Dios no nos llamó a vivir con miedo. Nos llamó a ser valientes. No valientes por orgullo, sino por propósito. No valientes para dominar, sino para resistir, avanzar y mantenernos firmes incluso cuando todo parece derrumbarse.
Ser valiente no es no tener miedo. Es actuar a pesar del miedo. Es mirar al frente cuando el camino se oscurece, y aún así decir: “Confío”. Es seguir creyendo cuando ya no hay fuerzas, y entender que la fe no siempre se siente… a veces simplemente se decide.
Cuando somos valientes, algo poderoso sucede dentro de nosotros: la fe se fortalece, el carácter se forma, y los sueños que parecían imposibles comienzan a moverse. La valentía nos conecta con el propósito, nos permite ver lo que antes el temor ocultaba. Ser valiente abre puertas que la duda mantiene cerradas.
Pero cuando no lo somos, cuando cedemos al miedo o renunciamos a lo que Dios nos pidió sostener, el alma se apaga poco a poco. Nos quedamos en la orilla, viendo pasar la vida que pudo ser. La comodidad se vuelve una prisión. Renunciar por cansancio o por temor no detiene el plan de Dios, pero sí retrasa lo que estaba destinado para nosotros.
Dios no quiere que huyas, quiere que crezcas. Las vivencias difíciles no son castigos, son entrenamientos. Cada batalla forma algo en tu interior. Cada pérdida, cada renuncia, cada prueba, está preparando la versión más firme y luminosa de ti.
La valentía no es un acto aislado, es una forma de fe. Porque quien confía en Dios sabe que no camina solo, aunque tiemble el suelo.
«Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo en dondequiera que vayas.»
Josué 1:9
OPINIONES Y COMENTARIOS