A pesar de haber pasado los últimos años de mi vida entregado a Dios, debo aceptar que me sorprendió enormemente abrir los ojos y ver que, en efecto, la vida después de la muerte sí es una realidad. Creo que la fe ciega y absoluta nos evade a todos, exceptuando quizás a sabios y místicos, pero, al parecer, mi fe joven y débil había sido suficiente para garantizarme un lugar en la vida después de la vida. Sin embargo, pasados unos minutos de sorpresa y alivio, noté que mi alma, si es que las almas tienen alma, se encontraba turbada. No sentía aquella paz que suponía debía sentir al volver a Dios. Tenía miedo y angustia. Y el lugar en el que me encontraba me producía un inexplicable malestar. 

No lo había pensado a profundidad, pero supuse que el cielo sería un lugar lleno de luz y vivos colores. En cambio, donde me encontraba era oscuro y frío. Algo así como un palacio abandonado. Con excéntricos muebles antiguos y exóticos aromas. Lo primero que pensé fue que no estaba muerto. Recordaba perfectamente haber chocado mi auto y veía con absoluta claridad las llamas y mi cuerpo destrozado, y aun así supe que esto no podía ser el reino de Dios. ¿Sería posible que no hubiese muerto en ese momento y simplemente no recordara nada después del accidente? Entonces salté. ¿Por qué?, no lo sé. Y mi ser flotó en el aire y se elevó a lo más alto del tenebroso palacio. Cientos y cientos de metros por los aires, y no tenía miedo de caer. Me detuve en lo alto y supe que fuese lo que fuese, no estaba en el mundo y no habitaba la vida que conocía. 

Cerré mis ojos y aunque quise creer que estaba soñando, sabía que no era el caso. Era completamente consciente de lo que estaba pasando y me sentía totalmente presente. Aun así, desconcertado y temeroso, cerré mis ojos esperando despertar en algún lugar que no fuera aquel. Pasaron las horas, los días, los meses y los años. Quizás una vida entera… y nada. Abrí mis ojos y estaba de nuevo en el suelo. Sobre una colorida alfombra que no había notado al llegar. Y a pesar de llevar en ese lugar una eternidad, no había envejecido en lo más mínimo. Resignado acepté mi destino y me puse de pie. Aunque nada por el estilo había leído en la biblia los años anteriores a mi muerte, deduje que estaba en el infierno o el purgatorio, y resignado anduve por el enorme palacio. Odié a mi Dios y grité y rompí en llanto. Y justo en ese instante vi una enorme puerta dorada al fondo de la habitación. Tan grande que me pareció imposible no haberla visto antes. La puerta se abrió y vi entrar luz. Cegadora y tan caliente como el fuego. Dadora de paz. Corrí a ella esperanzado y, gritando, le pedí perdón a Dios por dudar de Él. Entonces la puerta se cerró en mis narices. 

Perplejo caí de rodillas. Pensé que tal vez había escogido creer en el Dios incorrecto, y la puerta se abrió un poco, y lo entendí en ese momento. Supe que Jesucristo no era mi amo y salvador, y la puerta se abrió por completo. La atravesé curiosamente triste, y se desplegó frente a mí un enorme jardín. Lleno de flores y fuentes y personas, en su mayoría indias, lo cual me pareció estadísticamente razonable. En vez de San Pedro, me recibió una morena tetona completamente desnuda y me ofreció una cerveza fría. Noté que también yo estaba desnudo, igual que todos los allí presentes. Bebí mi cerveza. Quise otra y un cigarrillo y otra morena igual de tetona me trajo ambas. Fumé y bebí contemplando el paisaje hermoso e infinito frente a mí. Tan lógico y tan ilógico me pareció el paraíso, y dudé si siquieira merecía ser llamado así. Entonces me puse en marcha. 

El jardín era interminable si se andaba en línea recta, pero estaba completamente bordeado por un muro transparente por ambos lados, tras el cual se podía ver una habitación tras otra. Todas iguales a aquella en la que hasta hacía unos instantes me encontraba yo. Y en cada una de ellas, una persona. Algunas en el suelo y otras flotando en el aire. Absolutamente todas con angustia y terror en sus rostros. Cada tanto se abría una puerta y de ella salía corriendo alguien desnudo. Algunos enloquecidos de alegría, otros, como yo, curiosamente decepcionados. Pero todos aliviados de salir de aquella insoportable nada. 

Anduve un buen rato, mientras las personas bailaban y cantaban y follaban y reían a mi alrededor, hasta que divisé a lo lejos un gigantesco elefante bañándose en una laguna de agua cristalina. Infinidad de personas desnudas lo limpiaban, lo consentían, lo besaban y le ofrecían manjares de todo tipo. Vi a quien inmediatamente supe era Mahoma, borracho recostado en su trompa, sonriendo, bebiendo vino y masturbándose ante la pornográfica escena de cuerpos desnudos. La enorme bestia dirigió su mirada muerta a mí sin girar su cabeza y me guiñó un ojo. Sonreí con tristeza y le asentí. 

Entonces supe dónde estaba Jesús, quién me había engañado, y colérico, corrí a él. Un océano de personas, algunas llorando, otras gritando y algunas pocas de rodillas implorando, se interponía en mi camino. Atravesé la selva de desnudez tras andar por meses enteros, y entonces lo vi y mi corazón se partió en mil pedazos. Estaba tras el muro transparente, en una habitación del palacio, flotando. Era exactamente como lo pintan. Esbelto y de cabello largo. Hermoso. Y él, a diferencia de todos los demás, los otros miles de millones, estaba sonriendo. Como burlándose de mí. De todos. Sus ojos cerrados en absoluta paz. Supe que sí fue mi amo y salvador y que lo había traicionado. No pude evitar soltar una carcajada, y salí de entre la multitud.

Quise otra cerveza. La recibí de inmediato y me dispuse a culear y beber por el resto de la eternidad, y entendí eso que dicen que tan solo una persona buena ha muerto en toda la historia. Di gracias por el elefante y fui a preguntar a Mahoma por el mejor de los culos en el paraíso. 

– F

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