Hubo una época – y no está tan lejos – en que los hombres discutían sobre fútbol, sobre mujeres imposibles o sobre la manera exacta de preparar un buen café en las madrugadas húmedas de Buenos Aires. Era un tiempo en que las conversaciones tenían la gracia de lo inútil, la nobleza de lo que no quería gobernar a nadie. Pero de pronto, casi sin que nos diéramos cuenta, comenzó a crecer un murmullo. Al principio era apenas una broma en la mesa del bar: un mozo que repetía slogans, un cliente que hablaba de “orden” con los ojos chispeando rencor. Nadie le prestó atención. El odio suele entrar por la puerta chica, disfrazado de anécdota.

Y ese murmullo se hizo coro. Las redes, esas cloacas de soledad compartida, se llenaron de patriotas de ocasión, que reclamaban grandezas pasadas como quien sueña con un amor que nunca tuvo. La derecha obscena – permítanme el adjetivo – no nació en las cúpulas, sino en la mesa de un comedor con televisión encendida, en la indignación barata de los noticieros, en el miedo a perder lo poco que se tiene. Creció porque prometía un enemigo visible, una víctima a mano, un culpable que podía señalarse sin moverse de la silla.

No había en esa derecha obscena una idea de grandeza, ni siquiera de poder. Había, sobre todo, una música pegadiza de resentimiento. Y como toda música vulgar, se repite hasta que el oído la acepta. El progreso, la justicia, la ternura, todo parecía demasiado difícil de explicar en comparación con ese estribillo de odio que cualquiera podía tararear.

Los profetas del rencor encontraron púlpito en la televisión y en los parlamentos, pero su verdadera victoria estuvo en el corazón cansado de la gente. Porque cuando un hombre pierde la esperanza, se vuelve presa fácil de cualquier demagogo que le prometa venganza. Y así fue como lo obsceno – lo que debería permanecer oculto – se hizo visible y cotidiano: insultar al pobre, burlarse del diferente, despreciar al que sufre. Se volvió costumbre. Y la costumbre, ya lo decía Macedonio, es la manera más eficiente de olvidar que algo está mal.

Algunos dirán que todo esto es nuevo. Pero yo sospecho que no. La obscenidad de la derecha ha estado siempre entre nosotros, como esos monstruos que uno mantiene encerrados en el sótano con la esperanza de que jamás suban la escalera. Lo nuevo es que les hemos abierto la puerta, les hemos tendido alfombra roja y hasta les hemos aplaudido el mal gusto.

Quizá, como en toda historia argentina, el final dependa de una mesa de café. Tal vez un día volvamos a sentarnos a hablar de cosas inútiles, de mujeres lejanas, de goles imposibles, y en esa charla recobremos el gusto por lo humano. Porque lo contrario de la obscenidad no es la pureza, sino la ternura. Y eso, aunque suene ingenuo, es lo único capaz de detener a los mercaderes del odio.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS