El Espejo del Bosque

El Espejo del Bosque

Rieder salas

20/10/2025

Nadie en el pueblo de Riedel (pueblo pequeño aislado entre colinas húmedas y un bosque que nunca dejaba de susurrar, Las casas, de piedra gris y techos de madera ennegrecida por el humo, se apiñaban alrededor de una plaza donde el viento siempre traía olor a tierra y cera) se atrevía a cruzar el bosque después del atardecer. Los árboles, retorcidos como garras, parecían observar a los que pasaban, y se decía que el aire olía a hierro y a silencio.

Rito, el padre de Elena, que era una chica joven de unos diecisiete años, delgada, con una elegancia natural, una piel de tono pálido de quienes han pasado más tiempo bajo la sombra de los árboles que bajo el sol. Su cabello, negro como la corteza húmeda del bosque, le caía en ondas desordenadas hasta la espalda. Sus ojos eran grandes, de un gris verdoso, con un brillo curioso, casi febril; parecían cambiar de color según la luz, como si en ellos viviera una tormenta a punto de desatarse. Vestía con sencillez: un vestido de lino oscuro, botas gastadas y una capa de lana gris, un aire melancólico, sí, pero también una mirada obstinada, había desaparecido allí una noche de invierno buscando leña. Solo encontraron su hacha, oxidada y hundida en el barro. Diez años después, Elena decidió entrar al bosque. No por valentía, sino porque una voz la llamaba cada noche en sus sueños:

“Ven. Ya casi me recuerdas.”

Con una linterna vieja y un cuchillo, avanzó entre la neblina del bosque. Los sonidos del pueblo se desvanecieron pronto; solo quedaba el crujir de la hojarasca y un zumbido lejano, como si la tierra respirara.

Después de horas caminando, Elena encontró un claro. En el centro, una estructura de piedra, como un altar, sostenía un espejo enorme cubierto de musgo. El cristal, sin embargo, no reflejaba el bosque. Reflejaba otra cosa: un pasillo oscuro con puertas infinitas y sombras que se movían detrás de ellas.

La voz volvió a hablar:

“Abre los ojos del reflejo.”

Elena tocó el cristal. La superficie estaba tibia, y su reflejo sonreía con retraso. De pronto, el espejo se onduló y una mano —idéntica a la suya— salió y la tomó del brazo. El mundo giró, y Elena sintió que su cuerpo se invertía, como si la hubieran dado vuelta desde dentro.

Cuando despertó, estaba del otro lado, dentro del espejo, en un suelo frío de piedra pulida. El bosque había desaparecido. Solo quedaba un pasillo interminable, con puertas llenas de espejos. Cada espejo mostraba algo distinto. En uno, su casa. En otro, el bosque ardiendo. En otro más, su padre, llamándola con un rostro que se derretía lentamente como cera caliente. Detrás del espejo, su reflejo —el verdadero cuerpo de Elena—que la observaba desde el mundo real, sonreia mientras regresaba sola al pueblo.

Desde entonces, los aldeanos cuentan que a veces, al pasar cerca del bosque, pueden ver una figura detrás de los árboles: una chica idéntica a Elena, golpeando con desesperación un cristal invisible, tratando de salir. Y cuando alguien se atreve a mirar demasiado tiempo, el reflejo sonríe… y desaparece.

Mucho antes de que existiera el pueblo de Riedel, cuando esas tierras eran solo pantanos y humo, vivía un herrero llamado Eldric el Ciego.
No había nacido sin vista, la perdió en un incendio que destruyó su aldea y se llevó a su esposa e hija.
Dicen que, desde entonces, Eldric juró crear un objeto que le permitiera “ver lo que los ojos no pueden”.

Durante años trabajó él solo en su taller, forjando metales que nunca brillaban igual dos veces. Hasta que una noche llegó a su puerta una misteriosa mujer envuelta en velos, sin sombra.
Le habló con una voz inquietante que parecía venir de dos lugares a la vez.

—Puedo devolverte la vista —le dijo—. Pero no con ojos de carne.
Te daré un espejo que muestre la verdad de las almas.

Eldric aceptó.
La mujer le entregó un fragmento de obsidiana tan oscura que parecía absorber la luz. Le ordenó fundirlo con plata de luna y sangre propia.
El herrero lo hizo…
y en la fragua nació el Espejo del Bosque.

Cuando Eldric lo miró por primera vez, vio más de lo que había pedido: vio los rostros de los muertos que amaba, y detrás de ellos, miles de sombras que observaban.
El espejo le devolvió la vista, sí, pero también lo ató a lo que vio.
Dicen que su alma fue la primera en quedar atrapada allí.

El bosque creció alrededor del espejo, alimentándose de su poder.
Y con los siglos, el pueblo de Riedel se fundó cerca, sin saber que bajo sus raíces dormía un objeto que no reflejaba el mundo, sino el deseo de ser mirado.

Cada vez que alguien se acercaba con suficiente dolor, el espejo despertaba.
Y cuando una lágrima caía sobre la superficie de su marco… se abría.

Elena – Lo que regreso

Cuando la Elena del espejo salió del bosque, el amanecer apenas rozaba los tejados de Riedel. Sus pasos eran firmes, pero había algo extraño en su andar, como si cada movimiento estuviera ligeramente fuera de ritmo.

La gente del pueblo la miraba con sorpresa y alivio. Había pasado toda la noche desaparecida, pero parecía ilesa.
Ella sonreía demasiado.

—¿Dónde estuviste, niña? —preguntó la anciana Maren quien era su abuela.
—En casa —respondió Elena—. Siempre he estado en casa.

Su voz era la misma, pero faltaba algo. No tenía calor, ni eco humano.

Durante los días siguientes, la nueva Elena volvió a su rutina. Ayudaba en el molino, iba al mercado, incluso cantaba las canciones que solía entonar de niña. Pero los animales comenzaron a evitarla. Los perros gemían cuando la veían, y los espejos de las casas donde ella entraba aparecían empañados, como si respiraran.

Una noche, Maren fue a visitarla, pero desde la ventana vio a Elena frente a un espejo roto, hablando con su reflejo.

—No llores —decía la voz de Elena—. Pronto alguien más tomará tu lugar, y podrás descansar.

El reflejo en el vidrio era distinto: pálido, triste, con ojos suplicantes, atrapado detrás del cristal.

Maren retrocedió horrorizada y huyó corriendo por el sendero del bosque, con el corazón golpeándole el pecho como un tambor de guerra. El aire era espeso, casi líquido. Juraría que el bosque la observaba, que las ramas se movían para cerrarle el paso. Llegó hasta el claro, jadeando. El espejo seguía allí, cubierto de rocío y neblina, como si esperara.
—Tú… —susurró Maren, mirándose al reflejo—. ¿Qué hiciste con la niña?

El reflejo sonrió. No el suyo. Era Elena, pero con ojos completamente negros.

—Nada, abuela. Solo le mostré la verdad. ¿Quieres verla también?

Maren retrocedió, pero el espejo empezó a vibrar. De su superficie brotó un murmullo, un canto en un idioma que ninguna garganta humana podría pronunciar. Las piedras alrededor del altar se abrieron como pétalos, revelando un círculo tallado con símbolos antiguos.

El suelo bajo sus pies se volvió líquido, como si estuviera hecha de agua oscura. Y en el reflejo, Maren vio su propio cuerpo descomponerse en sombras, que fueron absorbidas por el cristal.

El espejo se calmó. Solo quedó el bastón de la anciana, apoyado en el borde, mientras su reflejo —ahora dentro— golpeando con las manos y gritando sin sonido.

Esa noche, en el pueblo, los espejos comenzaron a susurrar.
Las mujeres dijeron que oían una voz vieja repitiendo:

“No mires. No la toques. El espejo recuerda.”

Y desde ese momento, a quien se atreve a pasar por el bosque en luna nueva, el viento le trae el eco de un bastón golpeando piedra, una y otra vez, como si alguien buscara la salida desde el otro lado del vidrio.

Desde entonces, cada vez que desaparece alguien en Riedel, los espejos del pueblo se empañan por dentro.
Y si limpias el vidrio con cuidado, puedes ver, por un instante, el rostro de Elena…
mirando desde el otro lado, esperando que alguien la libere.

Elena — La Prisión del Reflejo

Elena intentó gritar, pero su voz no tenía eco. El sonido se perdía, absorbido por las superficies brillantes.

Caminó durante lo que parecieron días, aunque allí el tiempo no existía. En cada paso, veía versiones de sí misma: una niña llorando, una anciana sin ojos, una sombra que imitaba sus movimientos con un retraso burlón.

Finalmente, encontró una puerta.
No era de madera ni de metal, sino de cristal líquido, que temblaba al tocarlo.
Una voz sonó detrás de ella, suave, casi maternal:

—¿Por qué quieres salir, si aquí puedes verlos a todos?

Era Elena misma, pero más alta, más serena. Su reflejo perfecto.

—Yo soy tú —le dijo—. Solo que sin miedo. Afuera no hay lugar para las dos.

Elena retrocedió. La puerta comenzó a cerrarse sola, como si el espejo quisiera sellarla.
Entonces entendió: el reflejo necesitaba que ella siguiera atrapada, para mantenerse viva en el mundo real.

En un acto desesperado, Elena corrió hacia el cristal y golpeó con todas sus fuerzas. El vidrio se agrietó, dejando pasar un hilo de luz, el único que había visto en aquel infierno.
Del otro lado vio el rostro de Maren, horrorizada, justo antes de que el reflejo de Elena saliera al mundo.

La verdadera Elena sigue allí.
No envejece. No duerme.
A veces, cuando alguien se mira demasiado tiempo en un espejo, puede sentir su mirada detrás, y ver un destello —como un ojo que parpadea— justo cuando juras que nadie más está en la habitación.

Y si susurras su nombre frente a un espejo en la oscuridad, dicen que puedes oír su voz, pidiendo, con un hilo de desesperación:

“Ayúdame a recordar cuál de las dos soy.”

Elena y Maren — Las Dos Voces del Cristal

Cuando el reflejo de Elena salió al mundo, el espejo necesitó otro sacrificio para sellar la grieta. Esa fue Maren.
No cambió de lugar con Elena. No tomó su cuerpo.
Fue absorbida por el espejo.

Elena, atrapada en el laberinto del espejo, escuchó un sonido como de agua cayendo y, de pronto, una voz conocida resonó en la oscuridad:

—Elena… ¿dónde estás, niña mía?

Era Maren. Pero su forma no era humana. Su cuerpo era una figura translúcida, hecha de fragmentos flotantes de vidrio y sombra, con el rostro que se distorsionaba cada vez que intentaba recordar quién había sido.

Durante un tiempo —si es que el tiempo existe allí— ambas caminaron juntas por el corredor de espejos. Maren le enseñó a Elena que cada espejo no solo reflejaba el mundo exterior, sino también los recuerdos
de los que habían sido atrapados antes.
Allí vivían miles de ecos: rostros que murmuraban oraciones sin sentido, sombras que repetían sus últimos pensamientos, fragmentos de vidas que ya nadie recordaba.

Pero había un precio.
Cada día que pasaban juntas, Maren se desvanecía un poco más, absorbida por las paredes. Su reflejo se diluía en los vidrios, hasta que una noche, mientras Elena dormía sobre un suelo de cristal, escuchó su voz por última vez:

—No me olvides, pequeña. Si alguien te llama desde el otro lado… no respondas. Es el espejo quien habla, no ellos.

Y cuando despertó, Maren ya no estaba. Solo quedó su reflejo, atrapado en una de las paredes del laberinto: una figura quieta, mirando hacia fuera, con el bastón en la mano, eternamente inmóvil.
A veces, cuando un alma nueva cae en el espejo, la ve, y jura que la anciana parpadea… solo una vez, como si aún vigilara a la niña que quiso salvar.

Desde la desaparición de Maren, Elena dejó de hablar. Las palabras pesaban demasiado, como si cada una se arrastrara sobre vidrio roto. Aprendió a caminar en silencio, a escuchar los susurros de los ecos y distinguir cuándo hablaban con voz propia… y cuándo el espejo intentaba imitar algo que amabas.

Una vez, creyó oír la risa de su hermano menor, ese sonido que solo conocía al caer el sol, cuando la casa aún olía a pan y su madre tarareaba sin letra. Corrió hacia el sonido, cruzando pasillos que se curvaban como espirales líquidas. Pero al final, encontró su reflejo en una esquina que no recordaba haber pasado antes: una Elena idéntica, con los mismos ojos temerosos… solo que vacíos, oscuros.

—¿Quieres salir? —le preguntó su reflejo, con la voz exacta de Maren.

Elena retrocedió. No respondió.

El reflejo sonrió. Una sonrisa quebrada, como el canto de un plato roto.

—Buena chica —susurró el reflejo, y se desvaneció.

Desde entonces, supo que no debía correr hacia las voces. Debía esperar. Observar. Aprender el lenguaje del cristal.

Pasaron años. O momentos. Allí, ambos se mezclan como el vaho y el frío. Elena empezó a encontrar otros reflejos que no eran suyos, atrapados en los bordes, desdibujados. Algunos lloraban sin sonido, otros reían con rabia. Pero todos la miraban.

Una noche —si es que la noche puede existir en un lugar sin sol—, Elena encontró un pequeño espejo cubierto por una tela negra. Estaba oculto tras un muro de plata líquida, y parecía dormir.

Cuando retiró la tela, una ráfaga de aire frío la golpeó. Y al otro lado no vio su reflejo.

Vio su habitación.
La verdadera.
La cama intacta. La ventana abierta.
Y a su madre, sentada frente al espejo, con los ojos enrojecidos, repitiendo su nombre una y otra vez:

—Elena… ¿Elena, me oyes? ¿Estás ahí?

La niña tembló. Dio un paso al frente.

Y entonces recordó las palabras de Maren:

“Si alguien te llama desde el otro lado… no respondas. Es el espejo quien habla, no ellos.”

Elena apretó los puños. Cerró los ojos. Dio media vuelta. Y dejó el espejo cubierto de nuevo, con manos firmes, aunque temblorosas.

Había comprendido al fin:
Ese no era un lugar de salida.
Era un lugar de decisiones.
Y aún no estaba lista.Final del formulario

Cubrir el espejo fue como sellar una herida que aún supura: alivio y culpa, entrelazados.

Elena no lloró. Las lágrimas, como los reflejos verdaderos, eran un lujo que el laberinto no siempre permitía.

Caminó. No sabía hacia dónde, pero los pasillos del cristal parecían responder a su voluntad, como si el lugar mismo hubiese aceptado que ella ya no era una prisionera pasiva, sino algo más. Una guardiana, quizás. O una heredera.

Fue entonces cuando empezó a notar los cambios.

Los ecos, que antes susurraban sin rumbo, ahora la seguían. Algunos imitaban su andar, otros repetían su nombre con ecos cada vez más humanos. Había algo expectante en ellos, como si aguardaran una elección.

Una noche, uno de los espejos se encendió con un resplandor rojizo, distinto a todo lo que había visto antes. No mostraba ningún reflejo, sino un símbolo: dos círculos entrelazados, rotando lentamente, como planetas atrapados en una danza antigua.

Elena sintió un tirón en el pecho. Una voz surgió desde el centro del símbolo. No era humana.

—Portadora del eco. Guardiana del umbral. Debes decidir.

Ella no habló. Solo observó.

La voz continuó, más grave, más clara:

—¿Sellarás el laberinto… o abrirás el camino?

El símbolo giró más rápido. Alrededor, los espejos comenzaron a vibrar, mostrando escenas de otros mundos, otros niños, otras vidas. Algunos eran felices. Otros, no. Y en uno… por un instante, Elena juró ver a Maren. Pero no su reflejo. A la verdadera.

Anciana, ciega, de pie frente a un espejo en otro lugar, en otro tiempo.

—Elena —susurró, como si el eco atravesara las capas de vidrio y años—. No todos los caminos son prisión. Algunos son puente.

Y entonces, todo cesó.

El símbolo se desvaneció. Los espejos se calmaron. El laberinto respiró hondo… como esperando una decisión difícil de tomar.

Elena se quedó de pie en medio de esa encrucijada sin forma, sin mapa. El eco de Maren aún palpitaba dentro de ella, como un hilo de cristal que no se rompe.

Ella sabía que la próxima decisión no sería solo suya.
Era de todos los que habían quedado atrapados.
Y también de los que aún no habían cruzado.

Caminó hasta el espejo cubierto.
Le pasó la mano una vez más.
Y susurró:

—Aún no. Pero pronto.

La palabra resonó en el silencio, más como una promesa que como un rechazo.

La oscuridad detrás del espejo pareció estremecerse, como si hubiera escuchado su promesa. El aire en el laberinto se cargó de expectación, y los espejos, aunque silenciosos, parecían contener la respiración. Elena sintió el peso de su decisión resonando en cada fibra de su ser.

De repente, un destello tenue emergió de las profundidades del espejo cubierto. Era una luz suave, casi plateada, que comenzó a envolverla. La voz de Maren volvió a susurrar en su mente, «No todos los caminos son prisión. Algunos son puente.»

Si Maren, la verdadera, la anciana, la ciega que había visto al otro lado del tiempo, le había dado una elección, significaba que la opción de «abrir el camino» no era simplemente un acto de destrucción o de caos. Era la posibilidad de una ruta de escape. Un puente.

Elena se dirigió al centro del laberinto, el punto exacto donde el resplandor rojizo había brotado. Ahora no había nada más que el reflejo normal y distorsionado de sí misma, una joven con el rostro tenso bajo la luz fantasma.

Extendió la mano y tocó el vidrio. Sus dedos rozaron la superficie fría, opaca y profunda, como el fondo de un pozo.

«Si la decisión no es solo mía, necesito que todos la tomen», pensó.

Y luego, una voz.

Pero no la del símbolo. Ni la de Maren.

—¿Creíste que tendrías todo el tiempo del mundo?

Elena dio un paso atrás. La voz era aguda, temblorosa, pero cargada de intención. Una figura comenzó a tomar forma dentro del espejo, emergiendo lentamente, como si fuera moldeada desde dentro por la niebla.

Una niña.

O al menos… algo con forma de niña.

Cabello oscuro, ojos demasiado grandes. Pálida como cera derretida. Y en sus manos, el mismo símbolo que había visto antes, esta vez grabado en un fragmento de espejo roto.

—Yo fui la primera, ¿sabes? —dijo la figura—. La primera en decidir. Pero decidí mal. Y ahora soy parte del eco.

La figura levantó el fragmento.

—Alguien siempre paga por la apertura del camino. No todos los puentes llevan a casa.

Elena sintió un escalofrío treparle por la espalda.

Pero no retrocedió.

—¿Cuál fue tu decisión? —preguntó, firme.

La figura sonrió. Con tristeza. Con verdad.

—Abrí la puerta para salvar a alguien. Y en el intento, me perdí.

Luego tendió el fragmento hacia Elena.

—Toma. Si vas a abrirlo… que sea con los ojos bien abiertos.

Elena extendió la mano… y tocó el cristal.

Una punzada de frío le atravesó los dedos.

Y al instante, todo el laberinto se volvió rojo.

El rojo era como una marea que lo consumía todo, un fuego que ardía sin llamas, ardía con memorias, con recuerdos.

Voces apagadas susurraban desde su superficie agrietada. Elena cerró los ojos, y el mundo se partió en dos.

La mitad que conocía —pasillos de espejos, esquinas imposibles, reflejos traicioneros— se diluía en un resplandor carmesí. Y la otra mitad emergía como un sueño roto.

Se encontró de pie en un campo gris, bajo un cielo sin sol. Los espejos flotaban a su alrededor, suspendidos como lunas quietas, y cada uno mostraba una versión distinta de sí misma: niña, anciana, ausente, dormida. En uno, lloraba, En otro, no existía.

La visión se desvaneció tan abruptamente como comenzó. Elena se encontró de pie en el laberinto, el fragmento de espejo todavía en su mano. El símbolo grabado en él parecía pulsar con una luz maligna. La oscuridad a su alrededor parecía palpitar, como si el laberinto mismo estuviera vivo y la estuviera observando.

—¿Qué has visto? —susurró una voz detrás de ella.

Elena se dio la vuelta, pero no había nadie. La voz parecía venir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo.

—He visto el futuro —respondió, su voz firme—. Y he visto el precio.

El laberinto pareció contener la respiración. El pulso maligno del fragmento de espejo en su mano se intensificó, latiendo al ritmo de un corazón ajeno. El brillo rojizo se había calmado, transformándose en una braza opaca que, sin embargo, emitía un calor palpable.

—El futuro es un eco roto del presente —continuó la voz inmaterial, con un tono que sonaba a mil susurros superpuestos—. El precio es la única constante. ¿Y cuál es, Guardiana del Umbral? ¿Cuál es el precio que se debe pagar?

—El precio… —murmuró, y su voz le pareció ajena, como si hablara desde una distancia imposible. La visión del espejo entero destelló un instante en su mente: el laberinto reflejado infinitamente, los senderos convertidos en venas de cristal— para que unos crucen al exterior, uno debe cruzar al interior.

—Ese es el precio, ¿verdad? —La voz de Elena se endureció—. Quienquiera que abra el camino, se convierte en la nueva prisión. En el nuevo eco. El laberinto solo cambia de guardián.

—Casi lo entiendes —dijo la voz del laberinto —. No es solo un cambio de guardián. Es un ciclo que se repite. Cada vez que alguien abre el camino, el laberinto se renueva, se reinventa. Y el nuevo guardián… no es solo un prisionero, es el ancla que mantiene el equilibrio. Sin él, el laberinto se desmoronaría, y todo lo que ha sido atrapado sería liberado.

—Debes decidir. Ya no se trata de sellar
o abrir. Eso ya fue decidido por el clamor. Ahora se trata de quién pagará el peaje. La elección es personal, Portadora. ¿Ofrecerás el alma de Maren, tu deseo de encontrarla, para que otros vivan? ¿O usarás tu propia vida como ancla para asegurar que su advertencia se cumpla?

Elena apretó el fragmento de espejo. El latido en su palma se hizo doloroso. Las imágenes se arremolinaron: la Maren joven y desesperada, la Maren anciana y ciega que le había ofrecido la esperanza de un puente, y la sombra pálida de la primera Portadora, que se había perdido por amor.

Sabía lo que tenía que hacer. Su decisión de abrir el camino había sido un acto colectivo, pero el sacrificio debía ser individual.

—El peaje no se pagará con la esperanza de otros —declaró, su voz clara y autoritaria, resonando en cada rincón del laberinto—. Se pagará con el conocimiento.

Dio un paso hacia el espejo central, que seguía siendo una superficie negra y profunda, la boca del puente. Levantó la mano que sostenía el fragmento de espejo ardiente.

—Mi decisión es esta: Cruzo, y me convierto en el ancla. Pero no me perderé. La primera Portadora pagó con su identidad. Yo pagaré con mi presencia. Me quedaré aquí, dentro del umbral, para estabilizar el puente… pero llevaré el fragmento.

Al decir esto, Elena no arrojó el cristal. Con una determinación dolorosa, presionó el borde afilado del fragmento contra la piel de su muñeca. La sangre brotó, oscura y caliente, y se mezcló con el residuo de arena roja del espejo.

—El ancla soy yo. El precio es mi vida dentro de su estructura. ¡Pero el fragmento es mi mapa! ¡Y mi memoria! —Su sangre goteó sobre el espejo central—. ¡Crucen! ¡Salgan! ¡Pero yo me quedo a asegurar el puente!

El peaje ha sido aceptado, Portadora del Eco —dijo la voz metálica desde la oscuridad—. Ahora eres nuestra guardiana. Bienvenido al interior del umbral.

Y con un tirón brutal, Elena fue arrastrada hacia la negrura, el fragmento de espejo en su mano, la sangre fresca marcando su pasaje.

El laberinto respiró de nuevo, ya no como una prisión, sino como un puente.

Y con el rugido de la libertad, las otras almas comenzaron a cruzar flotando como luciérnagas sobre el abismo, todas llevaban un mismo reflejo en los ojos: el de Elena, anclada entre mundos, sosteniendo el equilibrio del espejo, hasta que su nombre se disolvió en el silencio del umbral.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS