Hay recuerdos que no siempre traen sonrisas, pero aun así forman parte de lo que somos.
Cuando pienso en mi madre, recuerdo que la mayoría de veces el ambiente con ella era pesado. Sus palabras no eran dulces conmigo, y cuando estaba enojada llegaba a decirme cosas muy duras como: tú no eres mi hija o no te quiero. Yo era apenas una niña, y esas frases me rompían el corazón. Lloraba mucho, sentía un vacío extraño en el pecho y me hacía preguntas que me confundían: ¿entonces quién es mi mamá? ¿qué hago aquí si ella no me quiere?.
Con ella casi nada de lo que hacía parecía gustarle, y eso me hacía sentir poco importante. Solo cuando me enfermaba y lloraba pidiéndole atención, ella me cuidaba un poco más. En esos momentos me daba cuenta de cuánto necesitaba yo sentirla cerca, cuánto anhelaba un abrazo, una palabra bonita, una caricia que me dijera: todo estará bien.
Siempre desee que hubiera sido diferente. Que me hubiera dado las buenas noches con un beso en la frente, que me hubiera abrazado fuerte, que me hubiera mostrado cariño en lo sencillo, como suelen hacer las mamás con sus hijos. Pero muchas veces ese amor me faltó.
Hoy entiendo que esa ausencia también me marcó, y que aunque me dolió mucho, me enseñó a valorar la ternura, a reconocer la importancia de las palabras y de los gestos de amor. Porque yo sé lo que se siente necesitarlo y no tenerlos.
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