“Entre la vida, la guerra y el amor”
NOVELA HISTORICA
LA GUERRA ENTRE HONDURAS Y EL SALVADOR
“Entre la vida, la guerra y el amor”
Una historia de memoria, pérdida y esperanza
JOSE EUGDALDO DIAZ FERNANEDEZ
Introducción
Honduras, julio de 1969. Una nación marcada por la incertidumbre, la pobreza y las tensiones regionales. El conflicto entre Honduras y El Salvador no se forjó únicamente por el fútbol, como popularmente se creyó. Detrás de cada disparo, cada bombardeo, se escondían intereses más profundos: la tierra, la dignidad, el poder. En medio del estruendo de la guerra y la manipulación de los medios, floreció también una historia de amor tan frágil como poderosa.
Esta novela corta narra las vivencias de Honorio, un joven soldado hondureño, y su lucha entre el deber patriótico y el amor por Angustia Soledad, una humilde campesina. Mientras tanto, el centenario don Lelo Suazo, testigo de generaciones de lucha, observa con resignación cómo su patria se desangra otra vez por intereses ajenos al pueblo.
Una historia tejida entre cartas, disparos, esperanzas rotas y silencios que lo dicen todo.
Capítulo I
El apagón del 14 de julio
La noche del 14 de julio de 1969 cayó con un silencio distinto. El cielo estaba opaco, sin estrellas claras, como si presintiera lo que iba a suceder. En las casas, muchas personas escuchaban noticias deportivas por la radio cuando, de pronto, la emisión se cortó abruptamente.
Un joven locutor se le escuchó, tembloroso:
—¡Noticia de última hora! —su voz vibraba—
—Se informa que 800 soldados salvadoreños han invadido Honduras… ¡Nos atacan!
—Se pide a la población que conserve la calma…
—Es necesario que el país quede sin luz para protegerse del enemigo.
Y de pronto todo quedó en oscuridad. Un silencio sepulcral dominó el país entero.
Las familias encendieron candiles, velas, ocotes; fuegos pequeños en medio de la penumbra. Muchas mujeres y niños corrieron a esconderse bajo camas; alguien llegó a refugiarse en tumbas vacías en los cementerios. El miedo se respiraba en el aire.
En una vivienda sencilla, de madera vieja y paredes gastadas, habitaba don Lelo Suazo. Habiendo vivido más de cien años y siendo partícipe en la huelga de 1954, era una figura respetada, el “roble” de su comunidad. Esa noche, cuando se enteró de la noticia, se incorporó lentamente.
Se colocó de pie con esfuerzo, apoyado en su bastón, y apagó la radio. Luego se quitó el sombrero de junco que un viejo amigo salvadoreño le había regalado. Con piernas que temblaban, caminó hacia la puerta. Al abrirla, la madera vieja emitió un quejido, resonando en la calle desierta.
Salió al umbral, miró hacia el cielo, pero no vio ningún avión ni luz alguna.
—¿Dónde están los fósforos del carajo? —murmuró con ira y confusión—
Volvió a entrar. Su mente voló hacia su hijo: Honorio, soldado 504 del Batallón de Ingenieros en Siguatepeque.
Mientras tanto, en cuarteles hondureños recelosos, los rumores se esparcían. Se decía que hoy por la noche habría una movilización hacia la frontera. Y el destino quiso que Honorio fuese convocado esa misma noche.
Capítulo II
El Roble Centenario y su Pasado
La noche seguía oscura. Afuera, el murmullo del viento arrastraba hojas secas y polvo. Dentro de su casa, don Lelo Suazo se sentó con esfuerzo en su viejo sillón de madera, el mismo que había fabricado él mismo cuando aún era joven y fuerte. Miraba el techo con los ojos nublados por el tiempo.
Junto a la mesa, una pequeña vela titilaba sobre un vaso vacío.
—Esto ya lo viví… —murmuró para sí—. En el 54 luchamos por pan y trabajo… ¿Y ahora? Ahora mandan a morir por tierras que ni siquiera son nuestras.
Tomó una taza de café frío y le dio un sorbo. El sabor amargo le trajo recuerdos.
En su juventud, había sido líder campesino, perseguido por su activismo. Había caminado kilómetros enteros, descalzo, para hablar en asambleas improvisadas. Había gritado con otros hombres:
—¡Tierra para el que la trabaja!
Pero los años lo convirtieron en espectador del mismo drama, con distintos protagonistas.
Cerró los ojos. Recordó a don Salvador, su viejo amigo salvadoreño, con quien compartió campo y tabaco en sus años mozos.
—Ojalá sigas vivo, viejo… —susurró—. Ojalá tus hijos no estén entre los que cruzaron la frontera esta noche.
El viento golpeó una de las ventanas. A lo lejos, un perro ladraba.
El anciano miró al retrato de su hijo Honorio colgado en la pared: uniforme verde, mirada firme, sonrisa joven.
—¿Dónde estarás ahora, muchacho? —dijo en voz alta, con un tono entre orgullo y tristeza.
En la penumbra, los recuerdos lo rodearon como fantasmas familiares. La huelga del 54, las marchas, las primeras tomas de tierras, los amigos perdidos… Y ahora otra generación caminaba hacia la guerra, quizá para nunca volver.
—Cronos, maldito dios del tiempo —dijo don Lelo—. A mí no me has vencido, pero me has dejado viendo cómo todos se van antes que yo.
Se quitó el sombrero, se levantó con esfuerzo, y caminó hacia la puerta. Escuchó de lejos el sonido de un avión, y el corazón se le apretó.
Luego volvió al sillón y cerró los ojos, tratando de dormir… por si esa noche no amanecía.
Capítulo III
Honorio y Angustia.
Mientras don Lelo luchaba con el insomnio del alma, su hijo, Honorio, recibía órdenes claras.
—Suazo —gritó el mayor desde su oficina—. Esta noche partirá hacia la frontera. Prepare su equipo.
—Sí, señor —respondió Honorio con voz serena, pero el corazón le latía con fuerza.
Volvió a la barraca y, como un rayo, pensó en Angustia Soledad, su novia desde hacía pocas semanas. Una campesina sencilla, de ojos profundos y manos trabajadas. El pensamiento de ella le dolía más que el miedo a la muerte.
Con ayuda de dos compañeros, se escapó del cuartel aquella noche. No era deserción. Era amor.
Tocó la puerta de la casa de Angustia. Ella abrió sorprendida, con una vela en la mano.
—¿Honorio? ¿Qué haces aquí? ¿Te escapaste?
Él no dijo nada. La abrazó. Sintió el perfume de la tierra en su ropa, el calor de sus brazos.
—Me voy a la guerra, Angustia —dijo con un nudo en la garganta.
Ella retrocedió un paso, con los ojos brillantes.
—¿A la guerra?
—Sí… hoy mismo. No sé si volveré, pero tenía que verte. Tenía que decirte que… te quiero.
Las lágrimas de Angustia rodaron sin permiso.
—¿Y si no vuelves? —preguntó en un susurro.
Honorio sacó de su bolsillo una pequeña libreta y un lápiz.
—Te escribiré cada vez que pueda. Prometí sobrevivir para ti.
Ella lo santiguó, le dio un beso en la mejilla y lo abrazó tan fuerte como si el mundo se fuera a acabar. Y en cierta forma, para ellos, así era.
Cuando Honorio se alejó, la figura de Angustia quedó envuelta en sombra. Solo el reflejo de la vela seguía vivo.
Volvió al cuartel antes del amanecer, listo para morir… o para vivir por ella.
Capítulo IV
Rumores de guerra
El amanecer del 15 de julio trajo más incertidumbre que claridad. Los pobladores de Siguatepeque despertaron con los nervios aún alterados por el apagón de la noche anterior. El cielo permanecía cubierto de nubes bajas, como si ocultara a propósito lo que se avecinaba.
Los locutores de la radio intentaban calmar a la gente, pero sus voces se quebraban:
—La situación en la frontera se mantiene tensa… nuestras fuerzas resisten con valentía…
Nadie creía completamente en lo que se decía. En los mercados, en las plazas, en las calles de tierra, todos hablaban en voz baja:
—Dicen que los salvadoreños ya están a diez kilómetros…
—Dicen que los hondureños no estaban preparados…
—Dicen que esto es por las tierras, no por el fútbol…
En la casa de don Lelo, el café se hervía en una olla negra de barro.
—Abuelo —le dijo una vecina joven mientras llegaba con pan envuelto en hojas de plátano—, ¿usted cree que esto acabe pronto?
El viejo no respondió de inmediato. Se limitó a servir café en una taza rota.
—¿Acabar pronto? No, niña… —dijo finalmente—. Esto apenas empieza. A los poderosos les conviene que el pueblo se distraiga, se divida, se muera.
Ella bajó la mirada. La guerra aún no había explotado con toda su furia, pero el miedo ya vivía en cada casa.
Mientras tanto, al norte del país, cientos de soldados hondureños se movilizaban en silencio. Entre ellos marchaba Honorio, con la libreta verde en su bolsillo derecho, donde había escrito:
“Ya estoy listo para morir o vivir, pero me cuidaré por ti.”
Los oficiales hablaban entre susurros. Las órdenes eran claras: avanzar hasta la frontera, establecer posición, resistir a cualquier costo.
—Nos mandan como corderos, sargento —dijo un soldado joven mientras revisaba su fusil.
—Órdenes son órdenes —respondió Honorio sin convicción—. Lo importante es no morir en vano.
Y así siguieron caminando. Entre matorrales, colinas y caminos polvorientos. Cada paso los acercaba más a una guerra que nadie pidió, pero que todos tendrían que enfrentar.
Capítulo V
Fuego en la frontera
La noche cayó rápido en la frontera entre Honduras y El Salvador. Las luciérnagas volaban entre los matorrales, como pequeñas almas que flotaban entre la vida y la muerte.
El pelotón de Honorio se posicionó en una colina con vistas al valle. La orden era clara: mantenerse alertas y esperar el primer contacto enemigo.
A las 3:17 a.m., un silbido cortó el aire.
—¡Sargento! ¡Avión enemigo! —gritó un vigía.
Una bomba cayó a unos metros. El estruendo fue ensordecedor. El suelo tembló. El polvo y la metralla cubrieron el aire.
—¡Despliegue en línea! ¡Cobertura! —gritó Honorio, tomando su fusil.
Los soldados corrieron a los arbustos. Los disparos empezaron a escucharse a lo lejos, como tambores del infierno.
—¡A discreción! ¡A discreción! —ordenó el sargento.
La batalla había comenzado.
Uno de los soldados cayó herido. Otro no se movía.
—¡Cabo Díaz está muerto! —gritó uno.
Honorio se acercó, lo miró a los ojos abiertos, ya sin vida.
—Tranquilo —dijo al que lo sostenía—. Ya no hay nada que hacer. Sigamos.
Las balas cruzaban el aire como abejas rabiosas. El cielo se iluminaba con fuego. Todo era caos, ruido, miedo y polvo.
Después de media hora de combate, lograron contener al enemigo. Pero las pérdidas eran reales. De los doce soldados del pelotón, solo once seguían en pie.
Honorio, cubierto de tierra, sudor y sangre ajena, se escondió detrás de una roca. Sacó su libreta y escribió:
“Tengo miedo de morir en esta guerra absurda. Nos mandaron a quema ropa esos que quieren apoderarse de las tierras con la tal reforma agraria. Dicen que esto es por fútbol, pero no lo creo. Perdí a uno de mis hombres hoy. Un tiro en la frente. Dios lo tenga en su gloria. Yo sigo vivo… por ahora.”
Volvió a meter la libreta en el bolsillo. Se recostó en la tierra, el fusil al lado, los ojos al cielo.
—Angustia… prométeme que vas a esperarme —susurró antes de quedarse dormido con el dedo en el gatillo.
Capítulo VI
Cartas con aroma de amor
La noche en la frontera era más fría que de costumbre. El rocío caía sobre las hojas de los arbustos donde se escondían los soldados, como si el cielo mismo llorara en silencio. Los hombres, mojados y cansados, trataban de dormir entre piedras, raíces y pensamientos de muerte.
Pero Honorio no dormía. Sentado sobre una piedra, con el fusil apoyado en el hombro y la libreta en mano, escribía con dificultad a la luz de una linterna opaca:
«Mi Angustia querida:
Hoy vi la muerte de cerca. La escuché silbar sobre mi cabeza y caer sobre los cuerpos de mis compañeros. Pero sigo vivo, porque prometí que volvería a verte. Esta guerra es una locura, una trampa de los que tienen tierras y no quieren soltarlas. Dicen que es por fútbol, pero eso es solo la chispa. No saben nada de lo que sentimos aquí: el hambre, el miedo, la rabia.
“Extraño. El olor de tu cabello es más fuerte en mi memoria que el humo de la pólvora.
Tuyo hasta la última bala,
Honorio.»
Guardó la libreta en el pecho como si fuera una biblia. Cerró los ojos por unos minutos, abrazando ese único vínculo que aún lo mantenía humano.
A pocos metros, su amigo Sebastián Alcerro, apoyado contra un tronco, le hablaba en voz baja:
—¿A quién le escribís tanto, sargento?
—A la única que vale la pena en esta guerra —respondió sin girarse.
—¿Y creés que te espera?
—Ella sí —dijo Honorio con firmeza—. Los que no esperan nada son los que mandan a morir.
Los dos callaron. A lo lejos, los grillos entonaban su canto, indiferentes al conflicto humano.
—¿Tienes miedo, Honorio? —preguntó Sebastián.
—Claro que sí. Pero tengo más miedo de morir sin haberle dicho todo lo que siento.
Sebastián lo miró con respeto. Ambos entendían que sobrevivir no era solo evitar las balas, sino conservar el corazón entero.
Capítulo VII
El eco del miedo en Tegucigalpa
Mientras los soldados luchaban por respirar entre el humo y el polvo en la frontera, Tegucigalpa se hundía en el miedo. La capital estaba bajo toque de queda. Las luces debían apagarse a las seis de la tarde. Las calles, que antes estaban llenas de risas y comerciantes, ahora eran ecos de pasos apresurados y puertas que se cerraban con violencia.
La radio se convirtió en el único puente con la esperanza.
—Vamos ganando —decía un locutor con voz forzada—. Son pocos los muertos nuestros… ellos son más.
En su casa de adobe, don Lelo Suazo escuchaba en silencio. Su rostro estaba endurecido como roca, pero sus ojos revelaban la furia.
Golpeó la mesa con la mano.
—¡Inocentes! —exclamó—. ¿Por qué no van ellos a morir por la patria? ¿Por qué mandan a los pobres? Esta guerra no es por bandera, es por codicia. ¡Títeres somos!
La joven vecina que lo acompañaba se persignó en silencio. Don Lelo se levantó y caminó hasta el patio, mirando al cielo oscuro. Un trueno lo sacudió todo. No era tormenta. Era una bomba.
Un avión salvadoreño sobrevoló Tegucigalpa y arrojó un proyectil. El estruendo fue como el rugido de un gigante. Las montañas repitieron el eco. La ciudad entera gritó.
—¡Mi niño! ¡Mi niño! —se escuchaba a lo lejos a María Eduviges Arqueta, una madre corriendo descalza por la calle.
Los negocios cerraron de golpe. Algunos carros quedaron abandonados en medio de las avenidas. El miedo no pedía permiso.
Esa noche, Tegucigalpa murió un poco. Y Honduras se cubrió de oscuridad… no solo por el apagón, sino por el silencio de los que mandaban desde arriba.
Capítulo VIII
Juramentos en la zanja
La madrugada del 18 de julio cayó como un manto denso sobre la frontera. El cielo estaba gris, cubierto por nubes pesadas que parecían anticipar algo peor que la lluvia: otra embestida.
En la cima del cerro, los soldados hondureños cavaban una zanja con sus propias manos, usando palas viejas y hasta cascos como cucharas. Sudaban, temblaban, y maldecían en silencio la tierra que defendían.
—¡Más rápido, muchachos! —gritó el sargento Honorio con voz firme—. Si no terminamos esto, mañana nos entierran a todos sin defensa.
Los soldados trabajaban sin hablar. Algunos lloraban sin lágrimas. El aire olía a pólvora y a miedo rancio.
Entre ellos, Sebastián Alcerro dejó de cavar por un instante. Se acercó a Honorio.
—Sargento… ¿y si esta noche no la contamos?
Honorio miró el horizonte.
—Entonces, que quede claro: si yo caigo, vos volvéis. Y si vos caés, yo cuido a los tuyos. ¿Trato?
Sebastián asintió.
—Trato.
Se dieron la mano, sucias de tierra y sangre. Un juramento de guerra, entre hombres que sabían que mañana tal vez no despertarían.
En la oscuridad, cada ruido era una amenaza. Cada luciérnaga un presagio.
Esa noche, los salvadoreños volvieron a atacar. Fuego cruzado. Gritos. Explosiones. Humo espeso. El cielo parecía partido por el trueno de los fusiles.
Caían soldados. De once, solo seis quedaron en pie.
Honorio gritó órdenes, disparó, arrastró cuerpos heridos, y cuando la aviación hondureña finalmente replegó al enemigo, el pelotón se refugió en la zanja como si fuera una trinchera del infierno.
Sudorosos, ensangrentados, con los ojos abiertos como lunas, se abrazaron entre cadáveres y piedras.
—¿Cuántos? —preguntó Honorio.
—Seis, mi sargento. Solo seis.
—Entonces, seis volvemos… seis por los once.
El silencio reinó. Solo se oía la respiración agitada de quienes habían vuelto de la muerte.
Capítulo IX
Tierras prometidas, tierras robadas
Lejos del campo de batalla, en los valles del centro del país, el conflicto tenía otro rostro: el del despojo silencioso.
En el caserío donde vivía Angustia Soledad, la joven novia de Honorio, llegaron dos notificaciones: una del gobierno, otra del alcalde.
—Papá —le dijo la muchacha a su padre anciano—. Dicen que tenemos que entregar las tierras y salir en tres días.
El hombre, de espaldas torcidas por los años de arado, tomó el papel, lo leyó con dificultad, lo arrugó y lo tiró al polvo.
—¡Lo que quieren es robar! —gritó con ira apagada—. Esta tierra la trabajaron mis padres, ¡la ganamos con sudor, no con papeles!
Angustia lloraba en silencio. No por la tierra, sino porque no sabía si Honorio aún vivía.
En la capital, los periódicos ya titulaban con orgullo:
“Los salvadoreños huyen. Las tierras vuelven a Honduras.”
Pero nadie hablaba de los campesinos desalojados, de los hogares quemados, de los que se quedaron sin país, sin casa, sin nada.
Mientras eso ocurría, en lo alto del cerro, los seis soldados sobrevivientes recibieron la orden de retirarse. Volvían a casa.
Honorio no lloró. No hasta que pisó tierra firme de regreso en Siguatepeque y el camión se detuvo.
Saltó del vehículo. Corrió como loco hacia la casa de su amada. Tocó la puerta una y otra vez.
—¡Angustia! ¡Angustia, soy yo!
Nadie respondió. Solo el silencio.
La puerta tenía un cartel colgado con un clavo oxidado:
“Nos fuimos. No podíamos esperar más. Dejamos el recuerdo y un beso.”
Honorio se quedó de pie, con la frente apoyada en la madera, mientras el sol quemaba la espalda y la tristeza le calaba los huesos.
Sacó su libreta y escribió, con la tinta borrosa del sudor:
“Volví vivo, pero vacío. Volví, pero ella ya no está. Esta guerra me quitó más que compañeros: me quitó el amor. ¿Y todo para qué?”
Capítulo X
El regreso de los rotos
El camión militar que transportaba a los seis soldados sobrevivientes traqueteaba sobre el camino de tierra como si también estuviera herido. Cada bache hacía saltar los cuerpos exhaustos de los hombres, pero nadie se quejaba. No porque no doliera, sino porque ya lo habían perdido todo.
Honorio miraba fijamente el paisaje que pasaba frente a él: árboles quemados, casas abandonadas, mujeres con pañuelos en la cabeza cargando niños que ya no lloraban. El país estaba de regreso… pero no era el mismo.
—¿Y ahora qué, sargento? —preguntó Sebastián con la voz ronca.
—Ahora volvemos… aunque no sepamos a dónde.
Cuando llegaron al batallón, los oficiales les dieron un discurso frío:
—Gracias por su valentía. El país está orgulloso de ustedes.
Les entregaron un papel doblado con una nota que decía:
“Reposo médico. Fin de la misión.”
Fin de la misión. Como si lo vivido hubiera sido una escena más en un teatro mal escrito.
Honorio pidió permiso para salir. No tenía adónde ir. Pero necesitaba caminar, sentir la tierra sin miedo a pisar una mina, y buscar en su alma rota las piezas que quedaban.
Volvió a la casa de Angustia, otra vez vacía. Tocó una vez más. Nada.
El vecino le dijo:
—Se fueron. Rumbo al sur. Dijeron que ya no había lugar para ellos aquí.
Honorio asintió. No lloró. Ya no le quedaban lágrimas. Solo una libreta llena de palabras que nunca llegaban.
“Sobrevivimos, pero estamos rotos. Y nadie nos enseña cómo se vuelve a vivir después de haber muerto por dentro.”
Capítulo XI
La verdad no se entierra
Era domingo. El 20 de julio. La guerra oficialmente había terminado. Las radios cantaban victoria. Los periódicos mostraban imágenes de soldados sonrientes, tan limpias como falsas.
Pero don Lelo Suazo, sentado frente a su vieja radio, no sonreía. Apagó el aparato, se puso su sombrero de junco y salió al patio.
Su vecina lo vio pasar.
—¿A dónde va, don Lelo?
—A caminar. A ver si este país sigue existiendo.
Caminó hasta el cementerio del pueblo. Allí, entre tumbas recién abiertas, encontró una cruz de madera sin nombre. Clavada a la carrera. Como quien siembra olvido.
—¿Quién fue aquí enterrado? —preguntó a un sepulturero.
—Un soldado sin identificación. Dicen que lo trajeron desde la frontera.
Don Lelo miró la cruz.
—Se nos fue otro hijo de la tierra… y nadie sabrá su nombre.
Volvió al pueblo. Esa tarde, la iglesia se llenó de fieles que encendían velas por los caídos, los desaparecidos, los que regresaron distintos.
Honorio entró sin decir palabra. Se sentó en la última banca. Un niño lo miró con curiosidad. Llevaba su uniforme aún, manchado, roto.
El sacerdote subió al púlpito:
—Hermanos, la guerra ha terminado. Demos gracias a Dios.
Pero alguien desde el fondo gritó:
—¡La guerra no ha terminado! Solo cambió de lugar. Ahora vive dentro de nosotros.
Silencio.
Todos giraron. Era don Lelo.
—¿De qué sirve ganar una guerra si perdimos a nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestras tierras? ¿De qué sirve un país con banderas si no hay justicia, si no hay memoria?
El sacerdote bajó la mirada.
Honorio se levantó. Salió sin mirar a nadie.
Esa noche, en su libreta, escribió:
“Volveré a buscarte, Angustia. Cuando este país deje de matar a sus propios hijos. Cuando digan la verdad. Cuando el olvido no sea más fuerte que el amor.”
Capítulo XII
Entre la tierra y la memoria
Los días pasaban lentos, grises. El país regresaba a la rutina, pero el alma de sus habitantes seguía atrapada entre los disparos del pasado y el silencio del presente.
Honorio, ya de civil, caminaba por los caminos de tierra que lo habían visto partir como soldado. En sus bolsillos, la misma libreta verde; en sus botas, el polvo de muchas despedidas.
Una tarde, mientras cruzaba un caserío en ruinas, un niño se le acercó:
—¿Usted es el sargento Honorio?
—Sí, hijo. ¿Por qué?
—Una señora dejó esto para usted. Dijo que, si volvía algún día, que lo buscara.
El niño le entregó una carta doblada en cuatro. Honorio la abrió con manos temblorosas. Reconoció la letra antes de leer:
“Amor mío,
Sé que, si recibes esto, es porque volviste. Yo también volví a vivir, aunque lejos de ti. Nos arrancaron del lugar donde nacimos, como se arranca una flor de la tierra. Pero aún tengo la esperanza de verte. Pregunta por mí en La Libertad. Allí estoy con mi familia, esperando que esta guerra no me haya quitado también tu corazón.
Te amo,
Angustia Soledad.”
Honorio guardó la carta junto a la libreta. Miró al cielo, sonrió con dolor y esperanza, y dijo:
—Aún hay algo que salvar.
Esa noche, durmió bajo un árbol. No en una zanja de guerra, sino en la tierra que prometía paz.
Capítulo XIII
El beso que quedó en el aire
Una semana después, en el pequeño pueblo de La Libertad, el viento traía el aroma de café recién tostado y tierra mojada. Honorio llegó caminando, con su mochila al hombro y el alma abierta como herida.
Preguntó por Angustia Soledad.
Un anciano lo miró con sorpresa.
—¿Vos sos el muchacho que era soldado? Ella hablaba de vos… como si fueras un sueño que se fue con la guerra.
La encontró lavando ropa en un río, como antes, como siempre. Su figura le pareció aún más hermosa, pero más triste.
Cuando ella lo vio, soltó la pila, se quedó inmóvil. No dijo nada.
Él se acercó. La miró. La abrazó. La besó en la mejilla.
—Volví —dijo, con voz quebrada.
—Yo también —respondió, y las lágrimas brotaron sin permiso.
Se sentaron juntos a la orilla del río. No hicieron promesas. Ya lo habían perdido todo, excepto el derecho de comenzar de nuevo.
Ese beso, el que había quedado suspendido en el aire cuando la guerra estalló, por fin había encontrado su lugar.
Don Lelo Suazo, viejo como los caminos del país, seguía sentado frente a su casa, escuchando la radio, esperando una noticia que nunca llegaba: la justicia.
—Abuelo, ¿y usted por qué no se va del pueblo? —le preguntó un joven un día.
—Porque soy como los árboles viejos. Mis raíces están aquí. No tengo miedo a morir en esta tierra, sino a que nadie recuerde por qué peleamos.
Honorio y Angustia construyeron una pequeña casa junto al río. Vivieron sin lujos, pero con dignidad. Tuvieron un hijo, al que llamaron Sebastián, en honor al amigo caído.
La libreta verde se volvió un cuaderno de escuela. Pero aún contenía las primeras cartas, las primeras palabras escritas entre bombas y luciérnagas.
Años después, cuando ya la guerra era una historia que los libros apenas contaban, el niño preguntó a su padre:
—Papá, ¿por qué fuiste a la guerra?
Honorio lo miró y respondió:
—Para que vos no tengas que ir.
FIN
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