Caos. El hombre borrego y el analfabetismo funcional

Caos. El hombre borrego y el analfabetismo funcional

El analfabetismo funcional: la nueva esclavitud invisible. La sociedad moderna no necesita cadenas ni látigos para someter a sus ciudadanos; le basta con la ilusión de la educación. El analfabetismo funcional —esa capacidad de leer palabras sin comprender ideas, de repetir consignas sin analizar su sentido— es el mecanismo perfecto para fabricar borregos obedientes. No se trata de ignorancia absoluta, sino de una ignorancia selectiva, la persona puede operar un smartphone, firmar un contrato o votar en unas elecciones, pero es incapaz de cuestionar el contenido de un titular, el discurso de un político o las promesas de un anuncio. Así, el sistema no requiere censurar libros; solo necesita que la mayoría los lea sin entenderlos. Muchos salen pre-fabricados de las aulas de clase sin capacidad de cuestionar nada.

La distopía del consumo como sustituto del pensamiento. El Hombre Borrego no vive en una distopía de fuego y ruinas, sino en una de luces de neón y descuentos del 50%. Su prisión no tiene rejas, sino pantallas táctiles y algoritmos que le dicen qué desear. El analfabetismo funcional se alimenta de esta cultura del consumo inmediato, donde la reflexión es un lujo y la paciencia, un defecto. ¿Para qué analizar un problema si puedes distraerte con un video de tres minutos? ¿Para qué entender un contrato si el botón de «Aceptar» está al alcance de un clic? El sistema premia la pasividad, el borrego que no piensa es el cliente ideal, el votante dócil, el ciudadano que nunca exige cuentas.

La educación como fábrica de conformismo. Las escuelas ya no forman ciudadanos críticos; producen empleados adaptables. El analfabetismo funcional no es un fracaso del sistema educativo, sino su mayor éxito. Se enseña a memorizar datos para exámenes, no a cuestionar su relevancia; a seguir instrucciones, no a desafiar su propósito. El Hombre Borrego aprende a repetir, no a razonar. Y cuando el razonamiento se limita a elegir entre dos opciones prediseñadas —izquierda o derecha, marca A o marca B—, la libertad se convierte en una farsa. La verdadera educación, la que despierta la conciencia, es peligrosa para el orden establecido. Por eso se diluye en manuales de competencias y talleres de «emprendimiento».

La información como arma de distracción masiva. Nunca antes la humanidad tuvo acceso a tanta información, y nunca antes fue tan fácil manipularla. El analfabeto funcional no consiste en la ausencia de datos, sino en la incapacidad de jerarquizarlos. El Hombre Borrego vive ahogado en un mar de noticias falsas, opiniones polarizadas y entretenimiento barato. Los algoritmos le ofrecen exactamente lo que quiere oír, reforzando sus prejuicios y aislándolo en burbujas de autocomplacencia. Así, la información ya no sirve para iluminar, sino para confundir. El borrego cree estar informado, pero solo repite eslóganes; cree tener opciones, pero solo elige entre ilusiones.

La política como espectáculo para borregos. En la distopía moderna, la política no es el arte de gobernar, sino el de entretener. Los líderes ya no necesitan ser sabios; les basta con ser carismáticos. El analfabetismo funcional convierte el debate público en un reality show, se premia el escándalo, no la coherencia; el titular impactante, no la propuesta sólida. El Hombre Borrego vota con el corazón, no con la razón; sigue a quien le hace sentir seguro, no a quien le ofrece soluciones. Y cuando el sistema falla, en lugar de exigir cambios, busca un chivo expiatorio, el inmigrante, el pobre, el diferente. La democracia se reduce a un ritual cada cuatro años, donde el borrego elige entre dos pseudo lideres que, en el fondo, sirven al mismo rebaño.

El trabajo: la jaula dorada del conformismo. El empleo ya no es un medio para realizarse, sino un fin en sí mismo. El Hombre Borrego trabaja para consumir, y consume para olvidar que su trabajo no tiene sentido. El analfabetismo funcional le impide cuestionar las condiciones laborales, los salarios injustos o la precariedad disfrazada de «flexibilidad». Se le convence de que el éxito es tener más, no ser más; de que la felicidad se mide en likes y en el modelo del último celular. Así, el sistema garantiza su sumisión, el borrego no se rebela porque cree que, con suficiente esfuerzo, algún día será el ovejero. Pero la jaula sigue siendo la misma, solo que ahora tiene wifi y aire acondicionado.

La resistencia como acto de lucidez. No todos los borregos lo son por elección. Muchos simplemente nunca les enseñaron a pensar. Pero el analfabetismo funcional no es una condena eterna; es una trampa de la que se puede escapar. La resistencia comienza cuando alguien decide leer entre líneas, cuestionar lo obvio, rechazar lo que le imponen como «natural», leer la letra chiquita. El Hombre Borrego se convierte en lobo el día que entiende que su libertad no depende de lo que consume, sino de lo que piensa. Y ese es el mayor peligro para el sistema, un ciudadano que razona es un ciudadano que ya no se deja guiar. “Herejía” es otra palabra para la libertad de pensamiento. Graham Greene

El futuro: ¿rebaño o manada? La distopía del Hombre Borrego no es inevitable. Depende de lo que hagamos hoy. Si seguimos celebrando la ignorancia como «sentido común», si confundimos información con conocimiento, si aceptamos que la educación sea un negocio y la política un espectáculo, el rebaño crecerá. Pero si exigimos escuelas que enseñen a pensar, medios que informen con rigor y líderes que gobiernen con honestidad, quizá logremos algo más que una sociedad de consumidores, una comunidad de seres humanos libres. La elección es clara: seguir siendo borregos o aprender, por fin, a aullar. “Tal vez, si uno desea seguir siendo un individuo en medio de las multitudes, debe hacerse grotesco”. Salman Rushdie

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