Incomodidad Ascendente

Incomodidad Ascendente

Bruno Ravizzini

18/09/2025

Se abre. Un mundo comprimido de caras marchitas, ojos que han visto demasiado hoy. Respiraciones cortas, suspiros contenidos, esa electricidad tóxica de la gente que lleva horas esperando algo que no llegará. Una señora abraza una cartera como si fuera un chaleco salvavidas, un tipo en jogging mira el techo como pidiendo paciencia, otro revisa el celular con esa desesperación de quien busca una excusa para no estar allí.

«¿Sube?» pregunto, y es como si hubiera interrumpido un cónclave.

Ocho cabezas me miran con esa mezcla de hastío y lástima. El gesto universal: dedos hacia abajo. «Baja», dice uno, pero no con palabras, con una economía gestual proverbial.

Y ahí me interpelan tres insurgentes segundos. Esos instantes donde las puertas del ascensor deciden exponerte, como si disfrutaran de la incomodidad colectiva. Una mano desesperada se mete entre las puertas antes de que se cierren. Las puertas se abren otra vez: cinco segundos adicionales de miradas cruzadas, de respiraciones enredadas, de ese limbo social donde nadie sabe si sonreír, suspirar o simplemente despreciar.

Finalmente se van. El pasillo queda vacío.

Llega el otro ascensor. Desocupado. Entro, aprieto el botón, se siente como una victoria.

Un piso. Se abre. Un enfermero empuja una camilla. Me pego contra el fondo, intercambiamos gestos de cabeza. Protocolo básico entre humanos verticales cumplido.

Pero el de la camilla… está casi completamente tapado, solo se le ven los ojos. Y me mira. Me mira fijo, como a un último canapé. Con esa intensidad incómoda de quien se sabe en desventaja.

Hay algo perverso en estos encuentros fortuitos, pienso, como si el destino se divirtiera con pequeñas tragedias instantáneas.

El paciente no deja de mirarme. Es como si sus ojos me dijeran: «¿Al enfermero lo saludás y a mí me tratás como un mueble?» La culpa me carcome. Me siento un insensible.

Entonces, en un arranque de corrección social inoportuna, me acerco, le pongo la mano en el hombro y le digo:

«Tranquilo, amigo. No me bajes los brazos.«

El enfermero me mira como si acabara de maldecir en un convento. El paciente me clava una mirada de odio honesto y puro.

El aire se vuelve tóxico. El tiempo se detiene en esos segundos insoportables, el ascensor quieto pero las puertas demasiado cerradas.

Se abre, el tercer piso. Un doctor pregunta: «¿Estamos listos?«

«Sí, vamos a cirugía… amputación bilateral de miembros superiores.«

Mi cerebro procesa en cámara lenta: No me bajes los brazos le dije. Al tipo que van a… cortarle…

Se van. Yo me quedo ahí, procesando que acabo de vivir la situación más incómoda de mi vida.

Las puertas se cierran. Bajo. Quiero salir.

Porque hay cosas en la vida que no tienen reparación posible, y uno las descubre, siempre, demasiado tarde.

Etiquetas: incomodidad situación

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