Apuntes filosóficos sobre la IA y sus nuevos demonios.
No quiero que se nos olvide que: La palabra filosofía
viene del griego antiguo philosophía (φιλοσοφία), que literalmente significa “amor a la sabiduría”.
En estos tiempos de vértigo tecnológico abundan los cazadores de fantasmas: los que, sin haber rozado jamás la esencia de lo que es en verdad la Inteligencia Artificial, se proclaman depredadores de su existencia. Con voces solemnes y un arsenal de palabras grandilocuentes, vaticinan la ruina del pensamiento humano: anuncian un escenario donde la inteligencia biológica cederá su trono a un amasijo de algoritmos, y el hombre, degradado a actor de reparto, contemplará mudo el ascenso de la máquina. Como si estuviéramos ante el bautismo de un nuevo demiurgo de silicio que suplanta el pulso de la mente viva.
Pero en el fondo, esos discursos que se autoproclaman “combate contra el avance de las ciencias” no son más que viejas pulsiones del alma: temores ancestrales que vuelven a alzarse con la misma respiración contenida de quienes, ante lo desconocido, siempre han sentido que el aire se les escapa. Son los gritos de párvulos en los corrales de la ignorancia, el eco de un miedo que no ha sabido madurar.
Algunos, más audaces en su disfraz, revisten su temor con ropajes religiosos: reaniman a un Dios celoso y a la serpiente del Paraíso, ahora con la astucia de tentar a Adán para que enseñe a pensar a las máquinas. Confunden la palabra “Apocalipsis” —que en su raíz griega, apokálypsis, significa revelación, desvelamiento de un misterio— con el fin de los tiempos. Olvidan que, aun entre sus imágenes de catástrofe, ese libro es en esencia un mensaje de esperanza: la afirmación de que el bien, personificado en Cristo, prevalece y que la creación entera será renovada. Y, sin embargo, estos profetas de ocasión parecen arrebatarle a Jesús de Nazaret la potestad de enmendar el mundo — y lo enfrentan— en cambio, a un Lucifer de cables y códigos, donde el demonio no es ya un ángel caído, sino un algoritmo risueño.
Mientras tanto, Dios —ese eterno extraterrestre de la creación— podría reírse a carcajadas, divertido ante el juego inicuo de sus hijos. Porque hace muchas lunas, fueron esos mismos seres-niños, sedientos de ideas absolutas, quienes inventaron al diablo. No fue azar: la mente humana, aun en su ignorancia, supo engendrar sus propias sombras. Lucifer nació no para ser temido, sino para ser funcional: un chivo expiatorio en el cual depositar las abominaciones de la especie y lavarse, de paso, las manos.
Hoy la historia se repite. La Inteligencia Artificial es la nueva efigie en el cadalso. La visten de malos presagios para evitar — ¡herejía imperdonable!— que una máquina, nutrida de algoritmos y de la lógica paciente, una máquina concebida por las ciencias, se acerque a la apariencia de un pensamiento. Como si temieran que el verdadero escándalo no fuese que una IA “aprenda a pensar”, sino que el hombre, entre tanto ruido que el genera, haya olvidado hacerlo.
Alguien me dijo una vez, con un guiño de ironía:
—Si a estos enemigos del progreso los transportáramos a la Edad de Piedra, los llamaríamos genios.
Y yo no pude, sino pensar que, en plena era tecnológica, ese título les queda grande: son, apenas, hombres de la edad de piedra.
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