No sé en qué instante empecé a mirarte distinto.
Quizá fue cuando la luz cayó sobre tu rostro
y el día se volvió piel.
Hay cuerpos que no se miran: se contemplan.
El tuyo, por ejemplo, no pide atención, la imanta.
Tenías una calma que dolía.
Ese tipo de belleza que no compite, que no grita,
solo respira.
No era masculina, tampoco femenina:
era el punto exacto donde ambas fuerzas
se cruzan sin anularse.
Tu energía tenía filo y caricia,
un equilibrio improbable
que descoloca y fascina al mismo tiempo.
Lo masculino en ti no dominaba: sostenía.
Lo femenino no adornaba: revelaba.
Y en ese entrelazamiento nació algo nuevo,
algo que no obedece a los nombres ni a las reglas del cuerpo.
Eras como el sonido antes de tener palabra,
como el deseo antes de elegir dirección.
Tu rostro parecía cincelado por dudas antiguas:
pómulos firmes, labios suaves,
una mirada que contenía fuego y temblor.
Cada rasgo dialogaba con su contrario,
y de esa conversación silenciosa
brotaba un erotismo distinto, más hondo, más humano.
No era el deseo de poseer,
sino el de comprender con los sentidos.
Tu cuerpo invitaba a acercarse con respeto,
como quien se acerca a un misterio que respira.
Era una belleza sin mandato, sin exceso,
un llamado a sentir sin certeza.
Y comprendí: lo andrógino no es confusión,
es armonía.
Es la reconciliación de lo que el mundo quiso separar.
En ti, la fuerza y la vulnerabilidad se abrazaban,
y ese abrazo era el verdadero acto erótico.
El erotismo andrógino no busca definir,
busca abrir.
Es un espejo que devuelve todas las posibilidades,
donde cada mirada se reconoce fragmentada y entera a la vez.
Quien te mira no desea tu cuerpo, desea su propia libertad.
Tu andar era un rezo y una provocación.
Cada movimiento parecía decir:
“soy ambos, y por eso soy más”.
Y sí, había ternura en eso.
Una ternura que no teme al deseo,
que lo deja ser sin violencia.
Cuando te acercaste,
sentí la antigua chispa del origen,
ese instante en que el mundo todavía no sabía
cómo llamarse.
Allí comprendí que el erotismo más profundo
no nace del exceso de piel,
sino del equilibrio entre opuestos,
de la unión sagrada entre lo que aprendimos a separar.
Tu belleza no era ambigua,
era total.
Y ese todo, ese espacio sin borde
me devolvía a mí mismo,
sin máscaras,
sin categorías,
sin miedo.
Porque admirarte fue entender
que en el umbral donde lo masculino y lo femenino se entrelazan,
el deseo no se divide: florece.
Y que ese florecer, callado y tierno,
es la forma más pura del erotismo.
 
         Umbral andrógino
                                    Umbral andrógino                                
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