“reír para no llorar”

Me dio un ataque de realidad sentado en una estación de la línea D después de saltarme el molinete: ¡que hermoso día de mierda! ese sentimiento oxímoron haría a un porteño estar orgulloso de mí, pero mi optimismo veneco me hace sentir falso.

Sentirse horrible es peor que serlo, porque nadie lo puede ver, y de cierta manera me hace disociar de mi propia identidad; ¿merezco sentirme mal? ¿merezco ser feliz? ¿merezco algo? la respuesta es siempre un si.

Pero ya no estoy para los “todo va estar bien” o los “ya va a pasar”, necesito que estar mal sea normal o al menos aceptado, en vez de mentir con esa sonrisa hipócrita de quién trabaja en hospitalidad.

Si pensara siempre que todo pasará no le estaría dando el valor necesario al tiempo, al amor o al mero acto de ser humano y sentir algo. Porque cargo con el peso de quien esta siendo amado y solo quiere morir. De alguien que mataría por amor.

Cedí mi asiento con toda la mala onda de quién tuvo que madrugar ese día, mire a la niña que vendía colitas de pelo con culpa y compartí una mirada de impotencia con un viejo peronista frente a mi.

Era una noche como cualquier otra, el reloj marcaba la hora en que el viento silba entre las grietas antiguas de Buenos Aires. Yo, extrañamente ausente llegue a San Telmo pero no te encontré en las calles, le hice un chiste al chino al lado de casa que no entendió, me tomé más birras de las que debía un martes, lloré recordando a mi abuelo recogiendo fresas en la finca y extrañe a mis amigos.

Espero no sentirme así en la mañana e intentaré sobrevivir al próximo evento canónico que me trae un corazón roto, ya sea en mi país, en una estación de subte o en nuestra soledad.

En el borde del todo, flotar no era ya metáfora, sino la única geometría posible: me vi desde arriba, desperté con el amanecer buscando un pedazo de aquello, algo que guardar, algo que cambiar. Y aprendí que vivir no es respirar, sino recordar, aunque duela.

Toca reír para no llorar.

San Telmo, 2025.