El lunes en la mañana, Rodrigo despertó lúcido, sin rastros de resaca a pesar de que la verbena del domingo se había extendido hasta bien entrada la noche. Desayunó poco con la esperanza de encontrar un buen restaurante a la hora del almuerzo. Eran las 8:30 a.m. cuando salió de su loft ubicado en uno de los sectores más prestigiosos de la ciudad. Se sentó frente al volante, y condujo calmadamente hasta su trabajo, una reconocida firma de abogados en un edificio del centro. De camino a la oficina recibió la llamada de un viejo compañero de la universidad al que tenía bastante tiempo de no ver, y se citaron para almorzar. Cuando llegó a su oficina, notó que en su escritorio no había la cantidad de papeles acostumbrada para los lunes, y se aventuró a pensar que sería un día de leve trabajo. Pasó la mañana sin contratiempos, bebiendo café a sorbos espaciados y mirando de vez en cuando por la ventana, las diminutas siluetas que se dibujaban en el edificio vecino. A eso de las 11:45, el teléfono sonó:
—Adelante —dijo con voz fuerte. Del otro lado de la línea, su secretaria rompió la parsimonia de la mañana con una voz demasiado aguda para su edad.
—Doctor Boada— el timbre fue más agudo de lo que imaginó —el señor William Estévez quiere hablar con usted. ¿Lo comunico?
—Por favor —contestó ansioso. Tenía muchas ganas de salir del sopor de la oficina, poco movida aquella mañana. Aguardó un momento hasta que sintió que había alguien del otro lado de la línea. Solo entonces saludó, aún sin estar seguro de que ya estaban comunicados:
— ¿Willie, cómo estás?
—Muy bien, gracias. Espero que ya no estés ocupado, porque me hablaron de un lugar excelente.
—Listo, dime dónde estás y te recojo.
—Como a dos cuadras. No hace falta que vengas en carro. Podemos llegar caminando. ¿Te parece?
—Excelente, ya bajo entonces.
Colgó. Recogió su saco del espaldar de la silla, y salió de la oficina, un poco extrañado de no tener pendientes. Le avisó a Margarita, su secretaria, que volvería en la tarde y subió al ascensor. El edificio estaba vacío. Entonces se le antojó que esa era una excelente oportunidad para hablar con William un largo rato y recordar viejos tiempos. Después de todo eran excelentes amigos y tenían mucho tiempo de no verse.
Como lo había previsto, encontró a William a dos cuadras del edificio. Al verlo venir, notó que era mucho más bajo de lo que recordaba, y un par de años más viejo. Ambos pasaban de los 35 años. William trabajaba solo en una oficina pequeña al occidente, y era muy raro que se encontrasen; por esto, Rodrigo estaba embargado de alegría y nostalgia. Un efusivo abrazo los reunió, como hacía varios años, en la universidad. Después de los respectivos comentarios jocosos acerca de las arrugas y el sobrepeso, comenzaron a caminar, un poco sin rumbo. Al cabo de una cuadra, hubo un instante de silencio, y Rodrigo preguntó:
— ¿Y para dónde vamos?
—Es un restaurante chino cerca de aquí. —respondió sonriendo William, con la certeza de que a su amigo le agradaría— Es muy antiguo, va poca gente y la comida es excelente. Espero que te gusten los dumplings.
—No me disgustan —dijo Rodrigo, y no pudo evitar recordar que había comido en un restaurante chino el viernes anterior. En secreto esperó que no fuera el mismo, dada la descripción.
Pasaron un par de cuadras y llegaron por fin al lugar. Era una pagoda china, de diseño original, pero en ciertos detalles dejaba entrever que su propietario era más local que extranjero. Tenía un solo piso, y las mesas se distribuían armoniosas por la duela sin estorbarse. La luz era tenue pero bastaba para el tema del sitio, y ninguno de los empleados parecía ser asiático, con excepción de un cocinero gordo que Rodrigo alcanzó a observar del otro lado de la cortina que separaba la cocina del comedor, al fondo de la estancia. No era el restaurante que Rodrigo había visitado días antes. Buscaron una mesa cerca de la ventana y se sentaron, sin parar de conversar. Compartieron todo tipo de anécdotas, disfrutando de un buen menú de comida china, y al calor de un vino que llenó todas sus expectativas. Las carcajadas iban y venían, y ninguno de los dos se dio cuenta en que momento comenzaron a tratarse igual que lo hicieran en sus épocas de estudiantes. Fue un encuentro de lo más grato. Siendo casi las 3, y después de un rechazo contundente al postre por parte de ambos, el mesero les alcanzó una pequeña palangana de acabados escandinavos –irónicamente– con la cuenta y dos preparaciones dulces de harina, las famosas galletas de la fortuna. Rodrigo se apresuró a dejar su tarjeta de crédito sobre la palangana, y al tomar una de las galletas, dijo entre risas:
—Hace años que no me como una de éstas.
William respondió riendo, pero con un aire melancólico:
—Yo comí una la semana pasada, pero no siempre son optimistas, tuve un mal presagio.
—¿Y se cumplió?
—Pues hasta ahora nada, pero nunca se sabe.
Dicho esto, William abrió su galleta, a la expectativa de una predicción más amable, pero su alegría se desvaneció un poco al desenrollar la tira de papel pergamino.
—¿Qué es? —preguntó Rodrigo curioso, aún con su galleta intacta en las manos.
—Otro mal presagio —contestó William, y esbozó una sonrisa— me casaré este año.
Riendo, Rodrigo partió en dos su galleta, y desenrolló el pergamino sin dejar de ver a su amigo. Luego bajó los ojos, y lo que leyó le causó también risa, pero un poco más tímida y con un poco de inquietud.
—Bueno, ¿y qué dice? —preguntó William intrigado.
Rodrigo respondió sin vacilar, releyendo mentalmente su nota una y otra vez con una mueca en la boca que trataba inútilmente de ser una sonrisa.
—Dice que me voy a morir en 5 días.
—¡Deberías ver tu cara Rodrigo! —gritaba William en medio de risas —Hombre, cálmate que tú y yo sabemos que esto son pendejadas.
Rodrigo compartió la risa con William. Pidió la factura y salieron caminando del restaurante, hablando de cómo la gente crédula y supersticiosa vive su vida esperando ganarse la lotería, en lugar de trabajar para ganar el dinero como la gente decente. Cuando se dieron cuenta, ya estaban frente a la puerta del edificio de Rodrigo y William se despidió con un caluroso abrazo. Entre comentarios jocosos prometieron volver a encontrarse en próximos días para corroborar el cumplimiento de los presagios. Rodrigo se quedó en la puerta del edificio viendo cómo William detenía un taxi y se alejaba, y no pudo evitar sentir que su tranquilidad se iba con él.
Volvió a su oficina meditabundo, esperando que algo de trabajo lo distrajese del sabor amargo que le había dejado el mensaje de la galleta, cosa que no ocurrió. Por mucho que hostigó a su secretaria, no encontró que hacer el resto de la tarde. A las 6:30 decidió que era hora de escapar de allí y dejar todos esos malos pensamientos atrás. La ciudad no ayudó. Enfrascado en un embotellamiento tenaz, Rodrigo perdió la paciencia con el estéreo, tratando de sintonizar alguna cosa que le evitara un pensamiento que tomaba cada vez más fuerza en su cabeza, pero que no tomaba forma. Llegó al loft agotado, como si hubiera trabajado toda una noche sin parar. Trató de comer algo ligero y se fue a la cama más temprano que de costumbre, aún con la certeza de que no iba a poder dormir.
La mañana del martes despertó malhumorado. El sueño lo venció a la madrugada, luego de un largo y extenuante combate con su cama por encontrar una posición cómoda. Más allá de eso, sabía que era su mente la que no le había dejado dormir. No obstante, aún no figuraba ninguna idea en su cabeza; aquello que le inquietaba era más la sombra de una idea, que otra cosa. No se había atrevido a dejar que su mente se la dijera con claridad. Llegó a la oficina cerca de las 10:00, con un aspecto demacrado que causó estupor en su secretaria, acostumbrada a verle en la cúspide de la pulcritud hasta los domingos. Fue un día movido y sin embargo, no consiguió culminar ninguna tarea, lo que le causó todavía más frustración. La condenada idea que aún no pensaba, no le dejaba lugar a la concentración cotidiana y a ningún pensamiento más allá de la insoportable intranquilidad que se acrecentaba conforme pasaban las horas. No pudo almorzar. A las 3 de la tarde y con la plena conciencia de que aquel día no iba a poder hacer nada más, dejó su oficina. Condujo por la ciudad tratando de despejar su mente, pero lo único que lograba era recapitular momento a momento su almuerzo del lunes. Nuevamente esa noche, casi no logró dormir.
Cuando despertó el miércoles, después de poco más de dos horas de sueño, tenía la idea clara: sentía que el presagio la galleta de la fortuna era correcto, y que se iba a morir. Por más que trató de racionalizar el fatídico pensamiento, no lograba apartarlo de su cabeza. Por el contrario, el ambiente a su alrededor respaldaba su sentir instintivo de que la galleta tenía razón. Se le ocurrió llamar a William una vez en la oficina. Después de todo, él estuvo con el ahí, en ese horrible momento, y sabía que su voz lo podía tranquilizar. «Hombre, cálmate que tú y yo sabemos que esto son pendejadas», se repetía una y otra vez en su cabeza de camino al trabajo, tratando de emular las palabras de su amigo. Sí, una vez en la oficina le llamaría, y le diría que se sentía muy tonto por importunarle por una minucia de estas, pero que necesitaba hablar de ello, y muy seguramente William le respondería lo mismo que le dijo en el restaurante y todo estaría bien, y ya no tendría en la cabeza la loca idea de que se iba a morir porque una estúpida galleta se lo dijo a él, como se lo pudo haber dicho a cualquiera.
Entró al edificio corriendo, sudando y apurado por llamar. Era tal su ansiedad, que no se le ocurrió llamarlo él mismo desde su teléfono móvil, sino que desde que concibió la idea debía ser su secretaria la que lo comunicara. No pensaba con claridad. Entró con ímpetu a su oficina y ni siquiera le permitió a Margarita terminar el saludo matutino:
—Buenos días doctor Bo…
—Margarita, comuníqueme con la oficina del doctor Estévez, ¡es urgente!
El apremiante tono de voz no le dejó dudas a Margarita de que era una de esas instrucciones que debía cumplir sí o sí. Contagiada un poco de la ansiedad de su jefe, buscó el número en el rolodex y marcó con la pericia de quién lleva 25 años contestando un teléfono. Adentro, Rodrigo temblaba, y sudaba frío.
—¡Margarita!
—Doctor, la secretaria del doctor Estévez dice que salió ayer a un viaje de negocios y regresa hasta el próximo lunes.
Rodrigo murmuró una maldición. Ante el inusual paroxismo de su jefe, Margarita se retiró, tal vez previendo que la desafortunada eventualidad fuera confundida con incompetencia. La mujer se sentó en su escritorio pensando que tal vez algún negocio había salido, o estaba por salir mal, y continuó con su trabajo a la espera de una nueva instrucción.
Nublado de ansiedad, en un fugaz instante de lucidez Rodrigo recordó el teléfono celular. Tembloroso buscó el contacto, y notó como el frío sudor de sus manos empapaba el aparato. Lo encontró rápido, pero al marcar, otro mal presagio se alzó dentro de su cabeza. «No esa voz, por favor, no esa voz…»
El número al que está marcando se encuentra fuera del área de cobertura. Por favor verifíquelo y marque nuevamente.
Su sangre bulló de cólera con el cumplimiento del presentimiento. Testarudo, marco de nuevo.
El número al que está marcando se encuentra fuera del área de cob…
—¡MALDITA SEA!
Esta vez acompañó el improperio con un sonoro puñetazo en el escritorio. Dejó su oficina y salió a la calle, sin la más remota idea de a dónde se dirigía, a pesar de su apresurado paso. Vagó por la ciudad toda la mañana. Trató de deglutir algo en una cafetería cercana pero no logró pasar el primer bocado. Luego pensó en el restaurante. No supo precisamente que iba a hacer cuando llegara, pero decidió dirigirse hacia allá. Caminaba con el saco en la mano y el nudo de la corbata desajustado, bajo el abrasador sol de las 11 de la mañana, por el concurrido centro de una ciudad ruidosa y contaminada. Le molestaba la gente que pasaba a su lado, indiferente de sus penurias. Lamentó no tener alguien cercano con quien hablar, y maldijo a su amigo William por abandonarle en un momento tan terrible. Empapado en sudor llegó al restaurante Chino, pero su indecisión no le permitió entrar. ¿Qué diría? Podría tal vez simular comer algo y esperar una nueva galleta con un presagio que derogara el anterior. ¿Y si se confirmaba? Esa sola idea le heló la sangre. Podría tal vez hablar con el administrador, hablarle de lo sucedido, amenazarle con iniciar un proceso legal por daños psicológicos, amenaza de muerte, terrorismo o algo así. Después de todo, la sola tarjeta de su prestigiosa firma de abogados era la que muchas veces resolvía los casos. Tendrían que retribuirle, pagarle por los perjuicios causados. Aunque no, no era dinero lo que quería. Ni siquiera sabía por qué estaba allí o qué era lo que había ido a buscar. Luego de un largo rato frente al restaurante, y acaso una que otra mirada extrañada de la vecindad, decidió alejarse y desandar todo el camino. Trató de no pensar más que en lo que veía mientras regresaba a la oficina. Un par de horas más tarde llegó allí, con el aspecto de quien ha recibido una paliza. Sacó su carro y condujo hasta su casa casi automáticamente, se desplomó sobre su cama sin siquiera quitarse los zapatos y se dejó vencer del sueño y el cansancio.
Despertó intranquilo. Estaba oscuro y él seguía sudando. Extrañamente se sintió casi tan cansado como cuando se acostó. Revisó la hora: 11:50 p.m. Quiso bañarse y ponerse la pijama, pero tuvo la impresión de que no estaba solo en el loft. Por primera vez desde que estaba inmerso en esta vorágine irracional, sintió terror. Cuanta paranoia pueda desatarse en una casa a oscuras, pasó por la mente de Rodrigo: sombras, ruidos, voces, graznidos, en fin. Tomó el cobertor de su cama y se arropó, con la misma ropa, con el mismo miedo, con el mismo sudor, y trató de conciliar el sueño.
Soñó que era perseguido y apuñalado por multitudes iracundas unas veces, y torturado por sombras irreconocibles otras tantas. Despertaba entre pesadillas, con los ojos aguados y una terrible angustia en el pecho. Sea lo que fuere que le estaba pasando, ya no estaba bajo su control. Rogaba, suplicaba que ese sentimiento se fuera, y añoró sus días de sosiego y su ostentosa vida de alto ejecutivo. Cada nueva pesadilla era un combate, y cada que despertaba sentía cómo esa agonía en el corazón lo trataba de reventar desde adentro.
El jueves no fue a trabajar. El teléfono sonó un par de veces durante el día pero se abstuvo de contestar, ya que muy seguramente era Margarita, tal vez angustiada por la forma en que lo vio salir el día anterior. Casi había perdido la razón. Se imaginaba muriendo de las formas más absurdas posibles, dentro de su propia casa: Desnucado en el baño o ahorcado con la cortina, degollado por la máquina de afeitar, atragantado con un pedazo de pan o el cepillo de dientes, rodando por las escaleras, electrocutado con la cafetera, con el cuello lacerado por los vidrios producto de la explosión del horno microondas, sofocado bajo sus propias mantas, blanco de una bala perdida que entrase por la ventana, resbalando por el balcón y cayendo los 8 pisos que lo separaban del suelo, con el cráneo roto producto de la explosión junto a su oído de su teléfono celular, sepultado bajo los escombros de un terremoto, con las venas cortadas por un vaso roto, aplastado bajo el armario, en fin. Esperaba la muerte cada segundo. Sentía su presencia rondando por su casa. Tareas sencillas como ir al baño o a la cocina a tomar agua eran verdaderas pruebas de valor. Casi sufrió un infarto cuando a causa del sudor y el temblor de las manos dejó caer un vaso de cristal al suelo. Imaginó que los trozos le perforarían los ojos. Imaginó que una esquirla le laceraría una arteria vital al pisarla y se desangraría. Corrió como pudo a su habitación, llorando de angustia, y se enroscó en su cama como un animal recién apaleado, temblando y gimiendo.
Perdió la noción del tiempo. Sus pesadillas ahora se ambientaban en su misma habitación, así que no distinguía entre el sueño y la realidad. Sentía voces horribles murmurándole en el oído, y como si alguien se le parara sobre el pecho. A veces veía la luz del sol entrando por la ventana y otras veces penumbra total. Temblaba de escalofríos por un violento acceso de fiebre, y estaba casi deshidratado. Soñaba que despertaba y todo estaba bien, y William y Margarita le sacaban de su encierro, y su corazón se hinchaba de felicidad, y luego despertaba realmente y la penumbra le oprimía el pecho aún más. Veía sombras en su habitación pero no se atrevía a encender la luz por el terror que le causaba electrocutarse con la lámpara. No sabía si era la vida o la muerte la que jugaba con él de modo tan cruel, pero se encontró sin fuerzas y entregado casi por completo a la angustia y al miedo.
Despertó de un largo sueño, aunque también colmado de pesadillas. Se mantuvo inmóvil por un rato hasta que tuvo la certeza de que no se encontraba soñando. Abrió los ojos, y vio una tenue luz azul que se extendía detrás de las cortinas. Oyó pájaros cantando cerca de la ventana, y el ruido de una ciudad que recién despertaba. Se encontró vestido con la misma ropa de tres días antes. Parecía que el terror le había dado una pequeña tregua. Cauteloso, se levantó, y fue a la cocina por un poco de agua. Encontró en el piso los restos del vaso que no sabía hace cuánto tiempo había roto y sintió que el terror aún no le abandonaba. Hizo un esfuerzo sobrehumano para quitarse la ropa ya apelmazada y tomar una ducha, aún con el latente temor de las muchas formas de muerte que allí pudieran ocurrirle. Se bañó sentado y con agua fría para minimizar riesgos. Cuando salió, había resuelto algo: no iba dejarse sorprender por la muerte, iba a tomarla por propia mano.
Era la mañana del sábado. Se vistió extremadamente despacio, como para no darle más oportunidades a la muerte. Aún seguía imaginando morir de diversas maneras, pero se sobreponía a estos aciagos pensamientos con la voluntad resuelta de tomar su vida por él mismo. Llevaba una camisa blanca muy fina y un pantalón de paño, algo formal aunque sin corbata. No tuvo que pensar mucho en la forma de morir, gracias a que sus delirios le habían hecho contemplar toda suerte de posibilidades. Le temía a la agonía del veneno y al ahorcamiento. El salto era lo mejor. Moriría por el impacto. No podía ser desde su casa, no quería dejarles esa macabra imagen a sus vecinos. Pensó en un puente vehicular no muy lejos de allí, lo suficientemente alto para no sobrevivir. Si quedaba vivo, tal vez no tardaría mucho algún vehículo en terminar el trabajo. Sería fácil. Sintió cómo la valentía incipiente dentro de su pecho combatía de tú a tú con la angustia y el miedo, y se encontró un poco aliviado. Salió del loft y caminó, no hacía falta llevar el auto. Sintió como el viento esparcía su loción y su cabello húmedo y peinado, e imaginó que era un día como tantos otros, en los que no pensaba en la muerte. Era una mañana soleada, y en el infinito azul del cielo no se veía ni una mancha blanca.
Eran alrededor de las 8 de la mañana, cuando a paso lento, comenzó a subir el puente, haciendo caso omiso de las bocinas de los autos que trataban de alertarle de que esa vía era vehicular y no peatonal. Nadie se detendría. Los autos subían veloces el puente y era probable que ni lo notaran cuando la hora de saltar llegara. Logró la cima, acarició el barandal de hierro y dejó que el viento golpeara su cara de lleno. Trepó y pasó una pierna al otro lado, quedando acaballado sobre la baranda. Oyó más bocinazos pero no prestó atención. Abajo alguien gritaba, pero los autos no se detenían.
Iba ya a cruzar la otra pierna cuando reaccionó. Fue como si hubiera despertado de una sola pesadilla larga. Hubo algo en el ambiente de la mañana que le hizo abrir los ojos definitivamente. Se recordó ridículo huyendo de peligros invisibles en su casa, y ni hablar de lo estúpido que se sintió al recordar el mensaje de la galleta de la fortuna. Sonrió por primera vez en varios días, y descubrió una placidez recorriendo todo su cuerpo como el calor de la mañana, espantando todos sus miedos y angustias. La alegría de su verdadero despertar se combinaba con la vergüenza que sentía por su comportamiento, y no dejaba de sonreír. Bajó la pierna lentamente hacia el lado del puente y se sintió feliz de haberse rescatado a sí mismo de ese delirio angustioso.
Todo ocurrió muy rápido: no bien había bajado la pierna de la baranda, perdió el equilibrio y cayó, pero no hacia el vacío sino hacia el tránsito. Trató de sujetarse de la baranda pero no alcanzó, trastabilló hacia atrás y se fue de espalda en un segundo que le pareció eterno. No alcanzó a tocar el suelo antes de ser golpeado de lleno por un autobús que le lanzó contra el auto que estaba adelante, a unos 7 metros. No dolió. Murió instantáneamente por el primer impacto, y ni siquiera se dio cuenta de qué fue lo que lo golpeó. Solo alcanzó a sonreír en ese último y largo segundo, porque se dio cuenta de que aunque había logrado reaccionar, la muerte nunca había contemplado perder contra él, y le tenía dispuesto morir ese día y de esa forma, y además de ello le había hecho el enorme regalo de darle una advertencia.
Al otro lado de la ciudad un hombre, dueño de un restaurante chino, reprendía a su hijo adolescente por sabotear los mensajes de las galletas de la fortuna.
FIN.
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