La mujer del mediodía

Cincuenta. Qué palabra tan pesada. No suena a edad, suena a frontera.

Yo no pensaba llegar hasta aquí, o no así. Me lo imaginaba distinto: una casa junto al mar, libros abiertos por costumbre, alguien que me mirara sin esperar nada. 

Pero uno no llega donde quiere, sino donde aguanta.

Has aguantado bastante. No todos pueden decirlo.

A veces no sé si es mérito o torpeza.
Hice listas. “Cosas por hacer antes de los cincuenta”: viajar más, escribir algo que valga la pena, reconciliarme con mi madre, aprender a estar sola sin miedo.

Ninguna está tachada.

No porque no hayas querido, sino porque te importó demasiado hacerlas bien.

No me consueles.

He pasado la mitad de mi vida esperando el momento justo.

Siempre pensé que el futuro era un sitio donde podría empezar de nuevo. Pero el futuro se me vino encima como una ola. 

Y aquí estoy, empapada, sin saber si nadar o dejar que me arrastre.

Podrías aprender a flotar.

Flotar no es vivir. Es rendirse con elegancia.

Mira mis manos: ya no tiemblan como antes, pero tampoco buscan.

¿Y qué hago con eso? ¿Qué hace una mujer que ya no busca?

Empieza a mirar.

Mirar… Sí. Pero mirar qué. Las calles son las mismas, los rostros se repiten, el amor se ha vuelto un ruido lejano.

Antes me movía por deseo; ahora por costumbre.

Y sin embargo —(pausa)— todavía hay algo, un pequeño temblor cuando cae la tarde. No sé si es miedo o esperanza.

Quizá las dos cosas. Las dos se parecen.

Tú siempre tan razonable.

Te escucho hablar y me pregunto cuándo te volviste tan calma. 

Antes eras fuego, una voz que empujaba, que gritaba “vamos”.

Ahora sólo murmuras.

Porque ya no necesito gritar. Al fin me oyes.

¿Y qué dices entonces?

Que los logros no son los que soñabas, sino los que sobreviven al sueño. 

Que no escribirás el libro que cambie nada, pero escribirás una carta sincera. 

Que no amarás como a los treinta, pero aprenderás a quedarte sin perderte. 

Que no serás joven otra vez, pero todavía puedes ser libre.

Libre… libre de qué.

De esa idea de tener que ser alguien distinta para merecer el tiempo que te queda.

(el silencio se alarga; luego sonríe apenas)

Quizá eso sea todo.

No un triunfo, sino un modo de seguir andando sin pedir permiso.

Tal vez a los cincuenta uno deja de perseguir promesas y empieza a sostener verdades pequeñas: un café caliente, una conversación sincera, el sonido de la lluvia que no espera ser comprendida.

Entonces, ¿qué harás ahora?

Seguiré bebiendo este café.

Después abriré la ventana, dejaré que entre el aire, y veré si todavía me queda un poco de mundo por andar.

Te queda.

(lo dice bajito, como si no quisiera romper el instante)

Sí. Me queda.

(Se escucha el sonido de una cuchara contra la taza. La luz se apaga lentamente. Ella no se mueve. Pero respira distinto. Como quien ha dejado de huir.)

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