Fragmento. El universo también debe reír.

Fragmento. El universo también debe reír.

A veces me canso —lo confieso sin culpa— de esa insistencia humana en hablar de política, de partidos, de doctrinas que giran sobre sí mismas como viejos trompos sin niño que los impulse. Me fatiga la espuma de los discursos, los gestos huecos, las banderas que cambian de color como si eso bastara para cambiar el viento.

Prefiero hablar de los seres humanos, de sus silencios y sus temblores, del amor que nace sin dogmas, del universo que se expande en nosotros cuando cerramos los ojos. Prefiero hablar del Kybalión, de esas viejas verdades que vibran en los pliegues del tiempo, y de lo esotérico, que no es otra cosa que lo esencial disfrazado de misterio.

La modernidad también me gusta —no voy a negarlo—, con sus luces eléctricas que prolongan el día y sus máquinas que sueñan en lenguaje binario. El ser humano, entre tanto, sigue siendo el mismo: un niño curioso que intenta descifrar al infinito con las manos.

Me enferma, en cambio, hablar de los caprichos de los políticos, de esas ideologías con vista corta y alma de hormiguero. Me hastían las definiciones humanas de Dios, los templos que encierran al cielo, y el Olimpo inventado por los hombres para justificar su propio desconcierto.

Y me disgusta, profundamente, esa costumbre de culpar a Lucifer por lo que solo nace de nosotros: el odio, la envidia, el amor malgastado. Al pobre diablo lo han hecho depositario universal de la miseria humana, y tal vez ni siquiera exista más allá del miedo que lo invoca.

Sueño, en cambio, con un tiempo distinto. Un período donde la luz de las ideas humanistas —esa llama que no necesita altar ni partido— ilumine los caminos y devuelva a los hombres la nobleza de mirarse sin etiquetas.

Quizás, entonces, el universo sonría un poco.

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