Es increíble cómo he vivido tantas veces sumida en el dolor, la tristeza, la ansiedad, los traumas, la negación de la realidad… Siempre atrapada en ese no saber, en ese no poder cambiar. Pero ha tenido que ser ahora, con la enfermedad del ser más valioso de mi vida, mi perro Marley, cuando he aprendido lo más importante. Él, con sus 14 años, sus múltiples patologías y la certeza de estar en la recta final de su vida, me ha enseñado a estar en calma. A acompañarlo sin ansiedad, sin sufrimiento inútil, sin resistirme. A estar simplemente en paz, desde el respeto profundo que se merece por todo lo que ha sido y sigue siendo. No ha sido fácil. Lloré mucho. Sentí pánico. Me cerré como una trampa. Llegué a pensar que no podría con esto, que no querría seguir si él ya no estaba. Pensé que prefería irme con él antes que soportar ese dolor desgarrador que ya intuía. Pero hoy, en lugar de miedo, tengo gratitud. Gratitud por su vida ejemplar. Por su alegría constante. Por su lealtad. Por su forma de vivir, siempre entera, siempre adaptándose, siempre disfrutando. Nunca fue un perro enfermo, aunque ahora el cuerpo le pese. Siempre fue un perro feliz. Y ahí está la enseñanza: él no cuenta los minutos que le quedan, los vive. Sin más. Y yo, por fin, aprendí que la vida es eso. Dejar de sufrir por lo que no ha pasado, y estar. Simplemente estar. Ahora estoy con él, tranquila. Acompañándolo como se merece. El día que tengamos que despedirnos, deseo que sea en paz, y sé —lo sé de verdad— que si somos energía, si algo queda, él me esperará. Mientras tanto, seguimos este camino juntos, duro pero lleno de amor, agradeciendo un día más.

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