El pacto de los iguales

En Macondo —o en cualquier otro pueblo donde los carillones se detienen para que el alma respire— hubo una vez dos niños que se encontraron bajo la sombra de un almendro. No se conocían, pero compartieron una fruta, una risa, y el silencio que solo los niños entienden. Nadie supo cómo se llamaban, pero desde ese día, el pueblo los vio caminar juntos como si fueran dos mitades de una misma estrella caída.

La amistad, decían los viejos del lugar, no se aprende ni se hereda: se revela. Como el canto de los gallos antes del amanecer, como el olor de la tierra mojada que anuncia la lluvia. Y en ese rincón del mundo, donde los milagros eran tan cotidianos como las mariposas amarillas, la amistad era el milagro más discreto y más duradero.

“Desde la noche más antigua —cuando el fuego apenas era un milagro tembloroso y los hombres no sabían aun si el trueno era un dios o un animal enfurecido—, hubo dos que se reconocieron en el miedo…”

Así lo contaba el abuelo de Aureliano, que aseguraba haber leído en un libro sin título que los primeros amigos compartieron el miedo antes que el pan. Que en la cueva donde el mundo aún no tenía nombre, dos hombres se miraron y entendieron que la soledad era más peligrosa que las fieras. Y que desde entonces, cada gesto de amistad es una forma de conjurar el abismo.

Los griegos, siglos después, llamaron a ese lazo philia. Aristóteles lo elevó a virtud, como si supiera que el sabio sin amigo es como el faro sin mar. Y en los patios de Cartagena, donde los niños juegan entre sombras y leyendas, la amistad se cuenta como si fuera un cuento de aparecidos: “Dicen que esos dos se entienden sin hablar”, murmuran las vecinas, “como si compartieran un corazón dividido en dos cuerpos”.

Borges, que sabía que el tiempo es un laberinto, habría dicho que la amistad es una conspiración contra el olvido. Que en cada amigo hay un testigo de nuestra existencia, un guardián de nuestras memorias más frágiles. Y García Márquez, que escuchaba los susurros del Caribe como quien escucha a los muertos, habría escrito que la amistad es el único amor que no necesita promesas, porque se funda en la mirada limpia y el silencio compartido.

Y así, desde aquel primer gesto en la penumbra de las cavernas hasta el último café compartido en una ciudad cualquiera, la amistad sigue siendo la antigua promesa que el hombre se hace a sí mismo: no estar solo frente a la eternidad.

Porque no hay pueblo sin amigos, ni idioma que no tenga una palabra para nombrarlos. En las tundras del norte, en los desiertos del sur, en las aldeas sin electricidad y en las metrópolis que nunca duermen, siempre hay amigos que se reconocen. Y en ese reconocimiento, el ser humano se redime, se eleva, se recuerda.

La amistad —ese amor entre iguales— es el hilo invisible que cose la historia de la humanidad. Y mientras exista un corazón que se abra a otro sin pedir nada a cambio, el mundo seguirá siendo un lugar habitable.

La amistad no tiene banderas.

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