La lluvia caía con una calma obstinada, como si quisiera recordarme que llorar también es un deber.
El viaje se hizo interminable, gris, helado. Sentí que no se rompía solo el corazón o el alma, sino la vida entera, como si alguien hubiera apagado de golpe la lámpara del mundo.
Qué ironía, pensé.
Hace unos meses, este mismo trayecto me parecía un retorno feliz. No quería escaparme a ninguna parte porque sabía que mi hogar estaba allí, en ti. No en el lugar ni en la gente, sino en tu respiración, en tu forma de existir cerca.
Donde tú estabas, estaba mi casa.
Ahora, el mismo paisaje me expulsaba, ajeno, como si nunca hubiese pertenecido a nada.
Hay quienes dicen que soñar es anticipar lo que los dioses no se atreven a contarnos. Yo había soñado con esto. Con la pérdida. Con la distancia. Pero preferí el autoengaño, esa forma dulce de fe que solo los enamorados comprenden.
Entendí, por fin, que lo que había muerto no eras tú.
Tampoco el amor.
Era yo, o al menos una parte: Cecilia, la que aún creía en lo imposible, la que esperaba respuestas, la que confundía deseo con destino.
Cecilia murió ese día, bajo la lluvia.
Y en su lugar quedó una mujer distinta, más callada, más vieja tal vez, abrazando las ruinas de sus ilusiones con un pudor amargo.
Me repito que no fue tan grave, que el mundo sigue. Pero sé que el amor y los sueños, cuando se derrumban, no dejan escombros:
solo aire.
Solo el hueco de lo que alguna vez creímos que nos sostenía.
OPINIONES Y COMENTARIOS