Dicen que en la esquina donde el mar se encuentra con los periódicos del Estado, hay una cafetería que huele a tinta vieja y a dogma recalentado. Allí, entre tazas desparejadas, se sientan a conversar los hombres que todavía creen en las palabras dichas por los dueños del pueblo.
Aquella tarde, un señor libre —de esos que no cargan bandera más que la del pensamiento— escuchaba con una sonrisa serena al dogmático del barrio, quien agitaba su taza como si fuera una proclama.
—Allá, en esa otra geografía, el pueblo sufre porque se ha entregado al capitalismo salvaje —decía el dogmático, golpeando la mesa como si despertara conciencias dormidas.
—Curioso —respondió el señor libre—, hablas con tanta pasión de lo que sucede lejos, que casi olvidas lo que ocurre a un paso de tus zapatos.
El dogmático lo miró con gesto de sospecha.
— ¿Por qué me rebates? —dijo, exhalando la pregunta con un aire de víctima ideológica.
El señor libre sonrió, con esa calma que solo da haber leído más libros que consignas.
—No te rebato, amigo, te escucho. Pero escuchar no es asentir. El diálogo entre visiones opuestas —cuando se da sin odio— es uno de los actos más elevados del espíritu humano.
El otro frunció el ceño.
—Eso suena muy burgués.
—O tal vez muy humano —replicó el libre—. Verás, el humanista que no soporta escuchar al dogmático se vuelve, sin darse cuenta, otro dogmático; y el dogmático que se niega a escuchar al humanista se condena a vivir en una idea sin carne ni sangre.
El dogmático quiso responder, pero el vapor del café le empañó las palabras.
—El secreto —continuó el libre— está en no discutir para ganar, sino para entender.
Afuera, un gato cruzó la calle con la indiferencia de los que ya saben todos los discursos.
—A veces —dijo el libre, casi en un suspiro—, una conversación así no cambia ideologías, pero puede abrir una rendija por donde entre algo de luz: la comprensión de que el ser humano vale más que cualquier sistema.
El dogmático bebió lo que quedaba de su café y, como buen creyente, se enojó en silencio.
Dicen que aún sigue allí, en su lado encantado y equivocado, repitiendo cada mañana la misma consigna, mientras el señor libre camina por otras esquinas donde la libertad todavía huele a café recién hecho.
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