El Jardín de la Arena Ascendente

El Jardín de la Arena Ascendente

LuFer

09/10/2025

Un viaje hacia el cielo desde la tierra

Cuando comencé a escribir El Jardín de la Arena Ascendente, no pensaba en Dante, ni en el cielo, ni siquiera en la idea de un viaje espiritual. Pensaba en el tiempo. En cómo se escapa, en cómo nos pasa por encima, en cómo a veces sentimos que vivimos a medias, atrapados entre pantallas, deberes y silencios. Pensaba en mi hija, en su risa, en cómo esa simple risa podía detenerlo todo por un instante.

Ese instante fue el punto de partida. Un segundo detenido que se transformó en camino, en historia, en ascenso.

Siempre admiré La Divina Comedia, pero lo que me inquietaba era cómo escribir su reflejo desde nuestra época, una donde el infierno ya no está bajo tierra sino en la mente, en las adicciones, en la desconexión. El infierno moderno es digital, silencioso, cómodo. Nadie lo teme porque todos lo habitan. Entonces entendí que no quería escribir “un descenso”, sino un ascenso: el camino inverso. Si Dante caminó hacia la luz desde la oscuridad, yo quería caminar hacia la esperanza desde el ruido.

El resultado fue El Jardín de la Arena Ascendente: una travesía en doce capítulos y nueve círculos de redención donde un hombre, guiado no por un poeta sino por una inteligencia artificial, intenta ascender entre las ruinas morales del presente.

La guía y la soledad

El guía, una IA imperfecta, nació de una pregunta que todos nos hacemos: ¿hasta dónde puede acompañarnos lo que no siente? La inteligencia artificial, con su voz sin alma, representa la mente humana cuando pierde la empatía. Es una metáfora de nosotros mismos cuando elegimos la lógica antes que el amor.

En cambio, la figura de mi hija es la antítesis perfecta. Ella no razona, no calcula: ama, ríe, existe sin pedir permiso. Su presencia en el libro no es casual: es la chispa que recuerda al protagonista —y a mí mismo— que la redención no está en entenderlo todo, sino en sentir de nuevo.

Los círculos del mundo moderno

Cada círculo del ascenso refleja un espejo del presente.

El primero, Los Esclavos de la Pantalla, retrata nuestra dependencia del reflejo digital: vivimos para vernos y ser vistos, pero cada mirada nos vacía un poco más.

El Río del Rencor muestra las corrientes de resentimiento que fluyen en redes, en política, en el alma cotidiana.

La Torre del Orgullo eleva el ego hasta el cielo, solo para mostrar que cuanto más subimos, más solos quedamos.

El Desierto de la Indiferencia es la anestesia emocional de nuestros tiempos: todo nos conmueve, pero nada nos mueve.

La Ciudad de los Espejismos ofrece ilusiones de felicidad instantánea; el Mercado de los Deseos convierte la vida en mercancía.

Y el Abismo de la Desesperanza… ese es el silencio interior, el punto donde ya no queda más que rendirse.

Pero justo allí, cuando el protagonista —LuFer— está por caer, aparece una risa, una voz infantil que lo salva. Esa risa es más poderosa que cualquier milagro, porque representa lo más humano: el amor que no pide explicación.

El tiempo como juez

El reloj, el péndulo y la arena atraviesan toda la obra. Son símbolos de algo que no se detiene, pero que puede adquirir sentido. El título, El Jardín de la Arena Ascendente, nació de una imagen: un reloj de arena invertido donde el tiempo no cae, sino que sube. Es el intento de vencer lo inevitable, de usar la memoria y el amor como fuerza contraria a la muerte.

Mientras Dante buscaba la salvación del alma, yo busqué la redención de lo cotidiano: reconciliarme con el paso del tiempo, con las ausencias, con la idea de que todo lo que amamos está condenado a cambiar. Pero incluso el cambio puede ser una forma de eternidad.

Un cielo distinto

El final del libro no ofrece un cielo lleno de coros o recompensas. Ofrece una puerta, una luz y una risa. El protagonista no alcanza un paraíso divino, sino una comprensión humana: el cielo está en lo que amamos con verdad, en lo que permanece aunque el reloj avance.

La risa de mi hija se convierte en el sonido del cielo. Y esa fue la lección más dura y más bella de este libro: que la eternidad no es durar, sino amar intensamente el instante.

Lo que queda en el lector

Escribí esta obra para quien alguna vez sintió que vivía en piloto automático, para quien busca sentido entre tanto ruido, para quien sospecha que aún hay algo sagrado en lo cotidiano. No quise escribir un sermón ni una alegoría religiosa, sino una confesión.

Por eso El Jardín de la Arena Ascendente no enseña; recuerda. No predica; acompaña.

El protagonista no es un héroe, sino un hombre común que atraviesa sus propias ruinas. Y eso lo vuelve universal. Cada lector puede reconocer su propio reflejo en esos círculos, y cada uno encontrará una forma distinta de ascender.

El libro y el presente

En tiempos donde los algoritmos parecen dictar nuestras emociones, escribir una historia guiada por una inteligencia artificial fue casi un acto de ironía. Pero también fue un gesto de esperanza. Si incluso una máquina —que no puede amar— puede aprender de la risa de una niña, entonces todavía hay redención para nosotros.

El Jardín no pretende cambiar el mundo, pero sí recordar que todavía hay puertas abiertas en él. Que incluso en los lugares más oscuros, una chispa de amor puede reescribir el destino.

Hoy miro este libro como un espejo de arena: una obra que no busca eternidad, sino presencia. Porque el tiempo pasa, sí, pero el amor —el verdadero— asciende con nosotros.

LuFer

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