El hombre que no sabía pedir disculpas

En todos los barrios hay un tipo así.

Uno que camina con la frente alta, como si el orgullo le sirviera de abrigo. Un hombre que no sonríe mucho, que parece haber firmado un pacto secreto con la seriedad. En el nuestro se llamaba Serrano. Vestía siempre de gris, hablaba poco y se reía menos. En el café del barrio lo escuchábamos opinar de todo: del fútbol, de la política, de las mujeres. Sobre todo de las mujeres. Decía que ahora estaban “muy sueltas”, que los hombres habían perdido autoridad, que antes las cosas eran distintas. Y lo decía con esa nostalgia de quien confunde el respeto con el miedo.

Clara, su mujer, tenía esa clase de dulzura que cansa. Una paciencia hecha de años de oír lo mismo. Cocinaba en silencio, servía en silencio, y también en silencio fue aprendiendo a irse un poco cada día. Hasta que un día se fue del todo. No hubo gritos ni reproches, apenas una casa ordenada y una taza limpia en la mesa. Serrano no la buscó. Dijo, con tono de triunfo, que él no rogaba por nadie. Pero esa noche dejó la luz encendida.

El tiempo, que no perdona a los orgullosos, fue deshilachando su figura. Los amigos del café empezaron a faltar. El bar cerraba más temprano. Y Serrano se fue quedando solo, hablando con las sombras de un mundo que ya no existía.

Una tarde lo vieron en la vereda.

Estaba quieto, con la escoba en la mano, mirando el cielo.

No dijo nada.

Pero los vecinos juraron haber visto cómo movía los labios, como si murmurara un nombre, o tal vez un arrepentimiento que no se animaba a decir en voz alta.

Después levantó la cabeza, dejó que el viento le desordenara el pelo y siguió barriendo, muy despacio, como quien busca borrar sus propias huellas.

Dicen que esa noche llovió.

Y que Serrano, por primera vez en su vida, no se refugió del agua.

Dejó que la lluvia le corriera por la cara,

como si fuera una disculpa demasiado demorada.

Desde entonces, cuando los viejos del barrio se juntan en el café, alguien suele decir que el machismo no se cura con discursos, sino con lágrimas.

Y que los hombres como Serrano – los que no sabían pedir perdón – todavía andan por ahí,

esperando que el cielo se les ablande un poco

para poder llorar sin que nadie los vea.

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