Nadie supo jamás de qué rincón del mundo había brotado aquel hombre. Algunos juraban que descendió de un tren fantasma detenido en la hora más muda de la madrugada; otros aseguraban que emergió de la plaza mayor justo después de una tormenta que arrancó los almendros como si fueran recuerdos mal enterrados. Vestía un traje que parecía cosido con hilos de siglos, tan desgastado que el tiempo mismo lo habría usado en sus días de duelo. Y sobre su cabeza, un sombrero de fieltro que no ocultaba su rostro, sino la historia entera de un país que aún no había sido contado.
Subió al escenario con la solemnidad de un obispo que ha perdido la fe y la fragilidad de un niño que aún cree en los milagros. Los aplausos, al principio, fueron tímidos, como gotas que tantean la tierra antes de decidir si quieren ser lluvia. Pero luego crecieron, y entre los murmullos se tejió una certeza antigua: aquel hombre era un mago, no de los que hacen trucos, sino de los que revelan verdades.
Un maestro de ceremonias de bigotes negros y voz de campana oxidada se adelantó, como si viniera de anunciar eclipses en pueblos sin cielo:
—Querido público —dijo, con voz que parecía hablarle a los vivos y a los muertos—, el mago rendirá homenaje a los alicaídos, a los pobres, a los niños sin zapatos, a las mujeres sin sombra, a los hombres que han olvidado cómo se sueña, a los abuelos que crujen al caminar… a todos los que cargan el peso de lo invisible.
El silencio cayó como un telón de plomo. Y entonces, el mago se quitó el sombrero.
De su interior comenzó a brotar una procesión de tristezas. Primero unas pocas, que flotaron como cenizas de un incendio que nadie quiso apagar. Luego miles, después millones, como si el sombrero fuera un pozo sin fondo donde la pena había aprendido a multiplicarse. Las tristezas se encarnaban en suspiros de niños descalzos, en viudas que se cubrían el rostro con pañuelos heredados, en hombres sin pan ni patria, en pueblos enteros que se ahogaban dentro de aquel sombrero como náufragos de sí mismos.
El público lloraba como si la humanidad entera se hubiera abierto en canal. Lloraban también los balcones de las casas agrietadas, las campanas mudas de las iglesias, los ríos exhaustos que ya no sabían cómo llegar al mar. Cada lágrima era una confesión, cada sollozo un testimonio.
Cuando el mago dejó caer el último puñado de pesares, el escenario se convirtió en un mapa de dolores que ningún cartógrafo se atrevería a dibujar. Nadie podía dar un paso sin hundirse en aquel océano de penas. Y entonces ocurrió lo inexplicable: las lágrimas del público se mezclaron con las tristezas, y gota a gota, el país entero se desparramó sobre las tablas del teatro del mundo.
Allí quedó, extendido, como un cuerpo fatigado, respirando apenas entre susurros y sollozos. El mago, con el sombrero vacío entre las manos, miró al público como si en sus ojos quedara el último destello de magia, y susurró:
—Ahora ya saben que la verdadera ilusión no es hacer aparecer conejos, sino mostrar lo que nunca quisieron ver.
Y nadie, ni los que estaban, ni los que vendrían, olvidaron jamás, que aquella noche, un país entero fue sacado de un sombrero.
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