Éramos unos niños, de 6 y 8 años.
Mi madre envió a mi hermano a comprar unos víveres a la pulpería.
Ya había pasado un buen rato y mi hermano no regresaba, así que mi madre me dijo:
—Vaya a ver qué pasó con su hermano.
Me dirigí al lugar; era un trayecto corto, alrededor de las cinco y media de la tarde.
El cielo estaba gris, y la gente regresaba a sus casas después del trabajo.
Llegué a la pulpería y vi a mi hermano; lo habían atendido de último, por eso había tardado tanto.
Lista la compra, nos devolvimos juntos a casa.
Para llegar, había que subir unas escaleras de cemento.
Y justo cuando nos dispusimos a subirlas, vimos algo extraño en el cielo.
Frente a nosotros, inmóvil, un platillo volador flotaba silencioso.
Lo más escalofriante era que, aunque había muchas personas afuera, en la calle, solo él y yo lo estábamos viendo.
Era grande, imponente, con luces que cambiaban de tono y un color grisáceo que reflejaba el atardecer.
Mi hermano y yo quedamos paralizados, sin palabras.
Aquella nave estaba suspendida frente a nosotros, y luego, lentamente, se fue desvaneciendo.
Hasta hoy me asombra pensar cómo solo nosotros lo vimos.
Había gente en todas partes, y sin embargo, solo fuimos nosotros los testigos del misterio.
A veces me pregunto si ellos eligen a quién mostrarse.
Da miedo, sí, pero también es emocionante… como si el universo nos hubiese guiñado un ojo, solo una vez, para nunca olvidarlo.
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