Wanqar tenía brazos recios como arietes, que siempre llevaba descubiertos a pesar del frío; una barba desprolija que le llegaba hasta el ombligo, ataviada de conchas y monedas de plata; vestía lana y pieles blancas; y sobre su cabeza llevaba la típica cresta trenzada de marinero. En su espalda alfombrada cargaba un samudri mediano, el botín de tres días en el piélago helado a setenta millas del poniente de Naj. A cada paso enterraba y desenterraba las botas de piel de foca en la nieve, sin quitar la mirada de su destino.

Su casa estaba construida de piedra caliza, madera y argamasa, y se sostenía por una plataforma de tres codos que servía a la vez de calera y estufa para el hogar. Erigida sobre una cumbre cerril y apartada, hacía a la vez de una suerte de atalaya que los invitaba a vislumbrar el mar en el austro y el resto de la isla en aquilón.

El pescador soltó un escupitajo entre los colmillos cuando vio que sobre la sombra de su casa lo esperaba una bruja de sal. Era una anciana vestida con harapos sucios y prenderías baratas, que llevaba el cabello blanco hasta el suelo y maquillajes que acusaban sus prácticas.

—Vete de aquí, bruja. Estoy agotado por el viaje.

—¿Podemos ver al niño? —La vieja mostró una sonrisa sin dientes. Las mujeres así siempre hablaban en plural, por ellas y por los espíritus de la isla que las habitaban.

Wanqar ignoró la petición, subió el pórtico y cerró la puerta. Dejó el samudri en una larga mesada de granito en donde solía desescamar los pescados. Estiró la espalda e hizo crujir algunas de sus articulaciones.

Hoda, padle.

Los ojos del niño se llenaron de estrellas al ver a su padre. Raymi no podía caminar y tenía los brazos agarrotados de nacimiento. Su lengua gorda no le dejaba pronunciar las palabras correctamente y no podía hacer más que esperar a ser cargado y transportado de un lugar a otro.

El pescador, de espaldas a su hijo, asió un cuchillo de la pared y lo afiló en la piedra. Luego se dispuso a limpiar y despostar el samudri.

Buedas notizas, padle. Tedemos muta comida. Ya do decezitas id a pesdcad.

—No tocaremos esa mierda, Raymi.

Pelo la genze es muy bueda conmigo ahoda.

La puerta se abrió como empujada por una violenta ventisca. Wanqar apretó los dientes y estrujó la empuñadura del cuchillo, pero se relajó al advertir que se trataba de Nayeli: una joven descarnada de pellejos ceñidos a sus huesos largos y un cabello lanoso que le caía hasta los hombros. No tenía pechos ni cadera ni porte de mujer. Solo ojos de hambre y encías negras.

No había rastros de la bruja de sal en las afueras de la casa, podían desaparecer tan rápido como aparecían.

Nayeli se inquietó al ver al samudri sobre la mesada. Su familia era muy supersticiosa y sabía muy bien que estas no eran criaturas que debieran comerse. Eran una suerte de esturiones con rasgos humanos, con brazos y piernas recubiertas de membranas, cabello algoso y escamas duras. El códice de Sargo rezaba que eran hijos de Najira y su carne estaba maldita. Por otro lado, los marineros replicaban que poseía propiedades curativas y podía sanar pestes, lepra, piojos y hasta deformidades. Hubo quien dijo una vez que hasta favorecía la virilidad de los hombres y duplicaba el tamaño de su verga, aunque jamás fue comprobado.

—Aquí tienes tu paga. —El marinero extendió un denario a la joven antes de que pudiera decir nada, como anticipándose a sus advertencias.

Nayeli dejó los leños en el suelo y guardó la moneda en su escarcela desinflada. Se olvidó de sus aprensiones y agradeció el pago con entusiasmo.

—Ahora vete.

Antes de retirarse, la joven corrió a darle un estrujón a Raymi y un largo beso en la frente. Le acarició el cabello y murmuró en su oído. Eran palabras ensayadas que debió decir de una forma diferente a como lo hubiera deseado, quizás de consuelo, de cariño o de agradecimiento. El niño torció el cuello y agitó la cabeza con movimientos lentos y exagerados. Ella lloraba, él sonreía.

Wanqar se cruzó de brazos, apremiante.

Con movimientos torpes, Nayeli corrió hasta el umbral de la puerta y se detuvo allí. Los ojos hundidos en sus cuencas huesudas se clavaron en Wanqar.

—Supongo que ya no va a necesitarme nunca más.

—Ya vete. Y puedes llevarte los canastos si quieres.

—¿En serio? —La expresión ominosa de la joven cambió de nuevo. Tembló ante la idea de aparecer en su casa con semejantes ofrendas.

—No los quiero. Llévalos.

Pelo, padle. Fuedon degalos. Mutos degalos de gente bueda.

—Cállate, Raymi. Y tú, coge los canastos y lárgate.

Algunas lágrimas de agradecimiento resbalaron por los pómulos puntiagudos de Nayeli, se deslizaron por encima de las de despedida. Se llevó los canastos como pudo en sus brazos enclenques y se perdió en el camino blanco hasta la choza donde vivía con sus padres, sus tíos y sus cinco hermanos colina abajo.

Wanqar descargó el filo del cuchillo sobre las imbricadas escamas del samudri. Su expresión inerte estaba llena de reclamos. Muchos marineros se resistían a pescar estas criaturas no por miedo a las maldiciones, sino porque de alguna manera los hacía sentir como si estuvieran matando a un niño.

Se lavó las manos en un cuenco con agua. Luego tomó los leños y avivó el fuego en la chimenea. Esperó hasta que el calor lo empujara a quitarse las pieles de oso polar y cargó a su hijo para sentarlo frente al fuego, a su lado.

Los ojos de Raymi se tornaron amarillos ante el reflejo de las llamas.

Wanqar exhaló hondo y pesado. La noche asomaba, más ominosa que nunca. La última.

Eztoy muy emoziodado. Mañana sedá un glan día. Todoz han zido muy buedos conmigo.

—Supongo que sí, mañana será un gran día.

Siemple fuedon malos. Otlos niños se budlaban de mí. Me decían defolme, retaldado o idiota. Pelo dezde que me ligielon como hodocauto, todoz zon buedos conmigo. Ezo me haze fediz. Muy fediz.

Wanqar se guardó las palabras. Estrechó al niño con sus robustos brazos y juntos permanecieron sentados frente al fuego por un largo rato.

Al otro día, el amanecer llegó temprano y congregó una centena de fieles al borde del acantilado de los mártires. Una nevisca furiosa soplaba estacas punzantes de hielo que enrojecían las narices y partían los rostros desprotegidos. Un sol pálido y mortecino coronaba el paisaje gris y desolador. Las brujas de sal, los devotos isleños y los monjes flanqueaban un recorrido adoquinado que conducía hacia el altar. En el pináculo del acantilado ondeaba una capa roja. El sacerdote pronunciaba la ceremonia a viva voz para ser oído por encima del viento.

Wanqar caminaba lento ante todas las miradas. Su barba era jalada por los vendavales hasta quedarle como una aparatosa bufanda. Entre sus brazos llevaba un cuerpo pequeño envuelto en pieles y amarrado con cáñamo.

—¿Podemos verlo? —Una bruja de sal se acercó al holocausto.

—Apártate, bruja —refunfuñó el pescador.

Arandú abrió los brazos como recibimiento. Llevaba una media máscara de oro que apenas dejaba ver sus ojos negros, su piel cubierta de úlceras y sus dientes punzantes como de payara.

Los fuegos en el altar luchaban por sobreponerse a las ventiscas y la multitud permanecía expectante.

—Óyenos, Najira, diosa del mar, dragón de las profundidades, serpiente azul, protectora de la isla. Con humildad te entregamos esta ofrenda para retribuir tus dones. Tal y como indica el sagrado códice de Sargo, escogimos el niño nacido bajo la luna roja, a siete años de su natividad, para ser entregado a tus aguas. Recíbelo con virtud y extiende tu amparo para con nosotros, sumisos mortales de Naj.

Wanqar llegó hasta el borde del precipicio. Miró hacia abajo. Las olas se curtían contra las rompientes. Los embates producían jirones de espuma y las aguas negras se batían con fuerza. A la distancia, como un sueño, llegó a advertir una aleta larga y sinuosa, una cresta que besó la superficie del mar por un instante antes de regresar a las profundidades. Su tamaño era el de una montaña y su movimiento condicionaba las masas marinas.

—Raymi, hijo de Wanqar. Su padre fue un pescador y su madre una ramera sin corazón que lo abandonó al advertir sus deformidades —continuó Arandú, en un tono solemne y con movimientos hieráticos—. No obstante, en su misericordia, el océano lo beberá como holocausto y se pronunciará como un héroe para nosotros. Su sacrificio significará otros siete años de protección y prosperidad por parte de Najira.

Wanqar estrujó el cadáver del niño y besó las pieles que lo cubrían. Dejó escapar una lágrima tibia sobre él para que lo acompañara en su descenso y se mezclara con las infinitas lágrimas que conformaban los mares.

Nayeli se encontraba en la multitud junto a su familia, un puñado de andrajos sobre juncos trepidantes. Ella volteó para no ver la entrega del holocausto. Después de tanto cuidar del niño en los viajes de su padre, había llegado a quererlo. Asimismo, sabía que su sacrificio era necesario e irremplazable. Lo único que los separaba de la furia de su dios del mar.

Por el contrario, las brujas de sal, los monjes y el resto de los isleños se amontonaron con los ojos tan abiertos como se lo permitía el viento para poder ser testigos de la inmolación.

El sacerdote ungió el bulto sobre los brazos del pescador con sangre de cordero, el último paso antes de ser encomendado a las aguas sedientas. Los ojos de Arandú y el pescador se encontraron. La multitud estiró sus cuellos y se apiñó como un cardumen.

Wanqar se paró tan al borde como le fue posible. Las puntas de sus pies quedaron suspendidas y los testigos llegaron a imaginar que se echaría junto a su hijo al precipicio, tal y como lo hizo la madre del anterior holocausto hacía siete años. Pero en lugar de eso, se tomó un instante para despedirlo en silencio y lo arrojó. El cuerpo descendió como un costal hasta estrellarse contra el océano y perderse para siempre. Los brazos de Wanqar se sintieron vacíos, livianos, adormecidos. Todos celebraron, excepto el pescador. Pronto iniciarían las danzas y alabanzas de las que no sería parte.

Dos guardias más tarde, las celebraciones siguieron su curso. Desde la distancia podía percibirse el humo de las hogueras y el rumor de los bombos y cuernos.

Wanqar remaba hacia el continente. Serían nueve días con el viento a favor hasta llegar al puerto de Lumari, en donde sabía no adoraban ningún dios marino y podía dedicarse a la pesca sin que nadie llegara a molestarlo. Alcanzaría con raparse la cresta, quitarse la barba y cambiar de nombre.

La isla se volvía pequeña en el horizonte, insignificante. Aunque el humo parecía tornarse más ancho y espeso. Ya no se oían los bombos, los cuernos y los cánticos. Wanqar estaba sumido en sus pensamientos, intoxicado por ellos. Pero ese movimiento mecánico de sus brazos al voltear los remos se detuvo cuando algo lo distrajo. Se paró en el bote, entornó los ojos. Un farallón se deshizo de pronto y sus rocas se precipitaron sobre el mar. Se oyó un estruendo, un rugido atronador. Las aguas cobraron vida para engullirlo todo. Las peñas se soltaron de los acantilados.

—Qué mierda…

Najira, la gran bestia marina, desató su cólera contra la isla. Las masas rocosas convulsionaron, los suelos se partieron y agrietaron, las montañas se desperdigaron sobre la ciudad. Súplicas, llantos, gritos, muerte. Los más cercanos a las costas se lanzaban al mar en un intento inútil por salvar sus vidas, solo para ser aplastados por las peñas que se precipitaban sobre ellos o para ahogarse en las aguas embravecidas. Las casas y edificios más altos cayeron como castillos de naipes, la ciudad quedó sepultada antes de ser sumergida. Nayeli murió junto al resto de su familia mientras corrían a refugiarse en alguna cueva, aplastados por los picos montañosos cercanos al acantilado de los mártires. Las brujas de sal soltaron aullidos estridentes y blasfemias antes de morir de formas cruentas y horribles. Arandú reclamó piedad a su dios, postrado sobre la nieve, con un puñado de devotos detrás de él. Fueron los primeros en ser devorados por las fauces de la gran serpiente marina.

Toda la isla se desmoronó y se sumergió en las profundidades de un océano vengativo, en un amasijo de rocas, carne y mar. Las aguas se tornaron rojas. El hundimiento llevó olas hacia los tres continentes y su estruendo se oyó en lo más alto del cielo.

Wanqar fue el único testigo con vida del acontecimiento, aferrado al bote para que no se volteara por la fuerza de las olas agitadas.

¿Todo eztá bien, padle?

El pescador descorrió la lona que cubría a su hijo.

—Todo está bien.

¿Qué ez eze suido? ¿Pol qué no me dejazte sel el hodocauto?

El niño quiso voltear, pero su motricidad no se lo permitió. Su padre tampoco deseaba que viera el desastre ocasionado, así que prefirió dejarlo así. Tomó los remos y continuó hacia el continente, mientras veía las escamas de una gran serpiente colisionar contra los restos de la isla. No se detendría hasta verla sumergida por completo.

No supo si la bestia enfureció por la ausencia de la ofrenda prometida o por el mal chiste de enviarle a un samudri en su lugar.

Todo lo que quería era salvar a su hijo, y en su escepticismo, no imaginó que condenaría a más de cuatro mil habitantes a un destino sanguinario. Como fuere, ya era tarde para arrepentirse. Era preferible remar y remar sin pensar mucho en lo sucedido. En unos días comenzarían una vida nueva en Lumari y ya no tendría que quitarse la barba.

Ese fue el final de la isla de Naj, ahora parte del reino de Najira. Todos los devotos descansan en su seno y los más afortunados yacen en su vientre.

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