Hasta el cuello, Parte 2 -capítulo 2

Hasta el cuello, Parte 2 -capítulo 2

Vulturandes

28/09/2025

 Cubierto de moscas, el cuerpo de Tan yacía tirado al borde de la bulliciosa vereda en torno a River Side. Los transeúntes pasaban a su alrededor sin detenerse bajo el calor abrasador, salvo Bimo.

 El hombre llevaba desaparecido tres días, y sin quererlo, ahora Bimo por fin lo había encontrado mientras se dirigía a la tienda de Wood, en un estado tan deplorable que por un momento el joven lo creyó muerto y corrió hacia él.

 Supo que Tan seguía con vida cuando, tirado todavía en el suelo y orinando con su miembro en la mano, Tan ni siquiera se molestó de lo que hacía, y Bimo no pudo soportarlo.

 Llegó a la tienda tambaleante como aquella vez que salió del hospital e intentó no mostrar su malestar al saludar a los dueños, o cuando él y Lucy se sentaron en la tarima. Pero si algo había demostrado Lucy en esos meses era inteligencia. A esta solo le bastó una mirada para leerlo.

—¿No te sientes bien? —le preguntó con dulzura, dejando a un lado el texto.

 Llevaba su único sarung descolorido (no el mismo que él había visto en su sueño). Su expresión estaba llena de ternura y de reproche y Bimo se derrumbó.

—Ni siquiera me molesté en hablarle. Me fui dejándolo ahí…

 Lucy escuchó todo lo que tenía que decir, sin juzgarlo.

—Las drogas te hacen sentir que no estás aquí. Tu amigo sufre, por eso las toma.

 Bimo gimió.

—¿Lo sabes porque “ese hombre” te obligaba a tomarlas?

 Fue una pregunta cargada de atrevimiento. Para su sorpresa, Lucy asintió.

 Y así, Bimo se enteró de que Lucy pasó solo tres meses en el mercado de esclavos hasta que fue comprada por “ese hombre”. Lucy había tenido simplemente mala suerte. Había salido de su casa, alejándose mucho de su kampong y unos hombres la capturaron. Por las explicaciones de Lucy, Bimo entendió que al final la muchacha había acabado comprada por “ese hombre”, del que había escapado.

—¿Y tus padres? —preguntó Bimo.

—Tuvimos mala suerte.

 No le pudo sonsacar nada más, pero tampoco deseaba seguir ahondando en el tema porque a Lucy la entristecía. Salvo una vez, ya nunca lloraba por lo visto y apenas dejaba entrever otros sentimientos, pero notaba el daño que le hacía haber sido separada de su familia. Bimo solo quería encontrar rápido el kampong de su amiga; ella debía de querer lo mismo, pero el maltrato desde que la habían arrancado de su antigua vida explicaba su reserva.

 Y aun así, siempre que estaba con Lucy, el mundo se sentía más simple. Continuaban conversando, y poco a poco Bimo también iba entregándose como ella lo animaba. Pese a su pasado y sus malos modales, ella no parecía tener otra intención para con él que la de conversar. Solo eran dos chicos con algunos años de diferencia. Nada más y nada menos. Y con más frecuencia, ella comenzó a hacerle presentes. A diferencia de la población nativa, Lucy no le tenía miedo al manglar. El mar le gustaba pero le generaba inseguridad por los piratas, y algo más que Bimo no podía descifrar. La selva en cambio le daba una sensación de seguridad y ahora sorprendía a su amigo con frutas y moluscos de los manglares. Bimo sospechaba que estos serían los alimentos básicos de su kampong y le alegraba que su amiga que los obsequiara.

—¡El amor ciega! —se burló Tan cuando pasó por delante de la tienda y vio a su joven amigo comer heroicamente de aquella fruta de forma extraña.

 Bimo estuvo a punto de pedirle explicaciones a sus días de ausencia, cuando Lucy se le adelantó:

—¡Esto sana el cuerpo! —afirmó ofendida—. ¿Siempre te duele el brazo, no?

 Bimo la miró detenidamente. No recordaba haberle hablado de su accidente en el río.

—No mucho—admitió.

 Hablaron un rato intercalando sus voces con la lluvia. Bimo no le preguntó qué más había pasado esa tarde, con el clavo, y ella no lo mencionó.

 Lucy tarareó una canción acerca de un cangrejo en su extraña variante de bahasa melayu
y volvió a callarse.

 Bimo tenía claro que el malayo de Lucy era diferente, uno que nunca había oído antes en ningún lado. ¿Todos hablarían igual en su kampong? Bimo lo desconocía. El propio joven hablaba la mayoría del tiempo en el malayo local, pero no lo domina tan bien aún. Una vez durante sus paseos, Lucy preguntó por qué no había tantos pokok en la ciudad.

—¿Pokok? —parpadeó Bimo.

 Estuvieron estancados por un minuto entero y Lucy tuvo el atrevimiento de hablar en inglés:

—Quiero decir, trees. There-aren’t-many-trees-here.

—¡Oh, te refieres to the trees! —se alegró Bimo.

 No fue la primera ni la última vez que tuvieron problemas. Durante una de sus clases, Lucy le preguntó casualmente si su amigo Ah Beng se había casado porque se enamoró. “Estar enamorado” en Malaya era confundido en indonesio con “relaciones sexuales”. Levantando las cejas y levemente rosado, Bimo comentó que era probable: su esposa fue una prostituta. Se le ocurrió algo tarde que quizás no fue eso lo que su amiga preguntó, y volvieron a recurrir al inglés:

Heloveshis wife—se abrazó a sí mismo, sonriendo exageradamente.

—¡Oh! —Lucy lo comprendió y rio hasta derramar lágrimas—. Habla como quieras cuando estemos juntos. ¡No es justo que solo tú te esfuerces en entenderme!

 Él sonrió.

—No dudes en preguntarme si butuh mi ayuda—dijo en indonesio.

 Esta vez la que enrojeció fue Lucy, y Bimo se rio de su expresión y su risa.

—¿Qué…?

—¡Solo… no lo digas… frente a otros! —rio Lucy, abrazando su estómago.

—¿Pero qué dije…? A ver, ¿es muy malo? —preguntó Bimo, en malayo.

 Lucy se enjugó las lágrimas:

—Desde que llegaste a esta isla, ¿a cuántas personas les has ofrecido…? —Lucy hizo un gesto obsceno con la mano frente a su pelvis.

 A Bimo le ardió tanto el rostro que sintió que había enrojecido hasta las raíces del pelo.

—¿Cómo…? ¿Cómo?

—“Hola, cuando quieras «penis», háblame” —lo imitó Lucy.

—¡Lucy…! ¡No! ¡Es mentira! —gritó Bimo cubriéndose el rostro, mientras Lucy soltaba otra carcajada.

 Rio tanto que se puso roja. A pesar de su vergüenza, Bimo no pudo evitar quedársela mirando con una sonrisa.

—Está bien, solo habla en indonesio, lo entiendo—le dijo su amiga.

 Bimo asintió devolviéndole la sonrisa, aunque realmente ninguno terminaba de entender algunas partes de la conversación. Pero bueno, Lucy prefería que le hablara en indonesio en lugar de inglés. Sin importar cuán difícil le fuera entenderlo, le exigía escuchar sus palabras indonesias. ¿Quizás porque sonaban más familiares que el inglés?

 Siguieron burlándose de sus idiomas, justo como dos hermanos harían.

 En ese momento, la señora Wood abrió la puerta trasera, encontrando a los dos chicos riendo entre sí. Solo bastó una mirada suya para que Lucy callara y bajara la vista, pero Bimo siguió riendo y la saludó.

—Métete, casi es hora de cerrar—la llamó con voz hostil, sin hacer caso a Bimo.

 Con culpabilidad, Bimo hizo ademán de despedirse de la Mem.

—Hasta pronto. —Su voz fue lo suficientemente amigable para no faltarle el respeto, pero ni la una ni la otra le prestaron atención.

 Lucy entró corriendo a la tienda y Bimo se quedó ante la señora Wood torpemente de pie. Esta solo se fijó en él un segundo, como quien se giraba a mirar a un vagabundo o a un perro. Sus ojos redondos estaban clavados en él. Su claridad realzaba la contracción agresiva de sus pupilas negras.

 Sin saberlo, Bimo se había quedado paralizado, y luego la puerta se cerró sorpresivamente.

 A Bimo le dio vergüenza tener que regresar a la semana siguiente, pero no culpaba a la Mem. Tal vez le enojó verlos reír siendo que, minutos antes, les prometió que iban a estudiar. Desde la perspectiva de un adulto —y sus amos— era comprensible estar enfadado. Esto le hizo ver a Bimo que seguía comportándose como un niño.

 Esa semana también visitó a Mei Ying. La chica lo recibió entre alborozos de risas y gritos de alegría; su vientre estaba enorme también.

—¿Te has acostumbrado a los vecinos? —le preguntó Bimo, a la mesa con el té.

—Son igual de ruidosos que en la casa en donde nací. Pero sí, el barrio es tranquilo.

 La casa estaba llena de un aroma a frangipani y al incienso en el altar familiar. Bimo siempre se preguntó a quién estaría dedicado, si a la familia que Ah Beng jamás mencionaba o a la madre de Mei Ying.

 La joven se acarició el estómago. Con su tamaño, Bimo imaginó que las patadas ya eran algo constante.

—¿Es doloroso?

—No mucho, pero me gusta sentirlo, es como si intentara comunicarse con nosotros. A Ah Beng le encanta sentirlo de vez en cuando.

—¿Cómo ha estado él?

 Mei Ying suspiró.

—Ah Beng vuelve cada vez más tarde. La comunidad es un caos, solo a la calle del otro lado Ah Beng la llama Kiau keng khau.

 Bimo lo conocía como «entrada a las casas de juego»; no era la única calle en Pecinan con ese apodo. Hokkien Street, la calle al otro lado de donde sus amigos vivían, también era un lugar de encuentro para sociedades secretas y era famosa por sus casas de juego, que atraían a clientes adinerados.

—Unos vecinos muy sociables sin la menor duda—masticó Mei Ying—. Hay noches en las que me cuesta dormir pensando en que no se maten entre ellos fuera de nuestra propia casa.

—Por eso una vez te aconsejé hacerte amiga de los vecinos, nunca sabes cuándo necesitarás de su ayuda.

 Mei Ying puso una sonrisa divertida, aunque su mirada reflejó algo de tristeza.

—Aún eres demasiado ingenuo. De hecho, me sorprende lo fácil que accediste a irte con mi marido el día que te recogió.

 A Bimo le sorprendió que sacara a tema aquel asunto. Sí, había sido algo precipitado, pero se alegraba de haber conocido a Ah Beng.

—No tenía más opciones en ese momento—dijo Bimo.

—Pero no lo conocías de nada; no te compares conmigo, que yo sí que no tenía nada que perder. Mi vida no valía mucho en ese momento, pero…—suspiró con una mirada llena de amor—. Bueno, tú sabes cómo es él. Pero, ¿y qué pasa con esa chica que es tu amiga? Apenas conocías a esos extranjeros, uno de ellos hombre, y solo te diré que los callados y tímidos son los peores.

 Bimo se mantuvo con un extraño mal sabor de boca los días que siguieron, a su vez sacudido por la urgencia de ver a Lucy cuanto antes. Logró contenerse al menos hasta un día antes del día correspondido, y al finalizar la jornada de trabajo, en lugar de ir al refugio con Tan, decidió ir a la tienda de Wood.

—¿De nuevo vas a verla? —exclamó Tan.

 Bimo asintió.

 Tan movió la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó Bimo inseguro. Pero sí sabía qué era lo que le pasaba al hombre.

—Deja sola a esa niña, no va a pasarle nada…

—Pero prometí ir a verla cada semana—difirió Bimo—. Ya nos hemos hecho amigos.

—Seguro—gruñó Tan.

 Bimo no quiso escucharlo. Tan venía portándose mal con todos desde que Ah Beng se había casado. Bimo ya lo conocía lo suficiente para entender que, para él, casarse era una pérdida de tiempo y, en sus palabras, como entrar voluntariamente a la cárcel.

—Déjala sola—le repitió antes de salir—, esa niña es más pilla que tú.

—¿Por qué dices eso?

—Tu “Lucy” —enfatizó ese falso nombre con ironía— ya vio que se puede aprovechar de ti; porque mira que tú…—movió la cabeza.

—No lo creo—reafirmó Bimo tranquilamente.

 Tan gruñó.

—Salva tu propio pellejo, es todo lo que te digo.

 Bimo sintió una punzada de vergüenza a la que después reemplazó un enojo imprudente. Le sonrió:

—Si fuera por eso—zanjó—, te cobraría ahora mismo lo que te di para comprarte tus cigarros.

 Esperó su respuesta, pero habían terminado. Se marchó y Tan no volvió a quejarse de la muchacha.

 Bimo oyó un aleteo en la oscuridad del manglar. Al refugiarse del calor bajo el umbral de la tienda, el dueño lo miró con unas ojeras enormes. De nuevo sudaba frío y, con una falsa sonrisa, le indicó que Lucy estaba en la oficina en el segundo piso.

—Ella y Meerna están limpiando la oficina. Sube, a ver si ninguna te sale con alguna tontería.

 Bimo pensó si acaso hoy todos se habían puesto de acuerdo para estar de mal humor.

 Nunca había subido a la oficina. Los peldaños se extendían en un profundo ascenso oscuro hasta la luz del segundo piso. Bimo estaba por subir la escala cuando la Mem se apareció desde arriba y bajó dedicándole una horrenda sonrisa. De cerca, Bimo notó que había perdido peso y sus ojos estaban muy hinchados, su cara estaba violeta y reseca hasta el punto que sangraba un poco en algunas esquinas.

 Bimo la dejó atrás con un ligero saludo y escaló los peldaños. La madera no era tan pulcra como la del pasillo. Estaban sucios, como si jamás se hubieran barrido.

 La oficina brillaba en una luz dorada. Lucy limpiaba las ventanas tras un escritorio, bajo unos punkah inmóviles. El aire de ahí era asfixiante; hacía tanto calor que Bimo pudo ver el vapor del piso recién trapeado, como si el soleado lodazal del manglar se hubiera transportado a la oficina.

 Lucy lo miró. Él la miró de vuelta. Tuvo que forzarse a hacerlo. Bimo creyó que esperaba odio. Medio temía y medio esperaba que lo hubiese, pues así, al menos, sabría en qué situación él se encontraba respecto a ella y los Wood. Pero no pudo ver odio. De nuevo sus ojos estaban tranquilos. Casi neutros.

—¿Hiciste enfadar al señor Wood, Lucy?

—No—aseguró Lucy, sin dejar de limpiar los vidrios—. Había un burung hantu en el manglar. Le dije que el ulular de un búho por la noche es señal de que alguien está a punto de morir y que me había asustado. Él me contó que en su school a veces les tiraban piedras. ¿No te contó lo del búho?

 Bimo miró al cielo gris con nubes.

—Muchas tribus dicen que un búho significa una muerte inminente, pero solo es un pájaro que no lastima nadie. No lo mataste, ¿verdad?

—No, no lo maté.

 Bimo asintió. ¿Qué decir de los Wood? No eran horribles como su proxeneta, pero si Lucy no estaba pasándolo bien allí, ¿para qué seguir alojándola con ellos? Pero de toda la gente en esa ciudad, ¿por qué tuvieron que ser ellos los únicos dispuestos a acogerla?

 En fin. Era su decisión tomarlo personal o no, como decía Tan. Ambos, Lucy y él, tenían sus propias vidas y rezaba para que nada más que eso los separara. Por ahora, intentaría volcarse en lo que ahora era mejor para Lucy.

—¿Ya no te gusta aquí?

—Nunca me gustó.

 Bimo se mordió el labio.

—Podrías huir, volver a tu casa—le dijo suavemente—. Puede que te ayudara.

 Ella sonrió, pero sin alegría.

—¿Y qué es lo que querrías por tu ayuda? —le preguntó—. ¿Alguna idea?

 Y, por un momento, habló como si fuera la furcia que Tan decía.

—Nada—le contestó. Pero se había ruborizado y ella lo malinterpretó.

—¿De verdad?

—De verdad. Nada. No tengo ni idea de dónde te raptaron esos monstruos, pero, al menos, saldrías de aquí.

 Asintió. Y, de pronto, su voz sonó totalmente distinta, increíblemente razonable y, de nuevo, muy adulta.

—Y podría terminar vendida otra vez—le dijo.

 Bimo volvió a mirarla y asintió con los labios apretados.

—¿Segura que no hiciste enfadar al señor Wood?

—Él nunca se enfada.

—Lucy… ¿alguna vez te toca?

—¿Qué? —Lucy miró a su amigo, perpleja.

—No importa —cortó Bimo—. No acabes muy tarde con esos cristales.

—No lo haré.

—Y vuelvo mañana para estudiar, sin falta.

—Sí.

 Bimo se fue. Lucy lo siguió con la vista hasta perderlo en la esquina.

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