Nora subió el brillo estucado de la pantalla del móvil. No eran más de las tres y media de la madrugada. Había conciliado el sueño, pero no superaba el umbral de la duermevela. La realidad se le mostraba difusa.
Recordó los violáceos recovecos de cielo, enmarcados en grises, agujereados por abstractas circunferencias de destellos bermejos. Rememoró blusas aguamarina en los escaparates.
Giró y giró sobre sí temiendo salirse de su eje.
Una notificación: «El teléfono está plenamente cargado«. 03:54 a.m. Se levantó. Hubiese querido encontrar en el espejo del armario a cualquier otro yo. Saludó a su retrato y se recostó.
Hoy hace veinte años que papá le pidió salir a mamá en Escocia. Es el cumpleaños de Elena. Va a llegar la luz. Hay descuento en la pinacoteca. ¿Huele a quemado?
Frío y estival sudor uniformaba su frente recobrándole para el mundo de los seres corpóreos.
De nuevo, insomne.
Veinticuatro minutos pasadas las cuatro de la mañana. El reloj de la cocina percutía la noche en trance de desaparecer.
Se sorprendió en el renuncio de que así estaba bien. Dormiría más tarde. Al fin y al cabo, era sábado. Con pesados párpados iba recibiendo la aurora.
– Todavía no pasa, señorita.
– ¿Qué?
– Que no pasa, miss…el metro, es muy temprano, ¿no lo ve?
– Pero si está abierto. Prueba es que estoy aquí dentro, ¿no?
– A estas horas uno puede estar tan dentro como fuera, no se lo tome a pecho y salga a que le de un poco el aire, ¿vale? Será menos de media hora y la vida volverá a su magnífico curso, ¿no le parece? Aquí dentro parece que siempre es de noche.
Se salió. Agarró con fuerza su bolso por si acaso. No tenía constancia de tener tanta fuerza en la punta de los dedos. Terció hacia la escalera de hormigón. A cada escalón, su zancada progresaba geométrica.
Estaba en las fauces del metro. Miró en derredor y como una peonza buscó su punto de fuga. Dejó atrás las catacumbas. Enormidad de cúpula, imponente construcción arquitectónica, hermoso palacio de cristal que era la vía de los museos. No había nadie y jamás la soledad fue tan ruidosa.
Comenzó a recorrer los cuatro puntos cardinales. Sintió como el espacio se replegaba una y otra vez sobre sí mismo en diabólicas armonías y con tempo jazzístico.
Se calmó. La temperatura es buena. Comenzaba a hacer efecto la homeostasis. El sol reclamaba su trono, todo empezó a reverdecer y parecía un cuento de hadas.
– Habrá buena cosecha este año, princesa. Lo presiento. Me lo susurran los topacios.
– Pero, señor, ¿por qué la hierba brilla tanto? Nunca la había visto así.
– Eso no es más porque a ustedes no les gusta de otra guisa. ¿Qué gracia tendría si estuviese sucia, terrosa, descolorida acaso? ¿Es la rosa valiosa como rosa o porque desprende buen aroma? Sin embargo, hay que cuidarse de que huela lo justo, que sea sutil el almizcle, elegante, discreto, casi imperceptible; que no embriague hasta en tanto uno ya está metido de lleno en la cazuela, ¿no? Me gustaría hervirle un par de margaritas de ésas que usted lleva en el pelo si me lo permite.
– Apártate de mi camino.
– No tenga miedo y vaya a bañarse. Yo le vigilo aquí los enseres.
Mares de salinidad afluían en círculos concéntricos hasta donde ella estaba. Se encaramó a un pedrusco muy oportuno.
– Hay que limpiar un poco las calles antes de que llegue el gentío.
– ¿Qué clase de esfinge eres?
– ¡Qué vocabulario más inapropiado me gastas!
– Esto está muy alto.
– No te preocupes, no irás más lejos, ya clarea. Me voy a marchar.
OPINIONES Y COMENTARIOS