//Alejandra 10/Octubre/2025
Hoy mi mamá me llamó llorando y estaba muy asustada. Dice que anoche mi hermanito estranguló a nuestro gato y lo mató. Lloré toda la mañana, porque todos queríamos mucho a Jugo, lo teníamos desde que era chiquito. Tampoco sé por qué mi hermanito hizo algo tan horrible si siempre ha sido tan buen niño, y de todos era quien más parecía quererlo.
Lo que más me asusta es que cuando mi mamá lo encontró, dice que Hugo le dijo «Hice que se calle, má. Todo estará bien.» mientras sonreía.//
—¿Má?
—Dime, mi amor.
Hugo se encontraba acurrucado sobre el regazo de su madre. Veían televisión desde el sillón, en la oscuridad de la sala.
—¿Puedo dormir contigo? —preguntó él.
Su madre bajó la vista.
—Si quieres —respondió sonriéndole. —¿Pasa algo?
—No…, es que hace mucho que no duermo contigo… —apuró Hugo vacilante. —…Y mi pá ya llega mañana.
—¿Ahora crees en fantasmas? —rio su madre, haciéndole cosquillas en el abdomen.
Él negaba mientras se retorcía de risa.
La mujer detuvo su jugueteo y continuó:
—Cierto, ni cuando te caíste en el hoyo del monte te asustaste. La Ale me dijo que saliste solo, y que ni lloraste.
Hugo recordaba el dolor que sintió en las nalgas al azotar en el fondo de aquel agujero oscuro, y que su distraída hermana no había notado su ausencia hasta mucho tiempo después. Nunca le contó a nadie que mientras intentaba salir, sí que tuvo miedo, demasiado, pero el haber aprendido a lavar la pis de sus calzoncillos él mismo, le había ayudado a evitar que su madre descubriera la verdad.
Le gustaba ser reconocido como un niño valiente, y lo era, aunque debía aceptar que su madre ignoraba muchas cosas.
—Así soy —afirmó.
Bajó del regazo de su madre y se puso sus Crocs.
Ella se levantó, le acarició la mejilla y caminó hasta su cuarto.
—Ok, pero mete al Jugo —le encargó.
—Va.
Hugo salió al patio trasero, intentó encender la luz, pero no funcionó. Su casa estaba bastante apartada del resto, y los sonidos de los grillos destacaban entre cualquier rastro de ruido lejano del vecindario. Más allá de la cerca, solo existía una extensa zona natural.
—¿Jugo? —susurró. En la solitaria penumbra agradecía no tener que demostrar valentía.
Después de dos minutos de estar llamando por fin escuchó sus maullidos, desde el monte.
Ya esperaba verlo aparecer entre los arbustos cuando dejó de escucharlo.
Suspiró, si se alejaba demasiado para buscarlo tendría problemas; sin embargo, no iba a dejarlo afuera. «¡Qué va! —pensó— lo que hago por ti, Jugo». Volteó hacia su casa para comprobar que no lo veían, luego, saltó la pequeña cerca y caminó en dirección a donde había escuchado los últimos maullidos.
El miedo a caminar de noche en el monte sustituyó al de ser descubierto por su madre. No llevaba linterna, y comenzaba a parecerle un pésimo plan.
Se sobresaltó al escuchar unas ramas moverse a su derecha, se quedó quieto deseando que se tratase de Jugo. En la oscuridad, pudo distinguir una negra silueta de espaldas, ésta parecía dirigirse hacia los matorrales, y llevaba un bulto blanco en su mano izquierda. Sin arriesgarse a hablar, logró acercarse sigiloso, asegurándose de no ser escuchado. Observó con detenimiento.
«¡Eso que lleva es…!» comprendió aterrorizado.
—¡Mi gato! —alcanzó a decir chillando.
La siniestra persona se giró durante un instante. Hugo cayó de espaldas al verla, y vio cómo se metió entre los arbustos a una velocidad vertiginosa, llevándose al gato con ella. Solo pudo escuchar cómo se alejaba por el ruido de las ramas.
Pasaron algunos minutos, en los que se mantenía sentado en el suelo, conmocionado y con la vista en los matorrales. De repente, viniendo desde allí, escuchó los maullidos de Jugo que salió caminando.
Un cálido alivio recorrió su cuerpo.
—¡Escapaste! —exclamó, mientras lo dejaba subir en sus piernas y lo acariciaba emocionado.
Se levantó con él en sus brazos, aún perplejo por lo inquietante de la situación, y se dirigió a su casa. El tacto de su pelaje era increíblemente suave e impecable.
«Qué raro —se dijo—, me imaginaba que estaría todo cochino».
—¿Cuándo te bañaron?
El gato volteó a verlo un momento. En su mirada había algo extraño, como si hubiese entendido la pregunta y luego recordara que no debería hacerlo.
A escasos metros de la cerca, a Hugo le surgió una profunda incomodidad. Se veía como Jugo, tenía las mismas marcas grises en su pelaje, los ojos, la cola, e incluso el sonido de su maullido eran idénticos pero, por algún motivo, sospechaba que no era él. Habría reconocido a su amiguito peludo donde fuera, lo quería tanto, que el nombre que tenía era porque sonaba parecido al suyo.
El animal lo contempló desde sus brazos. Hugo se detuvo, le sostuvo la mirada unos segundos.
—Tú… no eres Jugo… ¿Verdad? —inquirió temblando. —A él se lo llevó esa vieja.
En los ojos felinos alcanzó a percibir un enfado sutil. Parecía una mirada… ¿humana? No, un concepto más adecuado era «inteligencia consciente», algo que los gatos no poseen ni al nivel intelectual de un niño que, a pesar de su corta edad, era capaz de identificar por mero sentido común. Unos ojos perspicaces que delataban casi de forma inadvertida, que ese ser que llevaba en sus brazos no era lo que aparentaba.
El terror se filtró en cada nervio del cuerpo de Hugo.
—¿¡Dónde está él!? —Se atrevió a preguntar.
El hocico de la criatura empezó a deformarse y balbucear.
Hugo gritó, gritó muy fuerte, y no pudo hacer otra cosa que apretar el cuello de aquel monstruo, cuando este intentaba llegar hasta su garganta y bufaba lo que parecían ser horribles advertencias.
        
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