Era una tarde tibia, de esas que parecen tejidas con el hilo invisible en el telar de la vida. El mar respiraba en calma, y el horizonte se deshacía en un resplandor dorado que tocaba la piel con la dulzura de un pensamiento antiguo.

Sobre la arena, un joven y su amada conversaban sin prisa, dejando que las olas puntuaran sus silencios. Ella jugaba con un caracol entre los dedos, mientras él, con esa serenidad que solo tienen los espíritus que han mirado hacia adentro, comenzó a hablarle, como si las palabras nacieran de la marea:

—No vemos el mundo tal como es… lo vemos tal como podemos nombrarlo —dijo él, y su voz parecía venir de muy lejos, de un lugar donde los pensamientos se vuelven aire.

Ella lo miró con ternura, esperando el resto de aquel misterio.

—Cuando Wittgenstein escribió esta frase —continuó el joven— no hablaba solo del idioma. Hablaba del poder invisible que tienen las palabras para abrir o encerrar nuestra realidad.

Las olas rompían suavemente a sus pies, y por un instante, ambos guardaron silencio, como si el universo los escuchara.

—Mira, amor —dijo él con una sonrisa apenas dibujada—: si no tienes palabras para el dolor, el dolor se vuelve confusión. Si no sabes nombrar tus sueños, tus sueños se disuelven en silencio.

Ella asintió, con los ojos brillantes, comprendiendo que no era solo una reflexión, sino una revelación.

—El lenguaje no es solo comunicación —siguió él—. Es comprensión, es mapa, es frontera. Lo que no puedes decir, tarde o temprano, se convierte en aquello que tampoco puedes pensar, y nunca dirás…

Una gaviota cruzó el cielo, y la muchacha, en un impulso, la señaló:

—Entonces… ¿si no pudiera nombrarla, dejaría de existir para mí?

—No del todo —respondió él—, pero su vuelo ya no tendría sentido. Por eso hay personas que sienten mundos enteros dentro de sí, pero viven prisioneras… no por falta de libertad, sino por falta de palabras. El vocabulario interior define el tamaño de nuestra existencia. Amplía tu lenguaje, y ampliarás tu universo.

Ella lo escuchaba como quien bebe de una fuente invisible.

—Leer transforma —prosiguió el joven—, no por la historia, sino por las nuevas palabras que nos entrega. Cada término nuevo es una ventana. Cada concepto, un camino.

La muchacha tomó su mano y murmuró:

—Entonces, leer es aprender a ver.

Él sonrió, complacido por su intuición.

—Exactamente. Quien no amplía su lenguaje, repite siempre los mismos pensamientos. Y quien repite los mismos pensamientos… vive siempre la misma realidad.

El sol se escondía detrás del mar, y la luz rojiza se filtraba entre sus rostros.

—Nombra lo que sientes —susurró él, rozándole el cabello con ternura—. Nombra lo que sueñas. Toda palabra nueva es una puerta que se abre en tu mundo interior.

Ella lo miró, y con voz temblorosa, como quien abre una puerta por primera vez, dijo:

—Te nombro amor.

Y al pronunciarlo, algo invisible se encendió en el aire, como si el universo hubiera estado esperando esas dos palabras para comenzar de nuevo.

El joven cerró los ojos, como si aquel nombramiento lo hubiera tocado en un lugar que no sabía que existía. El caracol en las manos de la muchacha pareció vibrar, como si también escuchara. El mar, cómplice antiguo de los secretos humanos, dejó caer una ola más larga, más lenta, como si quisiera abrazarlos.

Entonces, sin que nadie lo anunciara, el cielo cambió de color. No era rojo ni azul, sino un tono que no tenía nombre, porque aún no había sido pensado. Y en ese instante, ella lo comprendió: cada palabra que no existe es una emoción que espera ser vivida.

—¿Y si inventamos palabras para lo que aún no sentimos? —preguntó ella, con la voz de quien ha descubierto un continente.

Él la miró como se mira una revelación, y respondió:

—Entonces seremos los primeros en habitar esos mundos.

Y así, bajo un cielo sin nombre, comenzaron a hablar en un idioma que nadie les enseñó, hecho de intuiciones, de silencios, de caracoles y gaviotas, de palabras que no existían pero que ya sabían cómo pronunciar.

Desde aquel día, cuentan los pescadores que en ciertas tardes, cuando el sol se despide con nostalgia, se escucha una lengua nueva sobre las olas. No tiene gramática, pero tiene alma. No tiene diccionario, pero tiene verdad.

Y dicen que quien la entiende, ya no vuelve a mirar el mundo como antes. Porque ha aprendido que nombrar es crear. Y que amar… es nombrar lo invisible.

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