Tres sombras en Mónaco

La noche caía sobre el puerto, y las luces de los yates parecían burlarse del cansancio.
Erik, el conserje del Hotel de Paris, se detuvo frente al mar y dijo:
—A veces creo que la fe solo sirve para sostenernos cuando no tenemos nada más que barrer.

Sophie, la florista de la esquina, con las manos manchadas de polen, respondió:
—Y sin embargo, querido, la gente compra flores para los ricos, y yo les sonrío como si eso tuviera un sentido. Tal vez lo tenga: el orden. El pequeño orden de la belleza. Auguste Comte lo habría llamado progreso.

Rashid, el lavaplatos, los observaba con media sonrisa, mientras el humo de su cigarrillo se mezclaba con el olor del mar.
—Progreso… —repitió—. Yo lavo los mismos platos todos los días. Nada cambia. Ni la espuma ni las manchas. Si la vida tuviera sentido, debería renovarse como esas luces allá —señaló el casino—, pero solo repite su absurdo. Camus lo sabía.

Sophie suspiró.
—Entonces vivimos en la contradicción: tú en el absurdo, él en la fe, y yo en el orden.

Erik asintió.
—Tal vez los tres tengamos razón. Tal vez el sentido esté en seguir caminando, aun sin destino, en un país que no nos pertenece.

Rashid aplastó el cigarrillo contra el suelo.
—Sí. Al menos, mientras caminamos, la ciudad nos ignora con elegancia.

Y siguieron su ruta por las calles pulidas de Mónaco: tres figuras modestas reflejadas en los escaparates del lujo, como si fueran el reverso invisible de la filosofía.

El amanecer los encontró en la explanada del Palacio. El cielo era un vidrio opaco sobre el mar, y los primeros coches de lujo pasaban como animales ajenos al frío.
Erik, con su abrigo demasiado grande, observó las banderas ondear.
—¿Sabés, Sophie? A veces pienso que los hombres ricos creen más en el destino que nosotros. Ellos no rezan, pero todo les sale bien. Tal vez su fe sea invisible, una superstición de poder.

Sophie sonrió con tristeza.
—O quizá nosotros tenemos la ventaja de saber que no controlamos nada. Hay una dignidad en eso. Una flor solo dura un día, pero no se queja.

Rashid bebió un sorbo de café frío de un vaso de cartón.
—La flor no piensa, Sophie. Y nosotros pensamos demasiado. Kierkegaard se angustiaría hasta con una taza de té.

—La angustia —dijo Erik— es la señal de que uno sigue vivo. Si dejás de preguntarte por qué barrés el mismo piso todos los días, te convertís en parte del mármol.

—Y si te preguntas demasiado —replicó Rashid—, te volvés piedra igual.

Sophie los miró a los dos.
—Entonces el secreto debe estar en hacer el trabajo y seguir preguntando, pero sin esperar respuesta.

El sol se asomaba sobre el Mediterráneo, tiñendo de oro las fachadas blancas. Los tres quedaron en silencio. Un grupo de turistas pasó frente a ellos, riendo. Uno sacó una foto al puerto; otro tiró una moneda al suelo sin notarlo.

Rashid la recogió.
Era una moneda pequeña, casi sin valor, pero brillaba. La guardó en su bolsillo y murmuró:
—Quizá esto sea lo más parecido al sentido: encontrar lo que otros desechan y hacerlo durar un poco más.

Erik sonrió apenas.
—Eso suena a fe, Rashid.

—O a ironía —respondió el argelino.

Sophie, encendiendo otro cigarrillo, los miró a ambos.
—No importa cuál. Al final, solo somos tres trabajadores en una ciudad que nunca duerme. Pero mientras hablemos así, Mónaco no será solo de ellos.

El viento trajo el olor a pan recién hecho desde alguna panadería invisible.
Y durante un instante, los tres sintieron que el mundo, tan absurdo, tan ordenado, tan lleno de fe vacía, les pertenecía también a ellos.

… Perfecto…

### 

Han pasado más de treinta años desde aquella madrugada.

Mónaco sigue igual, brillante y ajeno, como si la lluvia no cayera nunca sobre sus tejados.

Yo sigo vendiendo flores, aunque ya no tengo fuerzas para cargar los baldes. A veces me quedo quieta, mirando las luces del puerto, y me parece verlos: Erik, con su traje gastado, y Rashid, con su sonrisa de humo.

Dicen que ambos murieron hace tiempo.

El conserje en una residencia, el lavaplatos en algún hospital del sur.

Y sin embargo, cada mañana, cuando abro la persiana del puesto, siento que vuelven conmigo.

Recuerdo aquella frase suya, tan simple:

“Tal vez el sentido esté en seguir caminando, aun sin destino.”

La repito a veces, sin pensar.

Ya no creo en el progreso, ni en el orden, ni siquiera en la angustia.

Pero hay algo que no se marchita: esa terquedad callada de los que saben que el mundo no los ve y aun así levantan la cabeza.

Vivir es eso, creo.

No la certeza de una fe ni la claridad de una razón.

Sino el pequeño acto de abrir el puesto, cada día, como si el universo dependiera de una flor que durará apenas hasta la tarde.

Quizás Rashid tenía razón:

el sentido no se encuentra, se rescata.

Como aquella moneda que recogió del suelo, aún la llevo conmigo, oxidada, en el bolsillo del delantal.

No vale nada.

Pero cuando la toco, siento que todo —la vida, el cansancio, el absurdo— cobra un orden extraño y tierno.

Un orden que solo conocen los que alguna vez caminaron por Mónaco sin pertenecerle.

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