14.- Casi príncipe, casi rey.

El niño oyó ruidos y gritos fuera de la casa, correrías y golpes, alaridos como de bestias muriendo, quiso asomarse por la ventana para ver que era aquello, que eran esos estrépitos. Logró ver la punta de unas lanzas cruzar de un lado al otro de la ventana, pensó seguro que eran enfiladas por hombres en marcha, pero solo pudo ver las puntas de hierro, no los soldados que las cargaban. Pudo ver flechas disparadas cruzar por el aire, pudo ver humaredas que se alzaban hacia las nubes. En esfuerzo, sobre la puntilla de sus pies, estuvo a punto de asomar sus pequeños ojos para ver el campo frente a su barraca y el origen de todo ese horrendo bullicio, cuando sintió los brazos de su madre que le alzaban. Ella lo cargó hasta una esquina de la habitación y lo introdujo en un canasto, luego lo cubrió con unos harapos.

—Quédate allí —escuchó decir a su madre.

Oyó los pasos de la mujer recorrer el piso de madera, mientras los ruidos afuera, en el pueblo, se incrementaban y una peste a ladrillos quemados comenzó a inundar la pequeña barraca, en la que ambos, madre e hijo pervivían.

Movió un poco los trapos sobre su cabeza y logró ver a su madre abrir el viejo arcón de tejo, desde donde extrajo una de las antiguas cimitarras del padre, luego la vio arrastrar el macizo mueble contra la puerta, como si quisiera sellarla, la vio también tomar un leño prendido desde el hogar, y con el arma en una mano y el leño prendido en la otra, esperó mirando la puerta, así estuvo unos momentos en posición de guardia.

Un golpe hizo caer la puerta y el arcón salió despedido por los aires, la mujer apenas logró esquivarlo, era un hombre obscuro, muy extraño para el niño, un desconocido que de una patada había quebrantado las maderas, la madre se movió rápido, y antes que el extraño pudiera verle, le atizó con fuerza la madera prendida en toda la cara, el hombre dio un grito de dolor y cayó de espaldas. Allí la madre le propinó un tajo con la cimitarra cortándole el cuello, el hombre se tomó la garganta con ambas manos, estas se llenaron de sangre, se revolcó por un buen rato, exhalando crujidos y resoplidos cortados, hasta que dejó de moverse. La madre se ocultó tras las maderas rotas del arcón, miraba la entrada ya desprotegida, y también de reojo el canasto, desde donde el niño la observaba. En eso, otro extraño entró a la barraca, la mujer lo esperó agazapada, el hombre extraño también estaba armado, vestía cueros endurecidos y un casco corto de hierro, era obvio que era un soldado extranjero. Caminó sigiloso por entremedio de los humos, que a cada momento se hacían más espesos, hasta que, sin lograr notar a la mujer, le dio la espalda, entonces esta se alzó desde su escondrijo y con la cimitarra atravesó al extraño desde el lomo hasta el frente, el hombre solo pudo ver el filo curvo salir desde su estómago y luego esconderse, era la mujer que retraía su brazo luego de herirle, una explosión de sangre expulsó desde su vientre el soldado, luego cayó emitiendo un quejido sordo. Otros más entraron, y así mismo cayeron ante el ataque de la corajuda mujer, hasta que el cansancio y el número de enemigos le vencieron. Ocurrió que un grupo de tres hombres entró a la barraca, uno de los recién llegados fue muerto también por la madre, pero los otros dos lograron prenderle, forcejearon con ella hasta que unas maderas en llamas cayeron desde el techo, todos fueron golpeados y quedaron maltrechos y tirados en medio del fuego que ya se extendía por toda la casa, el niño lloraba de espanto al ver a su madre caer en medio de todo ese barullo.

***

La luz del mediodía se coló por el alto rosetón de la pared, rebotó en el espejo de bronce y fue a dar en el rostro del joven. Este yacía dormido y desnudo en su cama, con las barbas desgreñadas, con ojeras de varios días de fiesta. Los cobertores medio cubrían su huesudo cuerpo, su panza de viejo vinero, inexplicable para un joven de no más de veinte años, se mostraba desvergonzada. Los brazos lampiños y delgados, como los de un clérigo que nunca raspó la tierra, se extendían pendiendo desde la cama. El calor de la luz en plena cara le hizo gesticular aún dormido, los pómulos se le movieron leves, retorció las comisuras, la boca se le abrió tomando aire, aún con los ojos cerrados gesticuló una y otra vez, hasta que abrió los ojos, había despertado de su pesadilla, la olvidó al momento. Sintió una molestia en la mollera, se tomó la frente y se sentó lerdo, miró hacia el ventanal y le lanzó una maldición muda con el puño en alto, miró a su lado en el lecho y vio a tres doncellas dormidas, cruzadas una sobre la otra, también desnudas. Inspeccionó esos rostros dormidos, no las reconoció, pero las percibió con un fuerte olor a licores, arrugando la cara alejó la nariz de esos cuerpos que percibió nauseabundos. Sacudió la cabeza y lento se sentó a un lado de la cama, un edredón desprendido cayó sobre la alfombra que cubría la inmensa habitación de pared a pared. Se puso de pie y caminó al ventanal, estirando los brazos, bostezando. Se detuvo, miró a través del vidrio y pudo ver a lo lejos el gran lago Periceo, habitado de cientos de ofetinas[1]
blancas que volaban en parvadas de un lugar otro, lo vio repleto de botes y veleros, de estrechas góndolas y naos cargadas, todas circulando unas contra las otras por sobre las aguas azules, más allá vio las cascadas Pérticas, que a esa distancia parecían largos velos blancos de sibilas en fiesta, eran las aguas que se desprendían limpias desde los escarpados, y caían sordas sobre la quietud del lago, y más allá, vio la mar celeste, perdido su lienzo esmeralda hasta el horizonte. Miró hacia abajo y vio desde la altura del ventanal, la ciudad iluminada por la luz del mediodía, solo sombreada por el castillo del virrey en el que el mismo joven recién despierto se hallaba, vio las casonas, los edificios, el templo a las lunas, el castillo del Casitare, las calles largas y cuadriculadas, los carromatos cargados que iban de un lugar al otro, las cocinerías humeantes, los venteros, estudiantes y niños corriendo, unas cuadrillas que reparaban las calles, todos vociferando, pagando, vendiendo, lanzando berridos, todos sonidos que no llegaban a sus oídos, los vio como hormigas, insignificantes.

—Todo esto será mío, muy pronto —pensó.

— ¿Qué será tuyo? —una voz de mujer le contestó.

El joven torció la cabeza para mirar sobre su hombro, pudo ver que una de las mujeres le miraba sentada sobre la cama, le había escuchado, volvió a mirar por la ventana.

—Despierta a las otras y vete.

— ¿Y nuestra paga? —contestó la mujer.

—El alférez te pagará, el doble si desapareces ahora.

La mujer sacudió entonces a sus compañeras, las otras despertaron y la miraron con desgano.

— ¿Qué ocurre? —preguntó una de ellas.

—El doble de paga si nos vamos ahora, ¡Muévanse! —terminó de decir la mujer.

Las tres saltaron de la cama, tomaron unos trapos desde el piso y así, desnudas abrazando sus ropajes, corrieron a la salida y desaparecieron por el pasillo, mostrando sus traseros blancos en la huida, la puerta quedó sin cerrar.

El joven siquiera las miró, se estiró otro tanto, se acercó aún más a la ventana y vio a lo lejos una pequeña llamarada que se desprendía desde uno de los fuegos del templo, esa visión le hizo recordar el sueño de la noche anterior, ese sueño que la luz del día, colado en su habitación, había interrumpido.

—Esa pesadilla no me abandona, nunca la sacaré de mi cabeza —se dijo en voz alta.

Se acercó a la pared y tiró de un cordel. Una campanilla sonó lejana, al momento se presentó un lacayo, el joven amo siquiera le miró, solo sintió sus pasos.

—Mis ropas de cabalgar, preparen mi caballo, quiero rodear el lago.

—Si señor —respondió el sirviente.

***

El caballo resoplaba de cansancio, sudores blancos le cruzaban por el pescuezo, por el lomo, había cabalgado con el Imghese[2] por toda la ribera norte del lago, cincuenta estadios sin descansar. Llegó hasta el muelle Crastio con un tris de sus fuerzas, pero aún el príncipe lo azuzó un poco más, hasta llegar a las afueras del templo, justo en medio de la ciudad, donde el joven sabía que el virrey, su padre, veneraba los fuegos lunares, como hacía cada décimo día.

—Un día vas a matar a ese caballo —le dijo el mozo de cuadra, mientras le recibía las bridas.

—No te preocupes por Terón, el siempre aguanta —respondió el joven señor al sirviente. No era un atrevimiento de este, habían crecido juntos, eran casi hermanos. El mozo le seguía en sus incursiones hípicas, le cuidaba las haras, le conseguía mujeres y otras encomiendas.

Caminó el joven señor por todo el largo frontis del templo, vadeando las escalinatas de piedra, al pasar al lado de un verdulero, tomó una manzana desde el carretón y la restregó contra su pantalón. El vendedor se quitó el sombrero y saludó al joven, con una caravana burlona. Cuando el joven se alejaba, extrajo desde su bolsa una moneda de oro, que arrojó hacia atrás para que la atrapara el ventero. Este la cogió en el aire y al ver la medalla, se dio cuenta que era un crédito de oro. Saltó en su sitio gritando.

—¡Gracias señor, gracias!

Esa moneda para el ventero era equivalente a sus ganancias de una estación completa, así de dadivoso era el joven príncipe con el dinero que le daba su padre, con el dinero de los impuestos, con el dinero del tráfico de esclavos. El Ventero celebró tanto que gente comenzó a rodearle, le felicitaban y celebraban con él, cuando algunos comenzaron a reconocer al príncipe y voceaban:

—¡Noble príncipe, Imghese señor, danos también a nosotros! —gritaban algunos.

Carcajeó de esto el joven, ocultó su rostro con el capote de su toga y cambió de rumbo. Subió las escalinatas al trote, se internó entre las columnas del templo, donde la gente le perdió la pista. Se escabulló entre los pasillos, pasó por las columnas Polisteas, hasta la entrada de servicios, luego pasó los salones de caldas, luego el pasadizo de las velas y al final llegó al patio de los fuegos sagrados, al que accedió por una entrada postrera que pocos conocían, y que antes solía utilizar en sus juegos de niño. Allí como esperaba vio a su padre, venerando solo, como acostumbraba, al pie del fuego columnar. El Imghese sentado en el piso contra una de las murallas, atisbaba al padre de cuando en cuando, para volver a sentarse en el piso otra vez contra la muralla, en su escondrijo, mientras mordía también de vez en cuando su manzana.

—Pobre padre mío, siempre adorando y siempre sin respuesta —se decía en voz baja.

Le siguió espiando por unos momentos. Estaría el padre adorando así hasta el amanecer, mientras el hijo ya pensaba en los divertimentos de aquella noche.

—Cuando todo sea mío, derrumbaré este templo y no habrá más fuegos inútiles.

Pensaba, y así soñaba y soñaba el Imghese con su herencia, con sus posesiones futuras. Estaba a punto de levantarse para volver a palacio, cuando sintió el berrido de un animal. Torció su cuerpo y vio a uno de los tonsurados menores entrar al aula de adoración, arrastrando un cordero vivo, blanco, rechoncho y joven, quizá de un mes de nacido. Dejó el animal y se retiró el sacerdote. El padre tomó un cuchillo y después de una plegaria, de un tajó cercenó el cuello del animal, que en sangre cayó al suelo, con un balido apenas perceptible, luego lo despellejó con suma habilidad, como lo haría el maestre de sacrificios, luego arrojó al fuego el cuerpo desollado, inundándose enseguida los sagrados salones de los aromas del holocausto.

—Esto es nuevo, en vez de cuidar mi herencia, a mi padre se le ocurren estas extrañezas, desperdiciar un cordero tierno, lo habría hecho un festín para mis amigos.

Se seguía hablando a si mismo el Imghese, con suficiencia, como si no existieran mejores razonamientos que los suyos. Estuvo observando a su padre hasta que el aburrimiento y el hambre le llamaron desde palacio. Arrojó el descarte de la manzana, que ya le molestaba en las manos, hizo ademán de pararse para escabullirse de nuevo, apoyó sus manos en el ceramicado para darse impulso, cuando escuchó la voz de una mujer:

—Salitinas[3]

Era la voz de un saludo antiguo, emitido con un silbido como de aguas, como de arpas, femenino sin duda, ¿pero de quién? Se detuvo en su impulso el Imghese, volvió a sentarse, se movió lento para tomar posición de cúbito prono, y con los ojos redondos, allí apostado, miró el salón en el que su padre, junto al animal en fuego, se postraba ante la figura vaporosa de una mujer, de una aparición.

De piel oliva, de ojos cariñosos y almendrados, como nunca los había visto, con un vestido blanco transparente, a través del que se podía ver su figura fina y rígida, el cabello obscuro y largo hasta la cintura, flameaba con una brisa propia, los pies pequeños descalzos tocaban el piso con las puntas, pero no se apoyaban, así flotaba como una hoja sobre el agua. Guardó la respiración pues quiso escuchar todo lo que esa excepcional pareja se decía, pero unas palabras escaparon de su inconsciente.

—Madre, madre —susurró, sin entender el porqué.

—¿Para qué me has llamado hombre marcado? —preguntó la dama, con una voz como de cascadas abiertas.

—Señora, gracias, gracias por venir, bendices este templo, bendices esta ciudad.

—Deja tus lisonjas y dime porqué me has llamado, porqué del holocausto.

—Señora, señora, debes ayudarnos, debes guiarnos.

—¿Qué ocurre hombre marcado?

—El demonio viene desde el sur, está acabando con nuestras fuerzas, está liberando a los vasallos, se está apoderando de nuestras fortalezas.

—¿Demonio? ¿Te refieres al mestizo, al hijo del transgresor?

—Sí, así le llaman sus seguidores, el mestizo. Enviamos contra él a nuestros mejores generales, y todos fueron vencidos por ese demonio, humillados.

—¿Le temes?

—Sí, parece invencible, ante su llegada los pueblos se levantan, los esclavos toman las armas y luchan, su espada es inquebrantable, se resiste al soborno, rechaza las coronas, parece que los dioses le guían.

—Así es.

—¿Qué dices?

—Así es, dioses le guían, mejor dicho, diosas.

—¿Pero qué diosas?

—Mis hermanas claro, mis dos hermanas le guían, ellas desean el final, desean la libertad.

—Entonces, si tus hermanas están con él, ni siquiera tú puedes detenerle.

—No, no puedo, no puedo enfrentar a mis hermanas, lo siento, creo que esta guerra la tienes perdida.

—Entonces qué debo hacer.

—Si quieres sobrevivir, debes huir, marchar hasta oriente, recuperar tu vieja corona, esa es tierra santa, ni mis hermanas pueden interferir en una guerra de hombres, en esas tierras.

—Bien, eso haré, huiré con mi hijo, a tierra santa huiré.

15.- Rey franco.

Obedeció el virrey Yusiano las palabras de la señora luna, fue hasta oriente a su antiguo feudo, y allí combatió contra el usurpador Fabriego por varias estaciones. En la batalla final, Fabriego condujo a las fuerzas de Yusiano a una emboscada, justo a los pies del promontorio mayor, allí las reservas comandadas por el Imghese debían acudir en apoyo de su padre, más reculó atemorizado y huyó con sus seguidores al sur, creyendo que su padre había muerto. Baranio, el segundo de Yusiano, con sus arqueros Emiros sí acudió al campo de batalla para romper el cerco de Fabriego, le hizo retroceder y liberar a los sitiados. El campeón Esmitare, sacerdote de Fabriego, previendo la derrota, buscó en el campo de batalla al líder enemigo para matarle. Yusiano no rehusó, sino que enfrentó al gigante en inferioridad de fuerzas. Esmitare golpeó e hirió al Seoritán hasta casi matarle, y le hubiera dado el golpe de gracia, sino fuera por la llegada a tiempo de los arqueros Emiros, que laceraron al gigante hasta hacerle huir. Fabriego al ver la derrota de su mejor soldado, también huyó hacia el norte a tierras del primer clan. Baranio entonces tomó el mando del nuevo reino, mientras Yusiano curaba sus heridas instalado por sus cirujanos en el cuarto de servidumbres del palacio franco, palacio recién recuperado. Ahí padeció el rey deforme, todas las fiebres producto de sus lesiones, hasta convalecer en breve mejoría, y lograr algunos momentos de vigilia. Logró ver en su sala de enfermo, a los practicantes y al viejo sacerdote Ampronos que, como cada día, realizaba los ritos de adoración al dios Nortus, implorando por la mejoría de su señor.

A la llegada de la siguiente estación fría, Yusiano ya estaba mejorado, sano y dirigiendo el nuevo estado, con bríos y pensando en algún día, retornar a su antiguo poder. Todos estos eran temas de importancia para él y sus vasallos, pero era otra situación la que le mantenía en vilo. Cuando apenas despertó de su convalecencia, pudo ver afuera de castillo en los campos reales, decenas de fuegos Nortuanos que, sus servidores habían elevado al dios de los bóreos, pidiendo por la mejoría de su señor, y por la victoria contra Fabriego. En esto, el Seoritán sentía necesidad de resarcir a la diosa luna, pues esas veneraciones, según él, debieron ser dirigidas a la señora diosa. Llamó entonces a la logia sacerdotal, y ordenó el cambio en las adoraciones, en los ritos y sacramentos, para dirigirlos a la tercera luna, a la que nombró como ama y señora del reino franco. Tuvo oposición, pero al final Ampronos y su academia aceptaron el complicado cambio. Así y todo, quiso dirigir él mismo, en el mayor de los promontorios, los primeros altares a la diosa lunar, en los que adoró, primero con sus propios tonsurados, luego en solitario. En la vigésima noche, en el quinto ceremonial, habiendo cantado las plegarias de Gosseta, una y otra vez, ante el sacrificio de un caloyo inmaculado, cansado se durmió delante del altar. Las oraciones de aquella noche no fueron en vano, las oyó la señora luna, que había bajado atraída por los aromas de la tierna carne abrasada. Vio al hombre tendido, solo en medio de la extensa roca elevada, al pie del altar. Movida su capa por los vientos bóreos, descubría una y otra vez en su vaivén, el rostro y el cuello cicatrizado del hombre. No pudo evitar la señora acercarse más y tocarle, pasmada por las horrendas heridas a su vista. Pudo ver el cuerpo del hombre estremecerse, ante su tenue caricia, un estremecimiento que hizo eco en su propia sustancia divina. Al prever que el hombre no despertaba, se alejó por el aire, desconcertada, queriendo desaparecer bajando por el acantilado.

—¡Señora no te alejes! —gritó el hombre al percatarse que la luna se escabullía por los escarpados. Apenas abría los ojos, pero su devoción le prestó fuerzas para dirigirse a la diosa. Esta se detuvo al oírle, deshizo su camino de huida, se acercó levitando por sobre la roca, lenta y orgullosa.

—Pensé que estabas muerto hombre marcado.

—Sí, he estado muerto, pero he revivido, una y otra vez. He perdido a mi hijo, perdí también mis riquezas, pero aún vivo y reino gracias a ti, todo mi pueblo ahora es tu pueblo.

—Pero que dices, estas son tierras sagradas, no puedes adorar aquí a otro dios, solo al Nortus —respondió la señora luna.

—El Nortus nunca me ha respondido, ni a mí ni a mis sacerdotes, solo tú has acudido, solo a ti te he visto bajar desde los cielos, y solo de ti he sentido la piel divina.

—Atrevido, ningún mortal puede tocar a los dioses —respondió la señora.

—Pero si te he sentido, me has tocado, y tu caricia es el mayor de los deleites.

La señora no pudo negarlo entonces, pues sí le había tocado.

—Solo sentí curiosidad hombre marcado, más cicatrices tienes en tu cuerpo ahora, como sobreviviente de cientos de batallas —dijo la señora tratando de excusarse.

—Pues sí, he estado en batallas, pero mi fe en ti me ha salvado, y mi deseo por ti, ahora me atormenta, tu piel me ha turbado.

—Insensato, que dices, no puedes desear a una diosa.

—Sé que no puedo, pero la carne mortal es, y peca al desear lo inmortal —dijo el rey deforme.

—Ve, toma una de tus concubinas, una de tus vasallas o esclavas, y cumple en ellas tu deseo.

—No poseo concubinas, ni esclavas ni vasallas, ni he conocido a mujer desde la muerte de Gosseta, pues solo a ella he amado, y ahora a ti, señora de las lunas.

—No sabes lo que dices, a la muerte te enfrentas si desposas a una diosa, es demasiado poder para un mortal —dijo la señora tratando de desalentar al hombre.

—Pues entonces moriré —respondió por fin Yusiano, llamado antes el Seoritán.

***

Deambulaba por la espesura la señora luna, entre la floresta bajo la neblina de la noche, por las sendas ribereñas rondaba, escondida de sus hermanas, no se atrevía a salir al campo, siquiera a mirar al cielo, pues ocultaba su secreto, un secreto que la bendecía, pero que también le avergonzaba. Hace una estación ya que no subía su espíritu a las órbitas, más sus hermanas no la extrañaban, ya que solía perderse por temporadas, revisando, mirando, escuchando de las congojas humanas, de sus tristezas, de sus alegrías, de sus llamados avances, todos esos asuntos humanos que le enternecían, pero esa vez no, esa vez era otro el motivo de su fuga.

En las cercanías de un sonoro meandro ribereño, en medio del murmullo de las corrientes, sintió el llanto de una mujer. Apresuró su vuelo por entre la espesura y la buscó con la vista hasta hallarla. Era una campesina de edad madura, estaba en la ribera opuesta, acuclillada por sobre la orilla, se tomaba la cabeza y se encorvaba, como adorando un pequeño bulto de trapos. Sintió la luna curiosidad por aquella mujer. De un elegante salto voló a la otra ribera, apenas rozando sus pies con las corrientes, ya al otro lado bajó hasta tocar el suelo, dio un par de pasos y ya cerca, le preguntó a la mujer:

—¿Qué haces mujer, de qué te lamentas?

La matrona dio un espasmo al escucharla, levantó la testa y con los ojos enmarañados por las lágrimas, intentó verle.

—Lloro por mi pobre ama, recién ha parido esta niña, que no logré recibir con vida. Ahora debo entregarla a las aguas para liberar su espíritu.

La señora luna miró un momento el pequeño bulto, y se dio cuenta que era el cuerpo de un bebé recién nacido, envuelto en un revoltijo de paños.

—Pobre de ti afligida matrona, me compadezco de tu ama, pero podrá parir otros hijos, que le harán olvidar esta pérdida.

La matrona volvió a mirar el inmóvil bulto que le atormentaba.

—No señora, mi ama ya no es joven, esta fue su última preñez.

—¿Entonces se ha quedado sin hijos? —preguntó de nuevo la señora luna.

—No señora, tiene otros seis hijos varones.

—Pero que dices, que ambiciosa tu ama es, si ya tiene seis hijos, querer un séptimo es codicia.

—No, no es codicia, mi ama siempre quiso una niña, siempre. En seis embarazos pidió por una hembra cada vez, con el corazón, con el alma, pero dio a luz a seis varones, y cuando por fin pudo alumbrar una niña, yo no pude hacer mi trabajo. Con las aguas también me iré, con este pequeño cuerpo, no merezco mirar a mi ama a los ojos otra vez —respondió la matrona mirando el bulto delante de ella.

Se secó los ojos con su mandil, viró la vista otra vez para mirar con claridad a la señora que le interrogaba.

—Dices que tu ama quiso parir una niña, pero esta nació muerta, debe estar llorando como tú, y toda su familia, yo también me acongojo por esa pena —dijo la diosa luna.

Una vez que secó sus ojos, la matrona pudo ver con claridad a la mujer con la que hablaba, y entendió que no era de ninguna aldea cercana.

—No, ella no sabe que ha muerto su hija, nadie lo sabe solo yo, ahora la madre duerme los dolores del parto.

—Pero si te arrojas al rio, ¿cómo sabrá ella que su hija ha muerto? —preguntó curiosa la diosa luna.

—Señora, si yo no vuelvo al amanecer, ella sabrá que ambas nos fuimos con las aguas, quizá no entiendas esto, porqué es claro que eres extranjera.

La señora luna dio un suspiro de comprensión, miró las arboledas derredor, el suelo y la neblina lejana, entonces entendió que la fortuna le había llevado hasta allí, para favorecer a esa madre en su pérdida, para evitar la muerte injusta de esa mujer, y para salvarse ella misma del castigo de sus hermanas.

—Dime el nombre de la madre, que todavía duerme los dolores del parto —preguntó la señora luna.

—¿Para qué quieres saber esto señora? —respondió la matrona.

—Dímelo mujer, y quizá salve tu vida.

Diciendo esto, la señora luna se elevó un palmo desde el suelo, para demostrar que era cierto, que no era de esos lugares, sino del cielo. Al percatarse de esto la matrona, se tornó por completo hacia la divinidad, se inclinó y comenzó a adorarle.

—Perdóname señora, perdóname, mi llanto no me dejó verte, el nombre de la madre es Dana, de la villa de los oficios, ahora bendíceme antes de arrojarme a las aguas.

—No, no te arrojes mujer, aquí tengo una niña que es recién nacida como la bebé que lanzarás al rio. La darás a Dana y dirás que es su hija, a nadie le hablarás de mí ni de esta permuta, ¿entiendes?

La matrona examinó con su vista a la señora en toda su divina sustancia, buscando esa niña de que hablaba, quiso preguntar a qué se refería, pero temió el enfado de la señora y solo aceptó sus palabras.

—Sí señora, sí, tomaré a tu hija y se la daré a Dana, pero ¿dónde está?

—La traerás cada diez días a este meandro, aquí la amamantaré en secreto, pues mis senos rebosan de leche divina —

Diciendo esto la señora luna extrajo desde su regazo a la bebé desnuda que ocultaba y la adelantó con los brazos hacia la mujer.

—Le pondrás de nombre Aridana, para que todos sepan de quien es hija, ¿entiendes esto matrona?

La matrona entonces dejó su postración, se levantó, caminó hacia la señora luna, y cerrando los ojos y torciendo la cara, extendió los brazos para recibir a la celestial niña. La tomó temblando, se la acercó y la miró en toda su desnudez, como una matrona mira un bebé recién parido. La abrazó y comenzó a mecerla en el regazo, levantó la vista, se dirigió a la señora luna y comenzó a recitar.

—Le daré esta niña a Dana, pediré que su nombre sea, hija de Dana, para que nadie dude de su origen, cada diez días la traeré a este meandro, para que la amamantes, pues tus senos rebosan de leche sagrada, así lo haré señora, así lo haré. Semperaton —dijo jurando la matrona, tapándose la boca por un momento. Tomó los ropajes de la niña muerta, y con ellas vistió a la niña luna, pues aún se hallaba desnuda. Lanzó el pequeño cuerpo muerto al rio con una plegaria, luego se alejó con la niña luna en brazos, dejando sola en la orilla del meandro a la diosa, sola y desconsolada, sola y suspirando.

***

[1]
Aves flamencas parecidas a la Parina sudamericana.

[2]
Príncipe.

[3]
Aquí he venido.

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