricos

Modificación molecular de ADN

Al firmar, nanobots plateados se inyectaron en sus venas, no eran como los de las películas, se movían como gusanos de plata, dibujando cicatrices luminosas bajo su piel, mientras el líquido plateado recorría sus venas, una cámara oculta en el vagón grabó cada segundo. Los nanobots no solo reescribían su cuerpo; le mostraban rutas, nombres, deseos ajenos. Red Bliss había convertido su dolor en un mapa… y ella lo seguiría de forma ciega.

—Oficialmente, bienvenida a la familia —el repartidor reveló una máscara blanca antes de desvanecerse.

Valeria vomitó bilis teñida de oro, en el charco, vio a Mateo en una habitación blanca, lágrimas convertidas en datos. Un sobre rojo a sus pies contenía una foto de Carlos en Tepito y una advertencia:

DETENLO O EL NIÑO MUERE

Al salir del metro, los nanobots reescribieron sus neuronas. Sus ojos captaban frecuencias prohibidas; en las paredes, mensajes parpadeaban:

CORRE. ÉL VIENE. MÁTALO

Marcó a Carlos con manos temblorosas, pero su voz distorsionada, esclavizada, solo alcanzó a decir:

—Aléjate…

Su cuerpo, ahora un puente entre humano y parásito, caminó hacia Tepito. Su mente atrapada, gritaba tras un vidrio mental. Ya no era ella, ni tampoco sabía lo que era.

Caminó unas cuadras, desconcertada por tantos cambios en su interior, cuando notó a Doña Carmen esperándola. La vecina tenía un sobre rojo en la mano y lágrimas en los ojos: —Lo siento, mija —dijo—. A mí me chantajearon con la diabetes de mi marido y la vida de mi sobrino. Pero a tu hijo… —Lo tienen en un lugar llamado: El Nido —susurró— yo lo cuidaré.

Valeria asintió torpemente, no asimilaba todo lo que estaba pasando. Doña Carmen era ahora la «nodriza» de Mateo, otra víctima atrapada en el sistema. Su rol: mantener vivo su cuerpo en una ubicación segura, mientras su energía era explotada.

Valeria notó que Doña Carmen llevaba la misma pulsera de cuentas que ella había regalado a Mateo.

—¿Cómo consiguió esto? —preguntó, sintiendo los nanobots hervir bajo su piel.
—Ellos me la dieron… para que supieras que hablo en serio.

Los vínculos ocultos

Carlos se adentró en los servidores bajo Tepito, el implante en su muñeca proyectaba a Spectre, cuyo holograma parpadeaba entre alertas:

—¿Sigues vivo, hermano? Estos servidores tienen más trampas que un altar de la Santa Muerte.

—No me subestimes —murmuró Carlos, conectando un decodificador a un panel corroído, el dispositivo reveló un directorio encriptado: «Proyecto Innocence».
Cientos de fotos se desplegaron: niños en cápsulas de cristal, conectados a cascos de realidad virtual, entre ellos, un niño de 8 años con una pulsera de cuentas lo paralizó: —¿Mateo? Reconoció la pulsera, idéntica a la que Valeria, su ex, usaba en la preparatoria. Emitía una frecuencia de rastreo.

—¡Es una señal en tiempo real! —Spectre señaló un punto en el mapa—. El Nido está…
Carlos amplificó la imagen. En el reflejo del cristal, una figura con ojos rojos observaba a Mateo: Valeria, o un holograma de ella.

—No, son nodrizas —Spectre descifró archivos de «Proyecto Nodrizas»,
mostrando a Doña Carmen inyectando un líquido dorado en Mateo—. Son baterías humanas. Ella lo mantiene vivo… y lo envenena.

Una notificación interrumpió, un correo antiguo de Valeria apareció:

Asunto: Carlos, guardé tus poemas en el USB.

Ojalá algún día…

[Recuperado de la bandeja de SPAM]

En Guadalajara, Jalisco. Valeria dejó un sobre rojo en la puerta de una influencer. Su teléfono vibró: Chantaje CJNG. Fotos íntimas de @marianagzz. Recompensa: $500K MXN

—Espérame, Mateo. Susurró.

Mientras, el Diablito emergía entre las sombras, su gorra rasgada, ojos escaneando la ciudad. En su mano, un sobre brilló con las coordenadas NIDO-13.

—La próxima jugada no es tu vida, Valeria… es tu huella —susurró el Diablito, mientras el charco a sus pies no reflejaba su rostro, sino un código binario devorando a Mateo pixel por pixel. En el último fotograma antes de que el agua se evaporara, se leía: #ProximaVictima: @marianagzz

FIN CAPITULO 2. TOTAL, PALABRAS: 4999. NOTA: Las imagenes son generadas mediante IA, solo con fines ilustrativos.

⚠️ Estimado lector:

Si este fragmento te dejó con el pulso acelerado… hay mucho más.

Red Bliss forma parte de los proyectos literarios de Gardenia Verchiel, autora mexicana que combina poesía, tecnología y fe con un filo de peligro.

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