
Los comienzos en medio de la adversidad
La resiliencia no se aprende en los libros; se forja en la experiencia cotidiana, en esos momentos en los que la vida nos pone a prueba y nos empuja a límites que nunca imaginamos.
En mi caso, esa lección empezó desde muy temprano.
Nací y crecí en un entorno marcado por la precariedad.
Primero fue una villa miseria, luego una casa humilde alquilada en una calle sin asfaltar, y más tarde un departamento en un barrio obrero, comprado a un crédito de veinte años.
La ropa que usábamos con mis hermanos era de segunda o tercera mano, y tras la separación de mis padres y la partida de mi padre, pasábamos semanas comiendo solo polenta.
Mi madre trabajaba desde la mañana hasta la noche, y aunque lo poco que teníamos alcanzaba apenas para sobrevivir, nunca perdimos cierta dignidad silenciosa.
Recuerdo que, al volver ella del trabajo, íbamos juntos a la plaza, tarde, ya de noche a pesar de su cansancio.
Era su forma de regalarnos un respiro después de tanto esfuerzo.
En ese contexto, algunos conocidos y parientes cercanos no dudaban en sentenciar: “Estos chicos nunca van a llegar a nada”.
Eran palabras que dolían, pero que al mismo tiempo encendían una pequeña llama de rebeldía interior.
El trabajo temprano y la disciplina del esfuerzo
Comencé a trabajar a los quince años.
Estudiaba en la escuela a la mañana y a la salida iba directo al trabajo, donde me quedaba hasta las diez de la noche.
Fueron años duros, con poco descanso y mucho cansancio, pero también años donde aprendí que el esfuerzo constante es un músculo que se fortalece con la práctica.
Durante un tiempo, por temor a la dictadura que se vivía en el país —varios amigos habían desaparecido—, me mudé a Paraguay, donde vivía mi padre.
Allí trabajaba en un café desde las cinco de la mañana hasta las tres de la tarde, como cajero y jefe de turno.
A pesar del agotamiento, seguía estudiando.
Esa doble vida me enseñó que la adversidad no solo puede enfrentarse: también puede organizarse.
Cuando regresé a Buenos Aires, la rutina fue todavía más exigente.
Viajaba todos los días una hora y cuarto desde San Fernando al centro, trabajaba, y luego iba directo a la universidad.
Dormía apenas cuatro o cinco horas por noche, dependiendo de los trenes.
Pero nunca aflojé.
El camino profesional y los nuevos desafíos
Con el tiempo, logré recibirme y empecé a transitar el mundo corporativo.
Pasé por varias empresas, aprendí de culturas diferentes, de aciertos y de errores.
Finalmente, después de muchos años, decidí fundar mi propia compañía.
Ese fue un salto que no estuvo exento de riesgos, pero que nació del mismo espíritu que me acompañó desde niño: no resignarme a lo que otros creen que es mi techo.
La vida, sin embargo, no deja de poner pruebas.
Tuve la dicha de formar una familia que luego se desarmó, y el desafío de criar a una hija con discapacidad, y más tarde una nueva familia y un hijo en la misma situación.
Muchos me preguntan de dónde se saca la fuerza para enfrentar algo así.
La respuesta no es simple, pero si tuviera que resumirla, diría que la resiliencia se construye día a día, en pequeñas decisiones que parecen insignificantes, pero que sostienen todo.
La resiliencia como práctica y no como discurso
Resiliencia no es aguantar en silencio ni negar el dolor.
Es tener la capacidad de transformarlo en movimiento.
Como escribió Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración nazis:
“Cuando ya no somos capaces de cambiar una situación, nos encontramos ante el desafío de cambiarnos a nosotros mismos”.
En mi experiencia, la resiliencia es una mezcla de disciplina, coraje y visión de futuro.
No se trata solo de soportar, sino de aprender a dar un paso más allá de lo que parece posible.
Preguntas para reflexionar
- ¿Qué cicatrices de tu pasado has transformado en fortalezas?
- ¿Estás preparado para resistir los golpes o para aprender de ellos?
- ¿De qué manera transmites tu resiliencia al resto del equipo?
- ¿Qué espacio das al error y a la dificultad como parte del aprendizaje?
Conclusión: la resiliencia como legado
No me considero un ejemplo ni un héroe, pero sí una prueba viviente de que la resiliencia cambia destinos.
Desde aquel niño que escuchaba que no iba a llegar a nada hasta el hombre que dirige empresas, da conferencias y acompaña a líderes, el hilo conductor ha sido el mismo: nunca aflojar.
Como dijo Nelson Mandela:
“El coraje no es la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre él”.
La resiliencia no es un don reservado para unos pocos, es una capacidad que todos tenemos la posibilidad de cultivar.
Y quizás la pregunta más importante sea: ¿estamos dispuestos a entrenarla cada día?
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